30 abril 2014

Santiago Picatoste y el poder del color


La obra de Santiago Picatoste es una investigación sobre la psicología de la forma y el color. En sus series más recientes, expuestas en la Casa de la Provincia de Sevilla hasta el 7 de mayo, el artista nos propone una experiencia para que nos dejemos embriagar por el color. Cómo percibimos el mundo, la forma en que nos comunicamos con los demás, la manera en que buscamos nuestra identidad como individuos y seres gregarios está definida, entre otros parámetros, por el color. Picatoste se sirve del color y la forma para producir sensaciones y experiencias. Sus grandes cuadros se revelan ante el espectador como magos hipnotizadores cuyos trucos son el color y la forma. El arte vive en el territorio de las emociones y de las experiencias compartidas y es la herramienta más eficaz para comprender al otro. Nada une más que un recuerdo y una emoción compartidos. Y esta emoción surge muchas veces en la contemplación de una obra de arte. No hay vehículo más poderoso para unir que una obra de arte ante la que, por casualidad o con toda intención, coinciden dos personas y comparten una experiencia estética. El arte es el terreno de la libertad y cuando experimentamos una obra de arte nos expresamos libremente. Santiago Picatoste nos propone un juego de seducción donde la forma y el color son los protagonistas. ELENA FERNÁNDEZ MANRIQUE

25 abril 2014

Sevilla in Motion_vídeo


José Font, fotógrafo lleno de imaginación e inquietud cultural, y brillante antiguo alumno, ha codiseñado este timelapse de la Sevilla moderna y clásica a partir de la concatenación digital de 12.000 imágenes fijas. Disfrútalo a pantalla completa. ¡Toda una gozada visual! 

20 abril 2014

Salir de la barbarie

Por Mario Vargas Llosa

El Perú tiene en estos días una oportunidad para dar un paso más en el camino de la cultura de la libertad, dejando atrás una de las formas más extendidas y practicadas de la barbarie, que es la homofobia, es decir, el odio a los homosexuales. El congresista Carlos Bruce ha presentado un proyecto de ley de Unión Civil entre personas del mismo sexo, que cuenta con el apoyo del Ministerio de Justicia, la Defensoría del Pueblo, de las Naciones Unidas y de Amnistía Internacional. Los principales partidos políticos representados en el Congreso, tanto de derecha como de izquierda, parecen favorables a la iniciativa, de modo que la ley tiene muchas posibilidades de ser aprobada.
De este modo, el Perú sería el sexto país latinoamericano y el 61 en el mundo en reconocer legalmente el derecho de los homosexuales de vivir en pareja, constituyendo una institución civil equivalente (aunque no idéntica) al matrimonio. Si da este paso, tan importante como haberse por fin librado de la dictadura y del terrorismo, el Perú comenzará a desagraviar a muchos millones de peruanos que, a lo largo de su historia, por ser homosexuales fueron escarnecidos y vilipendiados hasta extremos indescriptibles, encarcelados, despojados de sus derechos más elementales, expulsados de sus trabajos, sometidos a discriminación y acoso en su vida profesional y privada y presentados como anormales y degenerados.
Ahora mismo, en el previsible debate que este proyecto de ley ha provocado, la Conferencia Episcopal Peruana, en un comunicado cavernario y de una crasa ignorancia, afirma que el homosexualismo “contraría el orden natural”, “atenta contra la dignidad humana” y “amenaza la sana orientación de los niños”. El inefable arzobispo primado de Lima, el cardenal Cipriani, por su parte, ha pedido que haya un referéndum nacional sobre la Unión Civil. Muchos nos hemos preguntado por qué no pidió esa consulta popular cuando el régimen dictatorial de Fujimori, con el que fue tan comprensivo, hizo esterilizar manu militari y con pérfidas mentiras a millares de campesinas (haciéndoles creer que las iba a vacunar), muchas de las cuales murieron desangradas a causa de esta criminal operación.

