17 diciembre 2010

Mi prima María era un sol

El País, domingo 31 de enero de 2010

27 noviembre 2010

Mi amiga Chris

Mi amiga Chris

Yo tengo una amiga
Una amiga de verdad,
De esas que se tienen pocas
Por escasa cantidad.
Igual trabaja con títeres
Que le da por la rama gramatical.

Casi no se le entiende
Por su acento natural,
Y con acento sevillano
Es doble dificultad.
Pero yo sí que la entiendo
Porque soy de similar nacionalidad.

Coro:
Y te diré
Que muchas amigas tendré,
Pero como Chris, no.
Y nunca olvidaré,
Como si fuera ayer,
Todo lo que has hecho tú por mí.

Tiene más de medio siglo,
Pero sin aparentar,
Y rtiene un piso nuevo
Que se acaba de comprar.
Y compadezco a tu chico,
Que no veas tú lo que tiene pa' aguantar.

Y yo te digo, Chris,
Que he llegado a la conclusión
De que tengo una amiga
De primera división,
Y te deseo que tu chico
Esta noche te dé un buen revolcón...

Coro:
Y te diré
Que muchas amigas tendré,
Pero como Chris, no.
Y nunca olvidaré,
Como si fuera ayer,
Todo lo que has hecho tú por mí.
Todo lo que has hecho tú por mí.

(Música y letra: Emilio)

22 noviembre 2010

Adoro (la letra de mi madre)

Letra de la canción Adoro, del compositor y cantante mejicano Armando Manzanero, transcrita a mano por mi madre en el reverso de una cuartilla de almanaque en agosto de 1968.

17 noviembre 2010

La construccion cultural del fascismo

Belén Esteban encarna, en la época de la televisión, al populismo fascistoide: no representa y da voz a las clases populares, las enardece para que sigan calladas. No suple el silencio del pueblo, al contrario, lo alimenta

JOSEP RAMONEDA
El País, 17/11/2010

El biopic de Belén Esteban que presentó Telecinco empezaba intercalando planos de momentos estelares de la vida de la protagonista y de episodios de agitación de masas de Eva Perón. En el contexto de exaltación hiperbólica de la figura de la homenajeada, la primera reacción era pensar en una exageración más, en otra pasada de frenada en la mitificación de la llamada princesa del pueblo. Sin embargo, intencionadamente o no, la comparación daba mucho de sí.

Por un lado, insinuaba que el plató de televisión ha venido a sustituir a las grandes explanadas para la concentración de masas, como lugar propio de la demagogia populista. Y en este sentido podría parecer tranquilizador: mejor que las masas deslumbradas por la estrella estén apaciblemente sentadas en el sofá de su casa y no codo a codo en la calle, dispuestas a lo que manden. Sin embargo, la comparación nos llevaba inevitablemente a pensar que el realizador veía en Belén Esteban un potencial fenómeno político de masas. Lo cual venía corroborado por el hecho insólito de que Telecinco difundiera una encuesta de opinión en la que Belén Esteban aparecía como contrincante de los distintos partidos políticos del arco parlamentario español.

Conocida la naturaleza del peronismo, sabiendo lo muy roída que está la democracia argentina por no haberse liberado nunca de este fenómeno populista, me pregunté si el director del documental quería curarse en salud y nos advertía de que lo que venía a continuación era un fenómeno típico de la construcción cultural del populismo fascista.

Ciertamente, Fermín Bouza explicaba muy bien el éxito de Belén Esteban como eco de las conversaciones de pueblo, o de escalera de vecinos, que en la cultura urbana actual tienden a perderse. Vivimos tiempos de individualización creciente y de desocialización avanzada: que los "famosos" publiciten, o aparenten publicitar, su vida privada, satisface las pulsiones voyeuristas de parte de la población.

Pero el caso de Belén Esteban parte de aquí y va algo más allá: por la continuidad del relato y por el papel de heroína que le han hecho asumir. El argumento de la construcción de la princesa del pueblo es tan simple como las expresiones que le han hecho famosa: mujer pobre que alcanza, por amor, un sitio en las élites de este mundo a través de un torero de renombre, y que es maltratada y expulsada por un poder de clase y masculino, que no soporta a una chica del pueblo que sigue fiel a los suyos hasta el último momento, y en especial a su hija, para la que está dispuesta incluso a matar.

