23 noviembre 2015

Los idealistas de izquierdas yerran al culpar a Occidente del yihadismo

Por JOHN CARLIN

En la película Mars Attacks!, una hilarante comedia negra estrenada en 1996, los invasores extraterrestres ya han liquidado a medio mundo cuando su líder y un par de diminutos guardaespaldas se encuentran cara a cara con el presidente de Estados Unidos, interpretado por Jack Nicholson. El presidente, solo en su despacho, apela a la bondad de los enemigos de la humanidad. "¿Por qué no crear en vez de destruir?", les ruega. "¿Por qué no podemos llevarnos todos bien?".

Acto seguido, el jefe de los marcianos lo mata, se acerca al cadáver y le ofrece un burlón saludo militar.

No es del todo absurdo suponer que el idealista de izquierdas que preside el partido laborista británico, Jeremy Corbyn, intentaría responder de manera similar al ficticio presidente en caso de verse arrinconado por un terrorista del Estado Islámico (ISIS). Sería un gesto consecuente con la visión del mundo que comparte con sus correligionarios en Europa, EE UU y América Latina. Siendo inglés, Corbyn quizá les invitaría primero a tomar una taza de té.

Corbyn y Bernie Sanders, el estadounidense que aspira a la candidatura presidencial del Partido Demócrata, y los muchos que comparten su pavloviano antiimperialismo en todo el mundo insisten, con irreductible vigor tras los atentados de París, en que las intervenciones militares de Occidente en Oriente Próximo crearon el fenómeno yihadista. Lo dijo Sanders en un debate con Hillary Clinton la semana pasada: "La desastrosa invasión de Irak condujo al ascenso del Estado Islámico".

Algo de razón tiene. El psicópata exvicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney y sus perritos falderos -en orden de tamaño, George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar- rompieron el tiránico equilibrio en la región con su alocada invasión de Irak. No se puede saber qué estaría pasando hoy si Sadam Hussein siguiese en el poder, quizá la situación sería incluso más anárquica de lo que es, pero no se puede descartar la hipótesis de que hubiera frenado la yihad en seco combatiendo el terror, como era su costumbre, con más terror.

Por otro lado, se podría argumentar también que si Barack Obama no hubiera retirado las tropas estadounidenses de Irak, el ISIS no hubiera podido imponer su "califato" en Siria e Irak. Y, ya que estamos, ¿por qué no vamos más lejos? Si la actitud de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y demás aliados hubiera sido menos vengativa después de la Primera Guerra Mundial, si el Tratado de Versalles hubiera sido más generoso con los alemanes, es probable que Hitler no hubiese llegado al poder y el mundo se hubiera ahorrado el horror de la Segunda Guerra Mundial y el exterminio de seis millones de judíos.

El problema de ir por el camino de que la culpa la tienen los Gobiernos de Occidente es que propone como eje original del mal a aquellos que en el fondo defienden lo que Estado Islámico desprecia y los nazis despreciaban: la libre expresión, la soberanía de la ley y los demás elementos básicos de la democracia que permiten que los Corbyn, Sanders, Podemos, Syriza, incluso el Frente Nacional francés y otros que se oponen al statu quo puedan competir en el terreno político sin temor a caer presos o ser asesinados. Al atribuir la responsabilidad por las masacres de París a Gobiernos electos de Europa y EE UU, se plantea una grotesca equivalencia moral con los tontos inútiles, en varios casos exyonquis o delincuentes de poca monta, que han encontrado la redención personal en una ideología que rinde culto a la muerte, que cree contar con apoyo divino cuando decapita a infieles, lanza a homosexuales desde altos edificios, apedrea a mujeres supuestamente adúlteras y viola, esclaviza o prostituye a niñas de 13 años. Es verdad que los bombardeos de la aviación de EE UU y sus aliados han causado las muertes de civiles. De muchos. Demasiados. Pero hay una diferencia. Cuando mueren inocentes, Obama lo lamenta. El ISIS lo celebra.

El hecho es que, como dijo la semana pasada el jefe del servicio interno de inteligencia de Alemania, nos enfrentamos a "una guerra terrorista mundial". Hay que tomar partido. No es hora de seguir bañándose en las aguas tibias del buenismo. Uno se puede sentir muy satisfecho consigo mismo oponiéndose a la guerra, al "imperialismo neoliberal", a la vigilancia policial y tal, pero los tiempos exigen debates constructivos y respuestas concretas, sin cerrar los ojos a la dura realidad de que en el mundo político real no hay más remedio a veces que ensuciarse las manos, sacrificar la pureza moral y elegir entre lo malo y lo peor. No es suficiente en la emergencia actual declarar que la paz es un principio innegociable -la paz no es un principio, es una circunstancia- o que debemos luchar más contra el enemigo dentro que el enemigo fuera.

