19 septiembre 2013

Moral católica

JAIME BOTÍN
El País, 19 de septiembre de 2013

En su columna del último domingo, escribe Manuel Vicent: “Un Estado no puede sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a él. El prestigio es su oxígeno. El accidente del Alvia, el fiasco ridículo de los Juegos Olímpicos, el descalabro de la Monarquía, la corrupción socialista de los ERE, las mentiras del Gobierno en el Parlamento para sacudirse de encima la evidencia de un infecto mejunje de financiación del Partido Popular, constituyen una situación de miseria moral que entra por los ojos”. El artículo tiene otros aspectos de interés, pero me referiré a la “miseria moral”. Las encuestas de opinión no parecen señalar un aumento de la preocupación ciudadana por la caída del nivel moral de nuestra sociedad. Sin embargo, es ahí donde está la raíz de nuestros problemas. De la herencia del franquismo tenemos algunas cosas buenas y una malísima, que es la moral rancia e hipócrita que nos legaron nuestros padres, por supuesto, con la mejor  voluntad. Nos corresponde a nosotros, como ahora se dice, el “derecho a decidir”; ha llegado el momento de decidir lo que está bien y lo que está mal. Y, por una vez, sería bueno decidirlo de manera autónoma, sin consultar a la Santa Madre Iglesia.

Lo peor no es que, ocupado en defenderse, el Gobierno no funcione, que desaparezcan las ayudas a la cultura, a la educación o a la investigación, que los ministros del Gobierno digan tonterías sin orden ni concierto, que asistamos a la aniquilación de la iniciativa y a la ruina de la clase media; que aumente el paro. Hay algo mucho peor, que es el ejemplo. Se pueden soportar muchas cosas, pero no se puede soportar el mal ejemplo. Tal vez baje la prima de riesgo e incluso puede que mejore la cifra de paro, pero el problema está en el colapso ético de una sociedad donde no solo se ha extendido la corrupción, sino que parece que no importa. No solo es que se robe, sino que el acusado de robar se defiende señalando lo que roba el otro. No solo es que se mienta, sino que el embustero ni siquiera se preocupa de contradecir al que le increpa, aunque sea en sede parlamentaria.

No es suficiente decir: “Me equivoqué”. Hay que dar cuenta y asumir la responsabilidad.

La Iglesia, tan celosa de proteger al no nacido, no parece concernida por la corrupción. Los obispos no salen a la calle para protestar, se ve que no consideran que el asunto tenga suficiente gravedad. Tal vez estimen que, con paciencia, algún día verán acercarse al confesionario a pedir perdón a los que hayan quebrantado los mandamientos correspondientes. Perdón que será concedido, por supuesto. Como dijo famosamente el arzobispo Cañizares cuando un periodista le preguntó por la postura de la Iglesia respecto a la pedofilia de los sacerdotes: “Se pide perdón y ya está”.

Dios es infinitamente misericordioso y la Iglesia tiene delegado el poder de perdonar. En este disparate se asienta la moral católica, un principio fatal para la buena marcha de una democracia moderna donde no debe bastar con pedir perdón. No es suficiente decir: “Me equivoqué”. En una democracia, el sacerdote no administra la absolución de las fechorías cometidas por el pecador arrepentido. En una democracia digna de tal nombre hay que dar cuenta y asumir la responsabilidad. Mucho temo que la moral católica, si Dios no lo remedia, va a acabar no solo con la derecha española, sino con todos nosotros. Esperemos que el papa Francisco, que tan admirable comienzo ha protagonizado, encuentre solución a un problema que, según parece, nuestros gobernantes y la jerarquía eclesiástica prefieren ignorar.

