18 abril 2016

Estampas universitarias en la era digital

11.35h. Un día lectivo. A través del pequeño ventanal circular de la puerta del aula se podía contemplar la siguiente escena: unos quince o veinte  alumnos están sentados en las filas traseras mientras la profesora imparte su docencia. Dos parejas de chicas charlan animadamente entre risitas; unos seis o siete alumnos, con el cuello inclinado hacia abajo, wasapean compulsivamente; otro estudiante se divierte con un videojuego de fútbol que tiene abierto en la pantalla de su portátil. Evasión en el aula. El tiempo de ocio se superpone al tiempo de formación sin solución de continuidad. El espacio académico es ahora, para algunos estudiantes universitarios, la prolongación del espacio de diversión. Las omnipresentes pantallas actúan como elementos de distracción. Parece que la predicción de Einstein ha terminado por cumplirse.

En la actualidad, si entra usted en una biblioteca universitaria, comprobará que aproximadamente la mitad de los estudiantes allí sentados están mirando la pantalla de su teléfono. Unos leen prensa deportiva, otros se entretienen con un juego online, algunos arrastran las actualizaciones de su facebook con el dedo, y la mayoría wasapea animadamente con amigos y familiares. La distracción es una tentación irresistible en estos tiempos en los que tanto cuesta mantener la concentración ante tanto estímulo exterior. ¿Salones recreativos 2.0? Muchos estudiantes se ven incapaces de desconectarse del mundo virtual y aplicarse a una tarea intelectual única. (Esta dificultad para la concentración también la observo en las salas de cine donde algunos espectadores ya no pueden mantener la atención para seguir una historia visual durante 90 minutos y chequean su móvil luminoso cada dos por tres.) cmg2016

11 abril 2016

Educación electrónica

Por CARLOS MARTÍN GAEBLER


Hoy en día, cualquiera que tenga en sus manos un dispositivo electrónico de telecomunicación sabe cómo usarlo, tan intuitivos son, pero no existe manual de instrucciones alguno que le enseñe cuándo usarlo y cuándo no. En esta columna reflexiono sobre nuestra forma actual de comunicarnos y relacionarnos socialmente.

Si bien es comprensible el uso simultáneo de sistemas de telecomunicación en momentos de ocio al aire libre, mientras cocinamos o hacemos alguna tarea del hogar, hay otros momentos en los que nuestro interlocutor requiere de nuestra atención en exclusiva, como cuando almorzamos con un amigo o familiar al que hace tiempo que no vemos, cuando ejercemos un trabajo de vigilancia o supervisión, cuando asistimos a una obra de teatro, escuchamos una orquesta de música clásica o prestamos atención a un profesor en el aula. Es una cuestión de respeto. Ultimamente he comprobado que, además de por el lógico y progresivo envejecimiento neuronal, otro de los motivos por los que en la actualidad algunos adultos tienen tanta dificultad para aprender un idioma extranjero es por el déficit atencional que les provoca el estar pendientes de recibir una llamada o un mensaje de texto durante una clase. Esta ansiedad hace que su cerebro esté distraído, falto de la necesaria concentración para asimilar lo que oye o que ve.

Familia empantallada
También está desapareciendo entre muchos jóvenes la capacidad de concentrarse en algo durante un tiempo, y esto los docentes lo percibimos a diario. Muchos usuarios de la red, en su dispersión, no pueden fijar la atención. Algunas nuevas tecnologías producen, de hecho, una pérdida de tiempo pues nos hacen excesivamente dependientes de lo inmediato. Los psicólogos hablan ya de la ansiedad producida por el miedo a perderse algo (MAPA) en el whatsapp o en las redes. ¡Qué difícil nos resulta prescindir del control de nuestro entorno y zafarnos del yugo de la conectividad permanente! Algunos viven enchufados, o empantallados, como diría Elvira Lindo, sin prestar atención a lo que ocurre a su alrededor ni a las personas que les rodean cuando comen o viajan, por ejemplo. Las compañías de telefonía móvil han conseguido finalmente que hayamos aprendido a vivir sin saber esperar y nos han creado la necesidad de consumir productos con los que se lucran.