El fanatismo religioso y el machismo causan atropellos y sufrimientos en muchos ciudadanos
Hace algunos años, me temo, una iniciativa como la del congresista Carlos Bruce (quien, dicho sea de paso, acaba de ser amenazado de muerte por un fanático) hubiera sido imposible, por la férrea influencia que ejercía el sector más troglodita de la Iglesia católica sobre la opinión pública en materia sexual, y, aunque en la práctica el homosexualismo fuera la opción ejercida por una franja considerable de la sociedad, este ejercicio era riesgoso, clandestino y vergonzante, porque, quien se atrevía a reivindicarlo a cara descubierta, era objeto de un instantáneo linchamiento público. Las cosas han cambiado desde entonces, para mejor, aunque todavía quede mucha maleza por desbrozar. Veo, en el debate actual, que intelectuales, periodistas, artistas, profesionales, dirigentes políticos y gremiales, oenegés, instituciones y organizaciones católicas de base se pronuncian con meridiana claridad contra exabruptos homófobos como los de la Conferencia Episcopal y los de alguna de las sectas evangélicas que está en la misma línea ultra conservadora, y recuerdan que el Perú es constitucionalmente un país laico, donde todos tienen los mismos derechos. Y que, entre los derechos de que gozan los ciudadanos en un país democrático, figura la de optar libremente por su identidad sexual.
Las opciones sexuales son distintas, pero no normales y anormales según se sea gay, lesbiana o heterosexual. Y, por eso, gays, lesbianas y heterosexuales deben gozar de los mismos derechos y obligaciones, sin ser por ello perseguidos y discriminados. Creer que lo normal es ser heterosexual y que los homosexuales son “anormales” es una creencia prejuiciosa, desmentida por la ciencia y por el sentido común, y que sólo orienta la legislación discriminatoria en países atrasados e incultos, donde el fanatismo religioso y el machismo son fuente de atropellos y de la desgracia y sufrimiento de innumerables ciudadanos cuyo único delito es pertenecer a una minoría. La persecución al homosexual, que predican quienes difunden sandeces irracionales como la “anomalía” homosexual, es tan cruel e inhumana como la del racismo nazi o blanco que considera a judíos, negros o amarillos seres inferiores por ser distintos.
La unión civil es, claro está, sólo un paso adelante para resarcir a las minorías sexuales de la discriminación y acoso de que han sido y siguen siendo objeto. Pero será más fácil combatir el prejuicio y la ignorancia que sostienen la homofobia cuando el común de los ciudadanos vean que las parejas homosexuales que constituyan uniones civiles conformadas por el amor recíproco no alteran para nada la vida común y corriente de los otros, como ha ocurrido en todos (todos, sin excepción) los países que han autorizado las uniones civiles o los matrimonios entre parejas del mismo sexo. Las apocalípticas profecías de que, si se permiten parejas homosexuales, la degeneración sexual cundirá por doquier ¿dónde ha ocurrido? Por el contrario, la libertad sexual, como la libertad política y la libertad cultural, garantiza esa paz que sólo resulta de la convivencia pacífica entre ideas, valores y costumbres diferentes. No hay nada que exacerbe tanto la vida sexual y llegue a descarriarla a extremos a veces vertiginosos como la represión y negación del sexo. Sacudida como está por los casos de pedofilia que la han afectado en casi todo el mundo, la Iglesia católica debería comprenderlo mejor que nadie y actuar en consecuencia frente a este asunto, es decir, de manera más moderna y tolerante.