10 septiembre 2013

Éclair sur la tour Eiffel

Rare image d'un éclair sur la tour Eiffel. Prise en juillet 2008, cette photo est signée de Bertrand Kulik. L'éclairage bleu de la tour, à l'occasion de la présidence française du conseil de l'Union européenne, renforce son caractère magique. (Bertrand Kulik/CATERS NEWS AGENCY/SIPA)

03 septiembre 2013

El gran patio electrónico

JUSTO NAVARRO
El País, 31 de agosto de 2013
Vi el otro día en unos lavabos a un hombre que, ante el urinario, tecleaba sonriente en su teléfono móvil. Sin salir nunca de la franja costera entre Granada y Málaga, este verano he visto a mucha gente en conexión telefónica perpetua, en la calle, en un descampado, en bares, gasolineras y autovías. He descubierto una nueva forma de ensimismamiento en masa, algo místico, criaturas con la mirada baja, sobre el teléfono, y he recordado los ojos devotos de la imaginería religiosa: la Magdalena arrepentida de Caravaggio, que un día encontré en la Galería Doria Pamphili de Roma, las vírgenes sonrientes de Murillo, las esculturas de José de Mora en Granada, en el Palacio de Carlos V. Pero en los telefonistas silenciosos lo normal es una sonrisa plácida, la mano alrededor del teléfono, literalmente manoseando palabras, como pasando las cuentas de un rosario.
Por más que los veo, siempre me asombra su estado de atención incesante al aparato electrónico. Parece haber una necesidad ansiosa colectiva de mandar y recibir mensajes, signos de existencia. Todavía no tengo teléfono móvil, lo siento, pero algún amigo me ha dejado asomarme a los avisos y recados que intercambia a través de la red Whatsapp, y he entendido un poco por qué nadie se cansa de esperar y devolver al teléfono una palabra o una frase que ni siquiera llega a frase. Se trata de un juego de ingenio, entre la austeridad lingüística y la agresividad publicitaria. Es una forma de entretenerse rápida y económica, que a veces ni siquiera llega a espasmo verbal y se queda en emoticón, que en inglés se dice smiley.
Smiley se llamaba el espía que inventó John Le Carré, aunque aquel Smiley era un individuo complejo, reflexivo, muy serio, especialista en la poesía alemana del siglo XVII, y los emoticones, esas caras abstractas, alegres o amargadas, perplejas o escandalizadas, indignadas o eufóricas o impasibles, expresan juicios o reacciones elementales, instantáneos. Supongo que estos modos de escribir afectarán a los modos de hablar, de pensar, de relacionarse. No hay tiempo de releer lo que se escribe, la gramática depende de la velocidad del pulgar que teclea, y se confunden letras, que acaban comidas, desordenadas, y las palabras se deforman, y desaparecen los peros y los porques y los porqués. Es lo que da tiempo a teclear mientras se espera la vuelta en la caja del supermercado, una mano tendida hacia el dinero del cambio, otra en el teléfono, que le está haciendo una foto a una sandía.
He descubierto una nueva dedicación permanente a la palabra escrita, algo parecido a la veneración. El arrobamiento ante el teléfono, casi nunca usado para hablar, es muy corriente en el público de los bares, donde algunos clientes parecen divertirse más con su aparato inteligente que con la gente próxima. Los camareros disfrutan estos días de calor pesado las condiciones vigentes del mercado laboral, libre y flexible: multiplicación de horas no pagadas, acumulación de trabajo para muchos en unos pocos, fin natural de los convenios colectivos, disolución de los sindicatos, es decir, de la capacidad de defensa de los trabajadores frente a la empresa. No sé si la inmensa soledad del trabajador individual encontrará compensación en la masiva comunidad intertelefónica.
La multitud entrelazada a través del aparato electrónico me ha recordado la hipótesis de aquel entomólogo que veía en un hormiguero un individuo único, compuesto como nuestro cuerpo por millones de células, aunque sus células fueran hormigas. El hormiguero sería un multiorganismo, una personalidad colectiva, con pensamiento y acción en común, como ese grupo de gente que ahora mismo está unida a través de los mensajes telefónicos, todos hablando a la vez entre sí como cuando hablamos con nosotros mismos, intercambiándose la crónica instantánea de sus impresiones y sus actos. Es un diario íntimo en público, compartido, que podría ser considerado un paso hacia la destrucción voluntaria de lo privado, todos espías de sí mismos en una colectividad de patio de vecinos, o de patio de cárcel o cuartel, aunque el cuartel o la prisión sean enormes.