31 enero 2022

Henri Peña-Ruiz. “La bandera actual de España es anticonstitucional. Tiene una cruz”

El catedrático de filosofía francés, hijo de inmigrantes españoles y gran teórico de la laicidad, argumenta que la Constitución dice que ninguna religión debe tener carácter estatal


Por Marc Bassets

El País, 25.03.22

Henri Peña-Ruiz (Le Pré-Saint-Gervais, 72 años), hijo de inmigrantes españoles en Francia, es catedrático de filosofía y republicano. Lo es en un sentido amplio del término: apegado a la República francesa y a la española, cuya bandera ondea en su casa. Es de izquierdas, muy de izquierdas y, de acuerdo con esta tradición, también muy laico. Pero en la izquierda algunos le miran con desconfianza, porque el profesor Peña-Ruiz, autor entre otros libros de Dios y Marianne. Filosofía de la laicidad, cree que hay que aplicar a todos, también al islam, los principios de la laicidad.


PREGUNTA. ¿Qué es la laicidad?


RESPUESTA. Hay que quitarse de la cabeza el prejuicio que dice que la laicidad es antirreligiosa. Es sencillo: las leyes que organizan la coexis­tencia de los ciudadanos no han de depender de una cosmovisión particular. La Unión Soviética era antilaica: un Estado laico no es antirreligioso ni antiateo, sino neutral desde el punto de vista de la opción espiritual. No da privilegios a la religión ni con un reconocimiento oficial ni con dinero. La laicidad reposa sobre tres elementos. Primero, la libertad de conciencia, que no es solo la libertad religiosa. Se trata de la libertad de elegir una opción espiritual, sea la del creyente, el ateo o el agnóstico. Segundo, la igualdad de trato de todas las personas sea cual sea su opción espiritual, lo que debe impedir los privilegios para la Iglesia y para los ateos. Y tercero, la orientación del poder público únicamente por el interés común: no corresponde a un Estado laico financiar lugares de culto, sino lo público, hospitales por ejemplo.


P. ¿España es un Estado laico?


R. Es un híbrido. Hay rasgos evidentes de laicidad. La Constitución de 1978 dice: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Y está muy bien. Pero esto entra en contradicción con las atenciones particulares, reconocidas por la misma Constitución, a la Iglesia católica, diciendo que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”. ¿Por qué no mencionar a los ateos o agnósticos? Además, la bandera actual de España es anticonstitucional. Si el artículo 16 dice que ninguna religión tendrá carácter estatal, ¿por qué la cruz está encima de la corona? Esta bandera pone de relieve el cristianismo. Cuando la Constitución dice que todos los españoles serán reconocidos en igualdad de derechos, lo siento, pero el ateo no tiene los mismos derechos que el cristiano porque no se le reconoce un símbolo particular en la bandera. También se podría hablar de las escuelas concertadas, aunque en esto Francia no puede dar lecciones a España: la ley Debré de 1959 instala la financiación pública de las escuelas religiosas, y esto es antilaico.


P. ¿Qué amenaza hoy a la laicidad en Francia?


R. No me gusta hablar de laicidad francesa. La laicidad es universal, buena para todos los pueblos. El ideal-tipo puro, por hablar como Max Weber, no existe en ninguna parte, pero cada paso hacia este ideal es bueno. La laicidad en Francia tiene dos enemigos. Por una parte, la derecha identitaria, que quisiera restablecer a Francia como “hija mayor de la Iglesia”. Esas personas son laicas solamente contra los musulmanes. Por otra parte, está la transformación del islam en identidad colectiva, que, por ejemplo, impone el velo a la mujer. Hoy incluso hay una parte de la izquierda que no es tan laica como debería. Nadie admite los atentados terroristas, pero hay personas que les ven circunstancias atenuantes, que sienten compasión por estos musulmanes, que serían víctimas del racismo. Yo defiendo que hay racismo cuando se rechaza a las personas, pero no cuando se rechaza a una religión, porque ninguna persona se reduce a su opción espiritual. Si no, significa que solo la versión fanática de la religión es auténtica. Como decía Montaigne, “no hay que confundir la piel con la camisa”.