Como toda construcción de un mito mediático, tiene evidentemente sus secretos. Y en este caso hay uno principal, que no puede pasar desapercibido, pero que en un ejercicio de amnesia voluntaria, compartido por el público y por el coro de figurantes que vive de esta historia, se convierte en tabú. Lo podemos formular en forma de pregunta: ¿por qué la imagen física de Belén Esteban se deteriora tanto a pesar de la cirugía estética aplicada? Responder a esta pregunta probablemente acabaría con el mito y, por tanto, con todo el dinero que circula a su alrededor. Se trata, por tanto, de convertir los hechos -las operaciones- en acontecimientos, sin ahondar nunca en las causas. Todo personaje hiperexpuesto al público corre riesgos: el día que la gente se pregunte por qué la operaron será el principio del fin de Belén Esteban. Querrá decir que el público se habrá quitado la venda de los ojos, que la pose de gritona mujer indignada habrá acabado su recorrido. Todo cansa en el mundo de la televisión.

La estructura narrativa de la historia del personaje es, por tanto, simple y responde a un patrón perfectamente conocido: la humilde víctima de una familia poderosa convertida en heroína popular. El personaje es de una transparencia meridiana: vista una vez, vista siempre. Sus recursos: gritar, llorar, gesticular, indignarse, hacer de la ordinariez hortera un estilo, se repiten en una espiral inacabable. Cuantos más chillidos, más entusiasmo. Se conoce el poder de la simplicidad y de la repetición. La eterna repetición de lo mismo es una vieja técnica de seducción colectiva. Y sobre ella se funda tanto el personaje Belén Esteban como el cuento construido sobre su biografía.

Mi interés iba decayendo por momentos cuando una idea que pronunció Cristian Salmon me sacó de la modorra: esta mujer no suple el silencio de las clases populares, al contrario, lo alimenta. He aquí una definición del populismo fascistoide en la época de la televisión. No se trata de dar la voz a las clases populares, se trata de enardecerlas para que sigan calladas. Para que cedan su palabra al agitador que promete representarlas. Un medio frío, como la televisión, parece garantizar que la abducción de las mentes no tenga consecuencias mayores en la calle: fascismo de sala de estar más cultural que político.

El repertorio básico de la cultura fascista está condensado en la frase estrella de Belén Esteban: "Yo, por mi hija, ma-to", mil y una veces repetida por ella y coreada por sus admiradores, los de verdad, y los que viven del cuento. No hay complejidad. Todo es simple. Un problema, una respuesta. Me tocan a mi hija, mató. La muerte y la sangre: la muerte legitimada por la sangre. Por mi hija mato, por mi patria mato. Pura sonoridad fascistoide.

El esquema de esta frase es el que utiliza Belén Esteban cada vez que descalifica a los políticos y que asegura que ella tendría solución para todo. No conocen al pueblo, solo piensan en ellos, en vez de soluciones nos crean problemas, yo tengo respuesta para todo... Y por mi hija mato. Da grima. La proximidad de la cámara subraya la furia a través de un rostro desencajado. La secuencia se repite una y otra vez, venga o no a cuento. Cuanto más la repita más aplausos arrancará, más subirá la temperatura. Los distintos estratos del coro la repiten con ella: en el plató, en la prensa, en la calle. La estructura del "Por mi hija mato" es del mismo tipo de "por los míos hago lo que haga falta", "los inmigrantes fuera", o "eso se acaba metiéndoles en la cárcel".

Desprecio a las élites, desprecio a las leyes, desprecio a las instituciones: la solución es el pueblo en estado puro que ella pretende representar. Apoteosis de la ignorancia convertida en virtud.

Belén Esteban ha encontrado el medio y el momento adecuado para alcanzar cuotas de reconocimiento con las que, probablemente, nunca había soñado. Hoy, probablemente, ya no es ni siquiera dueña de un destino que le sobrepasa y que cambiará bruscamente el día en que deje de funcionar como máquina de hacer dinero. Es la lógica de la mercancía mediática. Los mismos que la han encumbrado, la tirarán cuando no dé dinero. Hoy, ya es solo una mercancía, que su pueblo consume. Y consumir es el modo de instalarse en el silencio.