La libertad sexual, como la política y la cultural, garantiza la convivencia pacífica entre ideas
Yo creo que eso es una realidad de nuestros días y que cada vez más hay en el mundo católicos —laicos y religiosos— dispuestos a aceptar que el homosexual es un ser tan normal como el heterosexual y que, como éste, debe tener un derecho de ciudad, poder formar una familia y gozar de las mismas prerrogativas sociales y jurídicas que las parejas heterosexuales.
La llegada al Vaticano del Papa Francisco comenzó con muy buenos síntomas, pues los primeros gestos, declaraciones e iniciativas del nuevo Pontífice parecían augurar reformas profundas en el seno de la Iglesia que la integraran a la vida y la cultura de nuestro tiempo. Todavía no se han concretado, pero no hay que descartarlo. Todos recordamos su respuesta cuando fue interrogado sobre los gays: " ¿Quién soy yo para juzgarlos? " Era una respuesta que insinuaba muchas cosas positivas que tardan en llegar. A nadie —tampoco a los que no somos creyentes— conviene que, por su terca adhesión a una tradición intolerante y dogmática, una de las grandes Iglesias del mundo se vaya alejando del grueso de la humanidad y confinándose en unos márgenes retrógrados.
Eso le está pasando en el Perú, por desgracia, desde que su jerarquía ha caído en manos de un oscurantismo agresivo como el que encarna el cardenal Cipriani y transpira el comunicado contra la Unión Civil de la Conferencia Episcopal. Digo, por desgracia, porque, aunque sea agnóstico, sé muy bien que, para el grueso de la colectividad, la religión siempre es necesaria, ya que ella le suministra las convicciones, creencias y valores básicos sobre el mundo y el trasmundo sin los cuales entra en aquel desconcierto y zozobra que los antiguos incas llamaban “la behetría”, esa desolación y confusión colectivas que, según el Inca Garcilaso, padeció el Tahuantinsuyo en ese período en que pareció que los dioses se le eclipsaban.
Yo tengo la esperanza de que, contra lo que dicen ciertas encuestas, la ley de la Unión Civil, por la que se acaban de manifestar en las calles de Lima tantos millares de jóvenes y adultos, será aprobada y el Perú habrá avanzado algo más hacia esa sociedad libre, diversa, culta —desbarbarizada— que, estoy seguro, es el sueño que alienta la mayoría de peruanos.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2014.
© Mario Vargas Llosa, 2014.

12 abril 2014

Derecho a desconectar

Hace no tantos años, en los inicios de las nuevas tecnologías digitales, a Steve Jobs y otros grandes emprendedores les costaba convencer a los empresarios de que regalaran ordenadores portátiles y teléfonos móviles a sus empleados. Pensaban que lo que querían era vender más aparatos. "Una buena idea puede surgir en la ducha”, decía Jobs. Pronto se convencieron de las ventajas de la propuesta: facilitarles la conexión ponía a cualquier empleado en disposición de producir las 24 horas del día.
Ahora son algunos empleados los que tratan de liberarse del yugo de la conectividad. Tienen todas las facilidades, todo cuanto necesitan para trabajar al alcance de un clic, pero ya no hay límites a su jornada laboral. Mejor dicho, toda la jornada es laboral. Un alto número de empresas ha aprovechado esa mayor disponibilidad para aumentar la carga de trabajo, especialmente en los niveles directivos y de gestión, de modo que no desconectan, literalmente. Así es como hemos llegado a una reivindicación insólita: definir la jornada laboral, no por el tiempo de trabajo, sino por el tiempo de descanso. Por primera vez se ha plantado en Francia el derecho a la desconexión como una reivindicación laboral.
La patronal y los sindicatos de los sectores de asesoría técnica, ingeniería, informática, recursos humanos y consultoría han llegado a un acuerdo por el que los empleados desconectarán sus aparatos al menos 11 horas al día y los fines de semana. El acuerdo surge después de constatar que la conexión permanente tiene un coste en términos de salud: aumenta el estrés y la ansiedad. El sociólogo Daniel Cohen ya advirtió en Nuestros tiempos modernos que el estrés es la enfermedad laboral de este momento.
El trabajo por objetivos y la competitividad extrema han creado tal clima de tensión en algunas empresas que ha llegado a ser acusado de causar suicidios. El expresidente de France Télécom, Didier Lombard, fue procesado el año pasado por acoso moral tras el suicidio de una treintena de empleados entre 2008 y 2009. 
El acuerdo puede aportar cierta mejora, pero no será fácil que se cumpla y tampoco aborda el problema de la exigencia de disponibilidad absoluta y de las cargas de trabajo excesivas. (El País, 12.04.14)