No prestamos atención a la realidad circundante cuando vamos en el autobús o en el metro, y así no nos vemos impelimos a pensar en la sociedad injusta y defectuosa que nos rodea. Pensar es necesario para construir un mundo mejor. Y cuanto menos pensemos mejor para el poder establecido. Caminamos por la calle distraídos, sin alzar la vista, cual autómatas, absorta nuestra mirada en una minúscula pantallita centelleante de letras animadas en continuo movimiento. Nos sentimos frustrados porque nuestro interlocutor no nos preste la atención que merecemos. Vivimos en la era de la distracción.

Vivimos hipercomunicados a distancia con otras personas, pero desconectados de nosotros mismos. Nos conformamos con una interacción de bajo coste, tanto emocional como lingüística. Predomina la telecomunicación frente a lo que me gusta llamar cercacomunicación. Se chatea o teclea para evitar hablar por teléfono o ver cara a cara mediante videoconferencia.

¡PARE DE TECLEAR!
A su vez, esta sobreutilización de las tecnologías de la telecomunicación ha producido una evidente degradación de muchos oficios. A diario vemos cómo, por ejemplo, socorristas, vigilantes, conductores de autobuses, ambulancias o taxis, policías de patrulla, obreros de la construcción, dependientes de tiendas, cuidadores de ancianos, enfermeros, médicos, etc. no tienen reparo en mantener teleconversaciones textuales privadas con amigos o familiares durante su horario laboral o mientras conducen un vehículo. Parece haberse perdido también la paciencia contemplativa, fenómeno este que se observa sobre todo en museos, en exposiciones o en cines.

Quienes me conocen saben que no soy ningún tecnólogo, pues me sirvo a diario de las tecnologías de la telecomunicación, tanto en mi vida personal como profesional. Pero no me considero un esclavo de las mismas. Afortunadamente, vivo el día a día desenchufado y con la mirada atenta a lo que ocurre a mi alrededor y a las personas que me rodean. No considero la tecnología como la panacea para resolverlo todo, como ocurría en la pesadilla orwelliana.

Precisamos buenos modales tecnológicos para hacer frente a esta nomofobia (pánico a quedarse sin móvil). Un ejemplo ha sido la reciente conversión de algunos vagones del AVE en espacios silenciosos o la prohibición de conducir hablando o tecleando por el móvil. Estos días se publican libros sobre la dieta digital para no caer en excesos tecnológicos o vídeos que nos animan a levantar la mirada del teléfono móvil para apreciar la realidad circundante. 

Luis Aragonés le espetó un día al jugador Sergio Ramos en un entrenamiento de La Roja:“¡Haga usted el favor de dejar el móvil de los cojones y hable con sus compañeros!” La telecomunicación ha llegado para quedarse, de acuerdo, pero, ¿le estamos dando el mejor de los usos? ¿Tendrá algo que ver la desaparición de la asignatura Educación para la Ciudadanía con este no saber estar de algunos? ¿Quién nos educa para no abusar de la tecnología? cmg2014

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10 abril 2016

De aquellos barros, estos lodos

Sostengo la teoría de que la prevalencia de las prácticas corruptas entre los españoles es (también) atribuible a la impunidad que gozaba cualquier arbitrariedad cometida durante la dictadura franquista. Durante cuatro décadas muchos, sabiéndose impunes, interiorizaron que el que la hace NO la paga, y esta premisa se fue incorporando sutilmente al subconsciente colectivo hasta llegar a nuestros días. Evidentemente, esta conducta, ya endémica, no es privativa de las personas de derechas o de los herederos sociológicos del franquismo, sino que afecta también a personas que se califican de progresistas, para las que el fin justifica los medios. Y, si no, remitámonos a la realidad circundante de nuestro país, salpicada de casos de corrupción por doquier. Ahora se demuestra que fue un error olvidar, mirar para otro lado y no depurar responsabilidades cuando se inició la Transición a esta democracia frágil y endeble. De aquellos barros, estos lodos. cmg2015