Pero el éxito de Belén Esteban hay que mirarlo en doble dirección: los peligros de un discurso que extiende todos los tópicos antipolíticos y antidemocráticos; el estado de unos sectores de la sociedad que se sienten completamente desatendidos por la política, que buscan contacto, roce, espacio compartido: es decir, los espacios comunitarios perdidos. Para muchos de ellos el encuentro en la tele con Belén Esteban es, para así decirlo, el momento del reconocimiento: al identificarse con ella se sienten alguien en este mundo. Sin otra exigencia que aplaudir y sentirse solidaria coreando el perverso mensaje: "Yo, por mi hija, ma-to". El éxito de Belén Esteban es una crítica a los que dirigen las instituciones democráticas, que cada vez dejan más espacios fuera de la representación y del reconocimiento. Belén Esteban es la mercancía con la que algunos avispados han intentado ocupar un espacio que además puede ser negocio. Hipotecándose en esta mercancía, estos ciudadanos, que ella llama pueblo, se convierten en turba virtual. Carne de aplauso, ¿quién les devolverá la palabra?

14 noviembre 2010

A Dios no le gustan las novelas

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS

El País, 12/11/2010

Mala noticia para la civilización: las religiones del Libro ya no saben leer. Confunden autor y personaje y parecen incapaces de captar la ironía. Los mismos que piden que no se lean literalmente la Biblia ni el Corán toman ficción por realidad cuando se enfrentan a la literatura. Por más que Umberto Eco haya dicho que el protagonista de El cementerio de Praga es "el hombre más odioso del mundo", los ortodoxos temen que sus lectores simpaticen con su antisemitismo. Ni los libros sagrados son tan maniqueos.
En su Historia de la fealdad el propio Eco explica que hay ocasiones en que es imposible transformar la deformidad en objeto de placer y hay que comprenderla como drama humano. Lo mismo valdría para el odio. Lo banal no es el mal sino los malos. Todos podríamos ser verdugos. De eso tratan muchas ficciones. El escritor italiano, que se doctoró con una tesis sobre Santo Tomás, sabe que mucha gente piensa que las novelas bromean sobre las cosas serias. Por eso, en El nombre de la rosa, un libro sobre la risa provocaba la muerte.
Enternece que los inquisidores, como los dictadores, sean los únicos que se preocupan por la literatura. Sus malas críticas multiplican las ventas. Aunque el judaísmo y el cristianismo han desterrado a sus jomeinis, en 1989, días después de la fatwa contra Rushdie, L'Osservatore Romano se solidarizó con aquellos "heridos" por Los versos satánicos "en su dignidad de creyentes". Así pues, poca broma.