P. ¿Se siente incomprendido en la izquierda actual en su defensa de la laicidad ante el islamismo?


R. Hasta una época reciente la izquierda estaba de acuerdo con mi punto de vista. Pero ha surgido algo nuevo. Una parte de la extrema izquierda es indulgente con el islamismo. Considera que los inmigrantes y especialmente los inmigrantes de origen musulmán están más explotados, perseguidos y discriminados que los demás. Quizá sea verdad. Pero de esto yo no saco la misma conclusión que ellos, según la cual la laicidad participa de esta persecución. Primero, porque la laicidad impone reglas iguales para todas las religiones. Insisto mucho en recordar lo que hicieron los católicos con la Inquisición, no para relativizar, sino para mostrar que las exigencias que se impusieron a los católicos con la ley de la separación de las iglesias y el Estado deben imponerse a todas las religiones.


P. ¿Usted es creyente? ¿Ateo? ¿Agnóstico?


R. Por convicción laica, me incomoda responder. Le contaré una anécdota. Yo di clases de Filosofía durante 42 años. A veces los alumnos me preguntaban: “Señor Peña-Ruiz, ¿usted cree en Dios o no?”. Yo les contestaba: “No les voy a responder. Pero filosóficamente les explicaré por qué. Primero, es asunto mío, de la misma manera que nunca les preguntaré a ustedes si creen en Dios. El respeto de la esfera privada es un principio de la laicidad. Segundo, mi República francesa no me paga un salario para que exponga mi convicción personal. Estoy aquí para enseñarles a pensar. Un día leeré una página de san Agustín, otro de Marx, pero no significará que soy cristiano ni marxista, sino que quiero darles a conocer pensamientos importantes en la historia humana. Debo ser neutro. Y tercero, no responderé a la pregunta sobre si soy creyente o no, pero estoy muy contento de que me la hagan”. Y los alumnos me decían: “¿Por qué?”. Y les respondía: “Porque significa que nada en mi enseñanza les permite saber si soy creyente o ateo y que, por tanto, he respetado la neutralidad que supone la laicidad”.

La política del nacionalismo español

Por IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA

El País, 25 de enero de 2022

Las izquierdas no parecen haber comprendido la capacidad de influencia de un cambio cultural que impregna la mentalidad de muchos ciudadanos y acaba teniendo consecuencias de todo tipo.

Parece claro que, desde hace años, España atraviesa un cambio cultural importante. La manera de entender la nación española y de sentirse español es distinta a la de las dos primeras décadas de democracia. Los indicios de este cambio están por todas partes. Es difícil ordenarlos o presentarlos sistemáticamente. Tampoco es sencillo reconstruir su génesis y evolución.
Baste observar la proliferación de enseñas nacionales en pulseras, prendas de ropa, mascarillas, collares de perro y balcones; el éxito de novelas históricas y libros de historia sobre el Imperio español y las grandes gestas protagonizadas por españoles a lo largo de los siglos; o la fijación con la Leyenda Negra y el empeño en derrotarla. Ha vuelto, con ropajes nuevos, la idea de que los extranjeros no nos entienden o incluso tienen un prejuicio contra nosotros. El referente originario de la nación española ya no es la Transición, la Guerra de Independencia o las Cortes de Cádiz; ha retrocedido a un pasado más lejano, al Imperio, a Hernán Cortés o a Blas de Lezo. Por eso Pablo Casado dijo aquello de que la Hispanidad “es probablemente la etapa más brillante, no de España, sino del hombre, junto con el Imperio romano” e Isabel Díaz Ayuso afirmó, en crítica abierta a las palabras de el Papa, que el legado de España consistió en “llevar precisamente el español, y a través de las misiones, el catolicismo y, por tanto, la civilización y la libertad al continente americano”. Hay también una reivindicación orgullosa del casticismo español, de nuestras tradiciones y nuestra manera de vivir, que se ven amenazadas por los nacionalismos periféricos y por unas izquierdas que se avergüenzan de ser españolas. Lo español se asocia a una autenticidad vital, frente a una izquierda que quiere cambiar nuestras costumbres (ya sea mediante el lenguaje inclusivo, la dieta sostenible o la defensa de los animales).

