25 diciembre 2014

El gran Forges




22 diciembre 2014

Bar City, antes Sevilla

Por CARLOS COLÓN
Diario de Sevilla, 22 de diciembre de 2014

… el actual Ayuntamiento de Sevilla parece empeñado en culminar la tematización del centro histórico iniciado por la anterior corporación. Sevilla-velador, Sevilla-bar, Sevilla-monumento disecado, Sevilla-tienda de camisetas, Sevilla-franquicia… Sevilla en venta, turísticamente prostituida, torpemente explotada… Donde estuvo la librería Sanz ha abierto otro bar. Se cumple lo que se decía de aquella población que era una ciudad bravía con mil tabernas y una sola librería. ¡Y si por lo menos fueran buenas tabernas antiguas! Pero ni eso: franquicias sin rostro, iguales unas a otras, o negocios montados en dos días que se parecen a esos sórdidos bares que se improvisan en Semana Santa metiendo un mostrador de publicidad y unas sillas plegables en un local vacío. Cuando no aparece un arquitecto amigo que "diseña" uno de esos bares fúnebres de brillante paredes negras, brillante mostrador negro y brillante suelo negro sobre los que destellan unas luces azul eléctrico o rosa rabioso, atendidos por camareros de luto riguroso.

Y lo peor es que esto parece imparable. Disecar una ciudad es tan fácil como hacerlo con un animal muerto. Pero devolverle su vida, activar su economía para que no tenga que venderse convirtiéndose en un parque de atracciones arrasado por el tsunami turístico del que desesperadamente depende, es tan difícil como resucitar al bicho muerto en la mesa del taxidermista.¿Cosas de viejo pesimista? Tal vez. Pero no todos los vecinos hartos y todos los transeúntes agobiados deben ser tan viejos y pesimistas como yo. Que el centro es un casi ininterrumpido bar es una realidad objetiva. Tanto como que donde estuvo la librería de Tomás y Fernando Sanz, fundada en 1880 en Sierpes y después trasladada a la calle Granada en 1975, hay un bar. Otro bar.

03 diciembre 2014

El ombligo de Sevilla


ARTURO PÉREZ-REVERTE
El Semanal - 17/4/2005

María José, la telefonista del hotel Colón, me va a echar una bronca, como suele, en plan: esta vez se ha pasado varios pueblos, don Arturo, de Dos Hermanas a Lebrija, o más lejos, a ver quién le manda a usted meterse con la Sevilla de mi alma. Pero uno debe ser consecuente; y la semana pasada, al socaire de [la película] Matanza cofrade y la parafernalia blasfemo-judicial que arrastra cual bata de cola, se me calentó la tecla y prometí hablar hoy de cultura sevillana. De manera que cumplo, arriesgándome a que me quiten los premios que en esa ciudad me dieron por la cara, a que el director de ABC -allí y en Madrid El Semanal sale con ese diario- se acuerde de mis muertos, a que los amigos dejen de mandarme aceite, y a que Enrique Becerra diga que el cordero con miel o la carrillada de ibérico me los va a poner la madre que me parió. Pero uno tiene derecho a hablar de lo que ama. Y el caso, como dije que diría, es que con la palabra cultura ocurre algo extraño. Cuando la pronuncian, cinco de cada diez sevillanos piensan en la Semana Santa o la Feria de Abril. A lo más que llegan algunos es al barroco de las iglesias. Mi compadre Juan Eslava cuenta lo del turista que va en carruaje por la Alameda, y cuando pasa ante una estatua y pregunta si se trata de un pintor, un escritor, un músico o un poeta, el orgulloso cochero responde: «¡Qué va, hombre! Es Manolo Caracol».

Pese a los esfuerzos, casi suicidas, de heroicos paladines locales por romper la burbuja en que esa ciudad vive ensimismada, el grueso de los esfuerzos culturales sevillanos pasa por el embudo de las cofradías locales, estructura social en torno a la que se ordena la vida pública. El resto es secundario, no interesa. Los museos languidecen, las exposiciones llegan con cuentagotas -y sólo si está Sevilla de por medio-, las librerías cierran, las bibliotecas no existen o se ignoran. Si se tratara de una ciudad donde imperase la modestia, uno creería que ésta se avergüenza de cuanto la hizo hermosa e inmortal. Pero no es modestia sino egoísmo autocomplaciente, indiferencia a cuanto no sea arreglarse el Jueves Santo para salir con la medalla de la cofradía al cuello, a pintarla en la Feria, a tomarse una manzanilla en Las Teresas o en Casa Román, mirando alrededor mientras se piensa, o se dice, que Sevilla es lo más grande del mundo, y qué desgracia la de quienes no nacieron sevillanos.

Siempre que viajo allí me pregunto lo que podría ser esa ciudad si dejara de mirarse en su espejo autista y se abriera al mundo con la cultura como reclamo y bandera. Hablo de la cultura de verdad, no de la caduca soplapollez de diseño que pretenden vendernos políticos y mangantes en busca de la foto y el telediario del día siguiente, o del folklore demagógico y sentimental con el que quienes manejan el cotarro pretenden -y lo consiguen desde hace siglos- llevarse al huerto a la ciudadanía. Hablo de la Sevilla que va más allá de los retablos barrocos en misa de doce, de los bares de tapas, de los pasos de Semana Santa, de la Feria de Abril y los carnets del Betis o del otro, de los apresurados rebaños de chusma guiri que el sevillano necesita tanto como desprecia. ¿Imaginan ustedes parte de la pasta invertida en cofradías y casetas de feria, empleada en hacer de esa ciudad un verdadero polo de atracción, no sólo del turismo, sino de la cultura internacional? ¿Calculan lo que supondría aprovechar el clima, el fascinante escenario, la abrumadora riqueza de palacios, atarazanas, lonjas e iglesias, para proyectar la ciudad hacia el exterior, celebrar conciertos de renombre internacional, organizar ferias y exposiciones que atrajeran a artistas, críticos y público culto de todo el mundo? ¿Imaginan una gestión cosmopolita, lúcida y eficaz, de tanto arte, arquitectura y belleza, con la extraordinaria marca registrada de Sevilla como argumento? Es desolador que una ciudad así no se haya convertido -la ocasión perdida de la Expo se esfumó con los mediocres y los catetos que la gestionaron- en sede anual, bianual, quinquenal o lo que sea, de acontecimientos culturales que pongan su nombre, a la manera de Venecia, Salzburgo, París o Florencia, en la vanguardia de la cultura internacional. En lugar de eso, Sevilla sigue resignada a ser una pequeña ciudad onanista y a veces analfabeta, que no llora por las cenizas perdidas de Murillo, pero sí cuando pasa la Virgen; y que emplea el resto del año en discutir sobre si los arreglos florales de la Esperanza Macarena eran mejores o peores que los de la Esperanza de Triana.