24 octubre 2010

Ciberprogreso, mito creciente

Por MARGARITA RIVIERE
Un potente mito crece, sin darnos cuenta, ante nuestros ojos: la tecnología aparece cada vez más como sinónimo de inteligencia, de progreso y de panacea capaz de solucionar todos nuestros problemas. ¿En qué consiste ya esa "sociedad del conocimiento" salvo en equiparar a un niño que maneja un ordenador con un sabio y en establecer que un adulto que se mueve entre Facebook y Twitter pertenece a una clase social con oportunidades infinitas de prestigio y consideración mientras quien no acepta estas premisas es excluido del futuro colectivo?
Es obvio que ordenadores, móviles y toda la panoplia de instrumentos digitales que se utilizan en medicina, automovilismo y en las industrias imprescindibles para mejorar la vida humana son parte decisiva en el progreso humano. Quede claro. Quien esto escribe no está en contra de la tecnología per se porque sería una estupidez. Hay que aclararlo: parte del mito tecnológico se construye contra los diplodocus que se atreven a levantar la voz advirtiendo de los cambios sociales que toda innovación tecnológica conlleva.
Umberto Eco me dijo hace más de 10 años que "el exceso de información cambia nuestra cabeza". La avalancha tecnológica ya se percibía entonces y Eco pronosticaba que se transformaría en "naturaleza". Eso es lo que ha sucedido: la tecnología es ya nuestro hábitat hegemónico y el dulce dictador de lo socialmente correcto.
Datos recientes del Instituto Nacional de Estadística aseguran que a los 10 años un 78% de los niños españoles navega por Internet y el 68% de los de 12 años tiene móvil. Nadie dice qué hacen esos niños con el móvil o Internet. Son nativos digitales, generaciones aptas para que el cibermito presuma de avance: cierto, para según qué manejos, como cambiar la melodía del móvil o controlar un DVD, los hijos enseñan a los padres. De lo cual, este mito de la maravilla digital, saca la conclusión -precipitada- de que las generaciones anteriores y una mayoría de adultos no pueden enseñar nada a sus hijos y hay que prescindir de sus reticencias ante el monopolio del progreso que exhibe lo tecnológico.
La tecnología requiere -nadie discute hoy su poder y atractivo- individuos entregados, gente que prefiera el ciberespacio a la vida real. Los 500 millones de usuarios que reivindica Facebook, los millones de compradores de iPad, e-book y demás gadgets de "lo último de lo último" de la industria digital, son una realidad que confirma el poder de las TICs. No vamos a discutir eso a estas alturas: mucha gente, fascinada como todos, quiere jugar.
El programa Escuela 2.0, ahora en vigor en España con desigual aplicación, es una iniciativa del Gobierno dedicada a dotar con portátiles a 400.000 estudiantes, instruir a 20.000 profesores y digitalizar no menos de 14.400 aulas. Excelente idea, cuyo desarrollo precipitado e improvisación -¿nos encontramos ante un "profesorado envejecido" como asegura el responsable del máster de formación del profesorado de la Complutense de Madrid?, ¿a partir de qué se considera envejecido a un profesor?- no ha hecho sino fomentar el mito en su forma más brutal: niño + ordenador = sabio. ¿Serán estos pequeños monstruos digitales la crema de la sociedad del conocimiento del siglo XXI? ¿Excluirá esta cibercultura todo lo demás? ¿Serán estos sabios grandes ignorantes de lo que hasta ahora se ha entendido como patrimonio civilizatorio?
Siempre pongo un ejemplo ante este tipo de incógnitas: ¿quién sabe hoy coser, que era un saber común en las culturas anteriores y un patrimonio civilizador de importancia decisiva? Me temo que a pocos preocupa que estas habilidades desaparezcan: hoy cosen robots y la ropa es de usar y tirar. Eso sí, mucha más gente tiene acceso a un vestido digno, si no, no existiría un fenómeno como Inditex. Y ahí está la madre del cordero: el mito tecnológico, religión contemporánea con millones de seguidores, es más un fenómeno comercial que inteligente.
Estamos en la época del hombre centauro -mitad máquina, mitad persona- como dice Paolo Fabbri. Y la industria de las cibermáquinas tiene todas las de ganar, pone todas las condiciones -véase la devaluación de la propiedad intelectual- en cuanto a los contenidos que transmiten. Una de las condiciones imprescindibles es que la máquina entretenga. No se trata de aprender, sino de pasar el rato.
El mito permite el control de los individuos por métodos muy sofisticados -en Francia llevan tiempo trabajando sobre el "derecho al olvido digital"- y promueve la educación de un ciberindividuo de perfil estremecedor por su analfabetismo sobre la vida no virtual. Pero eso no se discute, simplemente se acata.
Margarita Rivière es periodista y escritora.
El País, 24 de octubre de 2010.

24 septiembre 2010

No volveré a ser joven_Gil de Biedma

No volveré a ser joven

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

"Poemas póstumos" 1968

Miguel Poveda con su voz y Gustavo Llull al piano recrean el poema de Jaime Gil de Biedma, con música de Miguel Poveda y Agustí Fernández. 4 de noviembre de 2006. Teatro Atrium. Viladecans (Barcelona):

22 septiembre 2010

Pederastia clerical

El relativismo de la Iglesia ante los abusos de menores escandaliza y ultraja a las víctimas

El País, 22/09/2010

El papa Benedicto XVI ha lamentado durante su reciente viaje al Reino Unido que la Iglesia no haya sido "suficientemente vigilante, veloz y decidida" para atajar los numerosos casos de abusos sexuales de menores por parte de miembros de clero. Bienvenido sea ese reconocimiento, aunque llegue demasiado tarde y ya no tenga efecto alguno sobre unos hechos abominables que han dejado un reguero de víctimas inocentes y de familias destrozadas.

Lo que cabría esperar de la Iglesia es que esa falta de contundencia fuera cosa del pasado y que no se perpetuara en el presente: admitiendo que los abusos sexuales de menores no son simples errores o pecados que la Iglesia puede perdonar sino graves delitos que deben ser perseguidos por la justicia y cuyos autores merecen ser castigados. Solo desde esa perspectiva puede confiarse en que su promesa de que "en el futuro seremos más sinceros y transparentes" va más allá de la retórica.