Sería una simpleza considerar que nos enfrentamos al españolismo rancio del nacionalcatolicismo. Se trata de un artefacto más complejo y adaptado a los tiempos. De hecho, este nacionalismo incorpora a su núcleo ideológico la España constitucional, que opone a los proyectos de los nacionalismos periféricos, concebidos como antidemocráticos, supremacistas o etnicistas. El supuesto que opera es que sólo España puede constituirse como democracia liberal; el proyecto nacional de catalanes y vascos no puede ser democrático porque se opone a la nación española, que es democrática desde 1978, y porque rompe el principio de que todos los españoles somos iguales. De ahí que Vox tenga la desfachatez de presentarse como un partido “constitucionalista” (pretendiendo prohibir los partidos nacionalistas que ponen en peligro la nación española). Y de ahí también la facilidad con la que los autodenominados “constitucionalistas” que se forjaron en la lucha contra el terrorismo de ETA hayan acabado en posiciones reaccionarias en su centralismo y afirmación de la unicidad de la nación española.

Aunque Vox es su manifestación más espectacular y preocupante, quien mejor ha sabido capitalizar y explotar políticamente este nacionalismo es Isabel Díaz Ayuso. Ha eliminado el componente clasista o elitista de la derecha “pija” y ha conseguido introducir en la defensa de España la libertad popular de salir de bares y la diversión, frente a los “progres”, caricaturizados como cenizos, intervencionistas y paternalistas. La presidenta de la comunidad presenta Madrid como el bastión de los valores liberales frente a las amenazas que se ciernen sobre el país. Madrid, que “es España dentro de España”, se convierte así en la resistencia última a los enemigos de la patria, a la anti-España.

La capacidad succionadora de este nuevo nacionalismo es enorme. No sólo absorbe la Constitución de 1978, sino que quien entra en su marco de valores acaba fijando posiciones en los temas más dispares, el medio ambiente, los derechos civiles, la memoria histórica, el modelo educativo o las medidas sanitarias en la pandemia.

Las izquierdas no parecen haber comprendido del todo la potencia política de este nuevo nacionalismo español. No se trata solo de guerras culturales libradas en las redes sociales y en las tertulias televisivas. Este nacionalismo impregna la mentalidad de muchos ciudadanos y acaba teniendo consecuencias políticas de todo tipo. En este sentido, el análisis de los datos de opinión pública a lo largo del tiempo muestra que ha habido un cambio gradual y muy relevante en la cultura política de los españoles. En los años noventa del siglo pasado, la asociación entre la posición ideológica del ciudadano y su grado de españolismo era más bien débil. Se podía ser de izquierdas y sentirse plenamente español, o ser de derechas y tener una identidad regional o nacional fuerte. Eso ha cambiado notablemente.

El españolismo suele medirse a través de una pregunta de encuesta en la que se pide al entrevistado que declare si se siente solamente español, más español que de su comunidad autónoma, tan español como de su comunidad autónoma, más de la comunidad autónoma que español o sólo de la comunidad autónoma. Pues bien, el análisis de las respuestas ciudadanas a esta pregunta muestra que, con el paso del tiempo, las diferencias ideológicas entre la izquierda y la derecha se han ido acoplando a las diferencias en la identidad nacional. En la actualidad la gente de derechas muestra un españolismo más acusado y al revés. Con otras palabras, es posible adivinar la posición ideológica conociendo la identidad nacional.

