Por RAFAEL ARGULLOL
El País, 6 de marzo de 2015
Casi han desaparecido el acto de leer y la mirada reflexiva
sobre el arte producido durante milenios. Síntoma de este deterioro es la
abrupta sustitución de la lógica filosófica por la del emprendedor en la
reforma educativa.
Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De
momento ya tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que
ha optado, al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a
poseer índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor
me comentaba que el problema —o, más bien, el síntoma— no eran los bajos
niveles de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la
lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación
económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir
continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente
marcará el futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena literatura—
añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima
calidad, desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes
autores de best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían
los colores a los curanderos espirituales de antaño.
De querer preocupar todavía más al editor, y a los que
piensan como él, se podría analizar detenidamente la última encuesta sobre la
lectura que hace unas semanas apareció en los medios de comunicación. No sólo
un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro sino que se
vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de nuestros contemporáneos la
lectura se ha hecho agresivamente superflua e incluso experimentan una cierta
incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no tener tiempo para leer, o
que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y divertidas. Nos
encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de prestigio
social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer.
Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente
dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto
que vaya más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular
de noticia. Me refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que
requiera un cierto uso de la memoria y que exija una cierta duración temporal
para ir eligiendo en libertad, y en soledad, los distintos caminos ofrecidos
por las sucesivas encrucijadas argumentales.
El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas
inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad.
Él abomina de lo complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la
memoria, para la que ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder
en vericuetos textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de
modo implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual
ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la
universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado
histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de
dos milenios. Este pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de
nuestros contemporáneos— no puede leer un solo libro verdaderamente
significativo de lo que hemos llamado, durante siglos, “cultura”.
Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que
hemos sustituido la cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el
argumento favorito cuando se conversa de estas cuestiones. De ser así,
habríamos sustituido la centralidad del acto de leer por la del acto de mirar.
Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías, extraordinarias productoras de
imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el turismo masivo ha dirigido
hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto probaría que el hombre
actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la
imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira
auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en
los museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi
todos por la presión del denominado turismo cultural.
Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al
asedio de dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de
Venus en los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten
acercarse a las obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más
bien, a un lado y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil:
en su mayoría no miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos
segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas
las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que
desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía
de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de
Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?
Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen
alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece
proporcionalmente inverso a la captación del sentido. El experimento en los
museos, aun con su componente paródico, ilustra bien la orientación presente
del acto de mirar: un acto masivo, permanente, que atraviesa fronteras e
intimidades, pero, simultáneamente, un acto superficial, amnésico, que apenas
proporciona significado al que mira, si este niega las propiedades que exigiría
una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican con los que
requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección desde
la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso
consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego
mirón, le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de
confrontarse con las imágenes creadas a lo largo de milenios, desde una pintura
renacentista a una secuencia de Orson Welles: las mira pero no las ve.
De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido
a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado aparentemente
invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El pseudolector,
que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras, marcha al
unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el océano de las
imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la abundante materia
prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente
dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el espectáculo
tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son escasamente
interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el
oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple
incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última reforma
educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser
sustituida, en la enseñanza escolar, por la “lógica del emprendedor” no hace
sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al
conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos
significa la “lógica del emprendedor”, aquella sustitución es perfectamente
representativa del modo de pensar dominante en la actualidad.
El mundo político se ha adaptado sin titubeos al nuevo
decorado, expulsando de su retórica cualquier conexión cultural. Esto habría
sido imposible en los últimos tres siglos. Pero el mundo político, el que más
crudamente expresa las oscilaciones de la oferta y la demanda, no es sino la
superficie especular en la que se contemplan los otros mundos, más o menos
distorsionadamente. La expulsión de la cultura —o de una determinada cultura:
la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación— es un proceso
colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación
hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de
ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado
de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la
belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la
apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta
conquista de la felicidad.
Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es mucho
más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera
vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.
2 comentarios:
Los libros pertenecen a un macromundo habitado por nuestros sueños, ensoñaciones, anhelos de viaje, odios, amores... Javier Lostalé cree que "quien lee vive más", y no le falta razón. Los libros tienen alma, viven con nosotros y, cada vez que abrimos un ejemplar, éste cobra vida autónoma y pervive más allá de la muerte del autor y del lector.
Es triste constatar el bajo porcentaje de lectura que hay en nuestro país. Cada minuto sin leer es un minuto perdido. Si queremos adquirir cultura, hemos de recurrir a la lectura de los clásicos, sobre todo, pues sabido es, por la RAE, que "clásico es cualquier obra que por su contenido puede ser considerada como modelo para cualquier literatura o arte". No es cierto que la lectura sea una tarea molesta; antes bien, es la más placentera a la hora de conseguir ilustración, muy por encima, a mi juicio, de la tableta o del teléfono móvil. Plinio escribió que "no hay libro, por malo que sea, que no tenga nada que comunicar". Aprendamos de la tarea ímproba e ingente de los clásicos, pues ellos sustancian el dicho de que, como dijo E. M. Foster, "los libros son la única técnica de asimilación conocida".
¿Quién no se ha sentido alguna vez superado por la realidad? Suceden tantas cosas terribles a nuestro alrededor, que a menudo nos sentimos abrumados, sin fuerzas para enfrentarnos a la complejidad de los problemas que nos rodean. Contra este sentimiento , la humanidad ha disfrutado desde los inicios de la cultura de un medio infalible para evadirse de cualquier panorama desolador y nutrirse de energía inspiradora: la ficción. Homero alentaba a los suyos de viva voz con las heroicas aventuras de Ulises. Los cuentacuentos chinos han llenado los salones de té desde hace milenios con historias que hacían reír, temblar o reflexionar. Contra la tiranía de lo prosaico y lo negativo, elegir una buena novela, alquilar una película con capacidad de entusiasmarnos o escuchar un disco son remedios siempre eficaces que despiertan nuestras mejores emociones y son antídotos seguros contra el fatalismo y la ansiedad.
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