El argumento irrefutable contra la tesis que predica una simple conexión causa y efecto entre la política exterior de los países ricos de Occidente y el ascenso del Estado Islámico es que la enorme mayoría de sus víctimas no son europeos o estadounidenses sino habitantes de Siria o Irak, principalmente musulmanes. A los que les incomoda la idea de tomar partido junto a Obama, Cameron, Hollande y compañía, que salvaguarden sus conciencias convenciéndose de que lo hacen a favor de aquellos miserables de la tierra que están en el punto de mira del ISIS todos los días del año. Es hora de que los tontos útiles dejen de serlo y se definan, empezando por identificar sin ambigüedades quién hoy es el principal enemigo de la humanidad. Porque cuando aparezca el yihadista con un Kaláshnikov en un bar o un teatro o un supermercado y empiece a liquidar a gente uno por uno, no preguntará si su siguiente víctima es de izquierdas o de derechas, progresista o neoliberal, imperialista o antiimperialista. Matará, como una peste, sin prejuicio y sin piedad.
El País, 23 de noviembre de 2015.

19 noviembre 2015

ISIS, You Can't Win!

Michel Hazanavicius, the helmer of Oscar-winning “The Artist,” “OSS 117” and “The Search,” is a leading figure of the French film industry, as well as an outspoken advocate for social/political issues and civic liberties. Hazanavicius, who has a taste for burlesque comedy and provocative satire,  penned the following razor-sharp open letter to ISIS explaining it can’t defeat France’s epicurean lifestyle and values. Here is the English translation:

Daechois, Daechoises (Daech is a word for ISIS):

So that’s it, it’s official, you are at war against us. What’s frustrating is that you wear no uniform or distinctive sign so we don’t know how to identify you, and we therefore have no one to fight against. Frustration which I hope won’t lead to wrong accusations.

Even if every death represents for you a victory, you must know that you will not win any time soon. In reality, it’s even impossible. Because no matter what you do, you will not win. Here in France, what we love is Life. And all the pleasures that go with it.

For us, between being born and dying the oldest as possible, the idea is mainly to have sex, laugh, eat, play, have sex, drink, nap, have sex, discuss, eat, argue, paint, have sex, walk, garden, read, have sex, offer, argue, sleep, watch movies, scratch our balls, fart to make friends laugh, but more than anything have sex. We are the country of pleasure more than morale.

We like doing what we want. We try not to disturb others, that’s the idea, but we don’t like it very much when we’re told too loud what we must or must not do. That’s called freedom. Remember this word because deep inside that’s what you don’t like about us. It’s not about being French, caricaturists, Jewish, clients of cafes or fans of rock and soccer, it’s the freedom.

The second thing is that by killing that way, blindly, you run into the risk of killing French folks who are increasingly more representative of France. At least by killing only Jews or cartoonists, the non-Jews who didn’t how to draw could always find you excuses or feel like strangers in this war, but now it’s going to be more and more difficult. Because by hurting a sample which is so representative of France, you’re going to hit the core of who we really are. So who are we, really? Well, that’s the beauty of it. We are many things. Of course there are some French French French. But there are also French Italians, French Spanish, French Arabs, French Polish, French Chinese, French Rwandais, French Senegalese, French Algerians, French Berbers, French Ukrainians … French Catholics, French Jews, French Muslims, French Taoists; French buddhists, French atheists … left-wing French, right-wing French, Far-Right-wing French, there might even be French jihadists or even future French terrorists who you might killed.

The list could go on and on indefinitely. There are even people who are not French because since France is so beautiful, there are always and constantly a portion of our population that’s made up of tourists. That without counting the clandestines, who may not be officially French but who live here so technically you could kill them too. That’s what’s called equality.

When it comes to death, you can target whatever you want, you will hurt all of us. And we understand what you’re attacking. Our values. Simple. The ones that make life here the way it is. Imperfect, granted, with its injustices, that’s true, but there are the values that allow us to live here in the most dignified way as possible.

It’s the country that our fathers, the fathers of our fathers, and the fathers before them chose to live in and for which many before them fought for. And what’s going to happen, at one point or another, is that we’re going to act in solidarity, thanks to you. We’re going to understand that these values are in danger. And we’re going to cherish them even more. Together. That’s called fraternity.

That’s why you can’t win. You will cause deaths, yes. But in the eye of history, you will be nothing but the abject symptoms of a sick ideology. Of course we won’t win either. People will die, for no reason. Others will vote for Le Pen (s), Assad (s) or Putin (s) to get rid of you, and we might lose twice. But you will not win. And the ones who will remain alive will continue to have sex, drink, have dinner together, remember those who die, and have sex again.

06 noviembre 2015

The Daily Tar Heel Revisited


Where’s the fence?
    Senator Jesse Helms once said that the only solution for Chapel Hill was to put a chain link fence around it. He was referring, of course, to the fact that UNC had more commies, gays, civil-rights activists and other subversive elements than the rest of North Carolina combined.
   Well, Jesse need fear no more. A recent poll indicates that UNC freshmen are continuing the steady trend toward the right of the past decade. Just under a fifth felt they were "liberals," compared to 35 percent a decade ago, while one fourth labeled themselves as "conservative".
   The survey also marked the certain demise of college students past preoccupation with sex, drugs and rock 'n' roll. Although no specific reference was made to musical tastes, the disco-beach bop emanating from the likes of Jaspers is a far cry from the decadent beat of the 1960s. Meanwhile, only 38 percent of the sampled freshmen approved of pre-marital sex, a number well below the national average.
    How is one to interpret this conservative shift? Could it be a passion fad, a youthful naivete soon to be discarded in a campus filled with hard-core partiers and English majors? Perhaps not. The survey also indicated the existence of a well-established conservative philosophy: two-thirds of UNC freshmen feel criminals have too many rights while almost half would prohibit homosexual relations. Maybe when they graduate these same people can help Jesse lock us all up for good.
   It is difficult to speculate on the future of Chapel Hill's traditional radicalism or the new conservative swing. Whether this year's freshmen will hold fast to their values or succumb to subversive influences such as the DTH is anyone's bet.
The Daily Tar Heel's editorial on March 26th, 1981.