Hasta tal punto es así que, si agregamos las opiniones ciudadanas por comunidad autónoma, aparece una fuerte relación entre ideología y españolismo. Cuanto más españolista es un territorio autonómico, mayor ventaja obtiene la derecha sobre la izquierda. Uno de los factores principales que explica la creciente derechización de regiones como Andalucía, Castilla-La Mancha o Madrid es la mutación del españolismo. En la actualidad, la ideología en términos de izquierda/derecha y el nacionalismo español se refuerzan mutuamente, cosa que antes no sucedía, o al menos no sucedía de forma tan clara. La competición política entre las derechas y las izquierdas es hoy también una batalla sobre lo que significa ser español y sobre las razones para sentirse orgulloso de serlo.

Este mayor acoplamiento entre ideología y nacionalismo crece lentamente a lo largo del siglo y estalla con la crisis constitucional catalana en 2017. Al cuestionamiento de la nación española por parte del independentismo catalán sigue una reacción de orgullo herido que culmina con el despegue electoral de Vox, primero en las elecciones andaluzas de 2018 y luego en las dos generales de 2019. A partir de ese momento, se extiende una forma “desacomplejada” de ser español (analizada con maestría por Pablo Batalla en su libro Los nuevos odres del nacionalismo español) que alimenta todas las polémicas culturales que ha protagonizado el Gobierno de coalición. Se nutre del independentismo catalán y el radicalismo ideológico de Unidas Podemos para lanzar su discurso excluyente de defensa de una España en la que no hay sitio para separatistas y comunistas.

Las izquierdas, en mi opinión, no han encontrado un registro adecuado y eficaz para hacer frente a esta ofensiva cultural. Tienen la ventaja de estar en el Gobierno y manejar el presupuesto, pero es difícil saber si una hoja de servicios en condiciones será suficiente para resistir el nuevo nacionalismo de las derechas españolas.

Ignacio Sánchez-Cuenca es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

17 enero 2022

La memoria mejorada: Colorear nuestro pasado para no olvidarlo

Por ÁNGELES OLIVA, eldiario.es 14/01/22
1930, veraneanes en la barra de Perico Chicote en el Bar la Perla de San Sebastián Foto Ricardo Martín /Foto Car Ricardo Martín / Foto Car

15 enero 2022

Cutrespaña


Por CARLOS MARTÍN GAEBLER
Diario de Sevilla, 28 de agosto de 2017

No escribo esta columna para glosar la calidad de vida en España, nuestra alegría vital, nuestro altruismo donante para salvar vidas, nuestra bendita propensión a besarnos y tocarnos; tampoco para reivindicar la riqueza multinacional y plurilingüe del Reino, o para constatar la satisfacción que sentimos cuando, tras una larga estancia en un destino lejano, aterrizamos en Barajas y volvemos a nuestra zona de confort. Hoy, quiero reflexionar, desde el civismo ilustrado, sobre la podredumbre social y ética de nuestro país, y desentrañar los modos y pensamientos del español rancio, del español/español.

Somos un país que no ha sido capaz de mirarse en el espejo de su pasado. Los españoles padecemos una amnesia histórica colectiva. Hay una España a la que las películas sobre la guerra civil le parecen todas tendenciosas, una España que nunca ha condenado el golpe de estado de 1936 (y otra España inmadura que no condena la dictadura venezolana), una España nacionalista que hace alarde de su idea patrimonialista de la patria de todos. Ante este escenario se hace necesaria una nueva transición, una que transite hacia una regeneración de nuestra democracia. Necesitamos reiniciar España.

Señala Manuel Rivas que los españoles tenemos la sensación de vivir empantanados en esa posdictadura que es la corrupción sistémica. Vivimos en un país de corruptos y chorizas impunes que siempre se salen con la suya. Un país que convierte la actividad futbolístico-comercial en Marca España. Luis García Montero suele afirmar que vivimos en un país de chiste, pero sin ninguna gracia.