03 abril 2016

Clasicismo y radicalidad en Mapplethorpe

La obra de Mapplethorpe no ha envejecido en absoluto; sus fotos mantienen ese control clásico sobre el medio y una radicalidad en los temas

Ultrasexo, por ESTRELLA DE DIEGO

Con frecuencia captaba la propia imagen de chico sexy y guapo, de látigos y braguetas, de rompimientos y suturas; de fotos brutales y bellísimas; de cuerpos escultura afroamericanos y contracultura leather… Miraba desafiante a la cámara —lo había hecho su amigo Warhol— maquillado o con pajarita, listo para una gala benéfica; en poses sadomasoquistas, con chaqueta de cuero y puñal en la mano; guerrillero, travestido, manteniendo a la muerte a raya… Formas rigurosas y poses calculadas —un autorretrato de Durero—; imágenes paradójicas e intensas, sexuales en cada gesto, con esa ultrasexualidad de la década de los ochenta en que todo valía, o valía al menos un rato: lo que durara la canción o la raya.

Quién sabe si esa paradoja que salpica la obra de Robert Mapplethorpe es precisamente lo que hace de su trabajo uno de los más especiales de aquella época tan llena de fotografías —el que mejor ha envejecido—. Es más, ante su obra —presentada en el Lacma (Los Angeles County Museum) y el Museo Paul Getty de la misma ciudad hasta el verano— el espectador tiene la sensación nítida de estar frente a una propuesta artística que no ha envejecido en absoluto: las instantáneas del artista estadounidense, fallecido de sida en 1989, con poco más de 40 años —en plena crisis de la enfermedad—, siguen manteniendo esa mezcla inesperada de control clásico sobre el medio —a ratos casi conservador en el modo de iluminar, la sintaxis fotográfica, el uso del blanco y negro…— y una poderosa radicalidad en los temas tratados.

De hecho, sus imágenes, a menudo muy explícitas, hablan de un deseo poco convencional donde el sadomasoquismo se mezcla con el homoerotismo —a ratos dulce como el famoso abrazo de los dos jóvenes vestidos con una corona y a ratos brutal como el cuerpo afroamericano sin rostro, elegantemente trajeado, de cuyos pantalones emerge indiscreto el pene—; la sexualidad alternativa y desgarrada de su amiga Patty Smith; andrógina en el caso de la body builder Lisa Lyon; o descarada en el delicioso retrato de la ancianita Louise Bourgeois, quien lleva uno de sus falos bajo el brazo a modo de inocente barra de pan.

La contradicción prodigiosa de Mapplerthorpe es la que las dos exposiciones de Los Ángeles han sido capaces de recuperar —desvelar, se diría—, junto a otros materiales extraordinarios de su abultado archivo — más de 3.000 polaroyds, 120.000 negativos, correspondencia…—, adquirido a medias por ambos museos en 2011. Quién sabe si fue su paradoja entre clasicismo y radicalidad lo que hizo del artista uno de los más controvertidos del momento, más allá del miedo colectivo al sida en una época en la cual se asociaba de forma directa a la comunidad gay que él explicitaba sin tapujos.

Visto el conjunto de las deslumbrantes imágenes años después se admira la elegancia del fotógrafo casi tanto como su desenvoltura a la hora de tratar los juegos en los márgenes. Asombran, sobre todo, esas formas desimplicadas, convertido el deseo alternativo de látigos y cueros en un ejercicio de estilo también, cargado no obstante de un eficaz mensaje político que, pienso ahora, quizás hubiera sido menos firme caso de haber presentado las imágenes una menor perfección estética. ¿Puede acaso el arte político ser bello? Mirando la obra de Mapplerthorpe, la respuesta afirmativa está clara. A lo mejor por eso clausuraron la muestra póstuma en la Corcoran Gallery y no por la supuesta ofensa a la moral pública: las fotos insolentes eran demasiado perfectas. Para los censores el chico guapo y su estética refinada y clásica no deberían haberse convertido jamás en los narradores del ultrasexo en los ochenta. Y, sin embargo, nadie lo relató como él. •
Babelia, 1 de abril de 2016.