02 noviembre 2015

Rugby vs fútbol


Por JOHN CARLIN

Uno es aficionado de fútbol por circunstancias de la vida similares a las que conducen a una persona a apasionarse por la política o la religión, principalmente el lugar y los tiempos en los que uno nace y la influencia de la familia o los amigos. La diferencia, como todos sabemos, es que hay más posibilidad de que uno cambie de ideología o de creencia religiosa de que pierda su fe futbolera.
Pero el Mundial de rugby que acaba de ganar en Londres la admirable selección de Nueva Zelanda ha puesto mi antigua fe en duda. La arrastro, inevitablemente, desde que me crie en Buenos Aires junto a un padre fanático del Celtic de Glasgow. Pero después de haberme visto atrapado por la calidad del espectáculo en los campos de rugby de Inglaterra y Gales durante los últimos 40 días, me pregunto, ¿qué pasaría si se borrara el disco duro de mi memoria y empezara a ver el rugby y el fútbol de cero? ¿Por cuál de los dos me inclinaría?
El rugby no es un deporte para tontos. Ni para cobardes, ni para gente que carezca de la más extraordinaria condición física. El desgaste a lo largo de los 80 minutos que dura un partido, especialmente para los delanteros, los gigantes que se baten en los scrums, o las melés, aproxima el límite de las posibilidades humanas. Pero, si aspiran a competir al más alto nivel, tanto los delanteros como los más ligeros y veloces tres cuartos deben poseer también una exquisita habilidad técnica en el manejo de la pelota. Y una panorámica visión de lo que está ocurriendo en el campo incluso en lo que muchas veces parecen ser jugadas en la que reina el más feroz de los caos.La diferencia reside en la intensidad. En el fútbol uno puede especular más, por ejemplo pasándose la pelota en su propio campo de acá para allá con poco riesgo. En el rugby hay más pausas, es cierto, pero cuando la pelota está en juego cada segundo vale. El más mínimo lapso de concentración por parte de cualquiera de los 15 jugadores en el campo puede generar una oportunidad para que el equipo rival puntúe. Los jugadores tendrán pinta de trogloditas, varios de ellos, pero deben estar permanentemente haciendo cálculos que requieren un alto grado de rapidez mental.
Otra cosa que ha demostrado este Mundial es que, pese a lo que siempre había creído, el rugby puede generar grandes sorpresas. Como por ejemplo la victoria de Japón contra Sudáfrica, un resultado equivalente a la victoria de Corea del Norte contra Italia en el mundial de fútbol de 1966. También me ha asombrado la apariencia en el rugby del entretenido debate, eterno en el fútbol, que genera la polémica arbitral: fue gracias a una controvertida decisión del árbitro sudafricano en el último minuto del partido en el que Australia logró la victoria por 35 puntos a 34 contra Escocia en cuartos de final.
Y, en cuanto al viejo tópico de que el rugby es un deporte de hooligans jugado por caballeros y viceversa con el fútbol, aburren un poco los mojigatos que insisten en ello pero hay que reconocer que algo de verdad tienen. Los jugadores de rugby sangran, no fingen, y el respeto que demuestran a los árbitros y a los rivales contrasta gratamente con la cultura quejica en los campos de fútbol. En cuanto a los aficionados de rugby, son el espejo de los jugadores: menos histéricos que los hinchas de fútbol, más generosos a la hora de reconocer los méritos de los equipos rivales. Llamó la atención el apoyo caluroso de la afición inglesa a los Pumas de Argentina en el estadio londinense de Twickenham —¿Falklands? ¿Qué Falklands?— durante la semifinal contra Australia.
Lo razonable, en resumen, sería decantarse por el rugby, aunque para mí sea demasiado tarde. El fútbol seguirá siendo mi deporte número uno. Objetivamente, además, tiene sus ventajas sobre el rugby. Por nombrar solo un par de ellas, es más democrático: los bajitos y los delgados tienen iguales o mayores posibilidades de triunfar que los grandotes; y el arte de Leo Messi no lo supera la gran estrella del rugby neozelandés, el medio apertura Dan Carter, ni de cerca. Sin embargo, este Mundial de rugby recién concluido me ha impactado más de lo esperado. Lamento reconocer que de ahora en adelante no dejaré de vez en cuando de preguntarme si es una pena que no me criara en Nueva Zelanda con un padre que no hubiera sido un loco del Celtic de Glasgow.
El País, 2 de noviembre de 2015