Nuestra ancestral chulería/picardía va desde el aparco y fumo donde me da la gana hasta preguntar a un cliente si quiere pagar la factura “con IVA o sin IVA” para seguir engordando la economía sumergida. El españolazo gusta de decir coño y cojones (cuando no maricón) cada dos por tres. Durante demasiado tiempo, en lugar de educar en el respeto entre iguales, hemos insistido en educar solo en la tolerancia (se tolera desde una posición de superioridad moral). Y así nos ha ido. Por otro lado, siempre me ha llamado la atención que el castellano no tenga un término propio para el adjetivo inglés “law-abiding” (que cumple las leyes), aunque sí hay innumerables sinónimos de pícaro.

La telebasura que consumen a diario muchos conciudadanos es también responsable de la conformación de esta sociedad maleducada. Ante el tsunami audiovisual, leer hoy en día en España se ha convertido en una heroicidad de minorías. Parece que vivamos en un país compuesto por una clase televidente y otra leyente, a modo de una nueva versión de las dos Españas. A partir de ahora, nuestros adolescentes podrán obtener el título de la ESO con dos asignaturas suspendidas. El listón cultural cada vez más bajo. ¿Les suena de algo?

Este año se cumplen 40 años desde la restauración de la democracia y seguimos sin entendernos. España es un país ingobernable porque es autodestructivo. Un ejemplo de nuestra proverbial aversión al consenso es la incapacidad para reformar la tauromaquia de modo que no sea necesario matar a un toro ante una multitud que ha pasado antes por caja. Se requiere imaginación para dar con la fórmula de torear sin torturar. No creo que ser español sea aplaudir por ver asesinar a un animal después de haber pagado por ello.

Por otra parte, el español/español es poco autocrítico. Un ejemplo: hace unos años, en Irlanda un país mayoritariamente católico como España se constituyó una comisión nacional para sacar a la luz los 30.000 casos documentados de abusos a menores. Si en una población de 12 millones se habían llegado a contabilizar tal número de casos, ¿cuántos abusos sexuales habrá habido en España, un país que casi cuadruplica la población de Irlanda? ¿Ha creado el Estado español una comisión para desenmascarar y condenar a los culpables (aunque muchos de esos crímenes hayan prescrito) y reparar el daño a las víctimas? No. Somos cutres de verdad porque no sabemos limpiar las heridas infectadas de pus de nuestro pasado. Pobre España.

Recientemente el Instituto Elcano ha atribuido la ausencia actual de un partido fascista en España (eufemísticamente lo llaman populismo de derecha) al estilo de los surgidos en varios países occidentales a la debilidad de nuestra identidad nacional, factor este que, a mi entender, nos lastra para vertebrar nuestro país. Mariano Barroso, vicepresidente de la Academia de Cine, sostiene que la ausencia clamorosa de un concepto de “lo colectivo” y del “bien común” nos limita y nos impide crecer como colectividad. Además, el proceso secesionista catalán está impidiendo el ineludible proceso reformista español. Los árboles de un territorio no nos están dejando ver el bosque del resto del Estado. A propósito, ¿no se le ha ocurrido a nadie preguntarse si este dolorosísimo desgarramiento territorial que estamos sufriendo se habría producido de ser España un país cívico, sensato y vertebrado? ¿Es acaso la negativa a contribuir económicamente a la solidaridad interterritorial la única razón que mueve a los secesionistas? Nos convendría formularnos estas preguntas y respondérnoslas.

Si alguien acusa a este heterodoxo de antipatriota por escribir esta amarga columna, entonces no se ha enterado de nada. Escribir es una forma de hacer país. Otra España es posible. cmg2017

12 enero 2022

Casas con muchas cosas

Por IRENE VALLEJO

El País Semanal, 9 de enero de 2022


Esta es una historia de hogares conquistados por acumulación, día a día, sin tregua: espacios invadidos despacio. Un habitante de un país rico puede poseer hoy miles de objetos a lo largo de su vida, desde móviles hasta pañales, ropa de todos los colores y grosores, botecitos de champú birlados en hoteles de varios continentes, regalos arrinconados, deportivas supervivientes de buenos propósitos pretéritos, souvenirs de guardia en estantes abarrotados o ubicuos envases de comida. Cuando nos mudamos, tomamos conciencia de la apabullante cantidad de cosas que amontonamos. Como escribió Baudrillard, los objetos cotidianos proliferan, las necesidades se multiplican, la producción acelera su nacimiento y su muerte. Un tranvía de deseos con fin de trayecto en la basura.


Nuestros ancestros tenían —y tiraban— pocas posesiones. Los pobres vivían hacinados y los poderosos hacían patente su riqueza con otros códigos: tejidos suntuosos, colores caros, perfumes, tiempo libre. Exhi­bían el precio y la rareza de sus propiedades, no su abundancia. Sin embargo, a los antiguos romanos —la primera sociedad de consumo de la historia— ya se les hizo una montaña el problema de los desechos. Literalmente. El monte Testaccio, con 49 metros de altura, es un cerro artificial situado en la urbe formado por más de 30 millones de vasijas rotas que, durante siglos, fueron abandonadas allí. La mayoría eran grandes ánforas de aceite de oliva elaborado en la Bética, en Hispania; el contenido se trasvasaba a otros recipientes más pequeños y, como no era rentable lavarlas y reutilizarlas, las rompían en pedazos y las cubrían con cal para evitar malos olores. Aquella colina romana que vino de España fue una temprana advertencia de la peligrosa escalada de lo sobrante.


En nuestros tiempos, cuando cada europeo se deshace de un promedio de 500 kilos al año y cada estadounidense tres veces más, estamos cambiando la orografía del mundo con auténticas cordilleras de desperdicios: aquí unos Urales de basurales, allá un Everest de vertederos. El consumismo ha creado sorprendentes consignas. Vida desechable fue el título de un artículo publicado en la revista Time en 1955, donde una familia sonriente atiborraba el cubo de su cocina con platos de papel y cubiertos de plástico que “nos robarían más de 40 horas para limpiarlos”. Por aquel entonces las grandes potencias empezaron a enviar sus desechos a países suficientemente pobres como para aceptar un desembarco de despojos. En Los Soprano la mafia se reciclaba en el tráfico ilegal de residuos, la droga que producimos pero no queremos ver. Y, en las sucesivas crisis, nos colonizó la metáfora: trabajo basura, bonos basura, comida basura, televisión basura.


Hace dos décadas, Agnès Varda partió en busca de los disidentes de la vida desechable, y los retrató en su documental Los espigadores y la espigadora. Siguió las huellas de la antiquísima tradición del espigueo, el derecho de niños y mujeres humildes a recoger las espigas de trigo caídas al suelo tras la cosecha. Con su cámara de vídeo, acompañó a quienes recolectan patatas abandonadas en los campos porque son demasiado pequeñas para comercializarlas, o quienes rebuscan entre las sobras caducadas de los supermercados de las ciudades. Gentes que escarban por pobreza, pero también por resistencia a derrochar o por amor al arte. La propia cineasta se revela como una espigadora poética que colecciona retazos de experiencias humanas. Una y otra vez nos muestra tomas de sus manos arrugadas, amarillentas y nudosas como tubérculos rechazados. Quizá crear siempre consistió en hurgar entre los desperdicios, es decir, habitar y recuperar lo antiguo: una historia de segundas vidas.


En este mundo que dilapida en nombre del tanto tienes —y tiras—, tanto vales, nada sale más caro que lo barato desechable. De la Montaña Basura de Fraggle Rock a las montañas de basura de la distópica Wall-E, los cuentos contemporáneos han profetizado las temibles consecuencias de nuestra espiral del despilfarro. Aún es posible frenar la alocada carrera desde el escaparate al vertedero: un sinsentido consentido.