En el escándalo de pederastia que afecta a la Iglesia belga, como antes a la de Estados Unidos e Irlanda, la actitud de la jerarquía católica ha sido su encubrimiento sistemático y, cuando ha sido imposible su ocultamiento, la estrategia ha consistido en excusar este tipo de conductas y despojarlas de su gravísima dimensión delictiva. Se trata de la misma jerarquía que clama contra el relativismo moral que, a su juicio, caracteriza a la sociedad moderna y que, entre otros males, provoca la destrucción de la familia. Pero, ¿qué mayor relativismo moral que el de la Iglesia católica, restando gravedad a los abusos sexuales a menores en su seno y qué mayor destrucción de la familia que la agresión sexual a sus miembros más débiles? Ese relativismo moral explica la actitud ambigua de la Iglesia belga ante los padecimientos infligidos durante décadas por decenas de religiosos a cientos de niños y adolescentes en parroquias, centros educativos e instituciones de acogida: un vago mea culpa que no es ni siquiera una condena moral y que queda lejos de la justicia y de la reparación debidas a las víctimas y a la sociedad.

Los abusos sexuales de menores son delitos comunes perseguibles ante los tribunales de justicia y frente a los que no caben jurisdicciones canónicas ni inmunidades vaticanas. La justicia belga ha decidido investigar y lo que se espera de la jerarquía católica es que colabore en la investigación del delito y la identificación de los autores. Con todas las garantías de la ley, pero sin privilegios ni componendas.

19 agosto 2010

Tranquilos: el pecado no es delito

La experiencia franquista acostumbró a la Iglesia a fijar su moral en la ley. El aborto es el último campo de batalla entre Estado de derecho y religión.

JUAN G. BEDOYA

El País, 24/04/2009

Acostumbrada a contar los años desde la fecha -incierta- del nacimiento de su fundador Jesús, la jerarquía del catolicismo intenta imponer su concepto de familia, matrimonio, filosofía, ciencia y la vida misma. ¿Hacen política los obispos cuando reclaman, además, que el Gobierno legisle siempre de acuerdo con el evangelio cristiano? El cardenal Antonio María Rouco dijo el lunes que eso "no es hacer política en el sentido estricto de la palabra". Añadió: "Se trata de procurar por medios legítimos el reconocimiento efectivo de aquellos valores éticos que trascienden y preceden la misma acción política". La tesis de Rouco es que hay "principios prepolíticos", de obligado cumplimiento. ¿Quién los proclama? Por supuesto, la Iglesia católica. Hasta el Concilio Vaticano II, el Papa, pontífice máximo, se consideraba "autoridad universal y omnicompetente"

Los obispos actuaron en España como tal hasta 1977. No hubo aspecto de la vida cotidiana en que no impusieran su dictamen, por cortesía del dictador Francisco Franco. El articulado de la ley concordataria con esas prerrogativas se publicó en el BOE en 1953 con este encabezamiento: "En el nombre de la Santísima Trinidad". Un artículo definía a la Iglesia de Roma como "sociedad perfecta".

Otro cantar es el empeño eclesiástico de transformar en delito lo que ellos consideran pecado. La ministra de Igualdad, Bibiana Aído, se lo advirtió anteayer a Rouco, horas después de que el prelado de Madrid proclamase que el aborto voluntario ensucia la democracia. "A la Iglesia le corresponde decir qué es pecado, no qué es delito", dijo.

Así lo ha manifestado el Tribunal Constitucional, en sentencia que recuerda Dionisio Llamazares, ex director general de Asuntos Religiosos y catedrático emérito de Derecho Eclesiástico del Estado en la Complutense de Madrid. "La Constitución impide que los valores o intereses religiosos se erijan en parámetros para medir la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes públicos. Es lo que inexorablemente se produce cuando se identifican delito y pecado", afirma.

Los obispos están acostumbrados a intervenir en la vida de los españoles. Viene de antiguo, pero también de anteayer. Llamazares recuerda una cita que "escuece como sal en carne viva". Se refiere a la Ley de Principios del Movimiento Nacional, vigente hasta 1976: Dice su artículo dos: "La nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la ley de Dios, según la doctrina de la Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación".

Aquella férrea coalición entre la sala de guardia y la sacristía duró 40 años. Cuando se produjo algo parecido en Francia, con Napoleón III, el gran teólogo Felicité R. de Lamennais sentenció: "Un prostíbulo bendecido por los obispos". Ante estas perlas, los libros penitenciales de los siglos IX y X le parecen a Llamazares "meros precedentes de identificación de pecado público y delito". "Mucho me temo que ese modelo siga siendo el oscuro objeto del deseo de los obispos", sentencia.

El primer pecado que los obispos lograron transformar en delito fue el adulterio de las vírgenes consagradas. Hasta entonces -incluso después del emperador Constantino, cuando el Imperio Romano comenzó a transformarse en Imperio Cristiano-, los seguidores de Cristo se regían por el derecho romano. Ecclesia vivit lege romana (la Iglesia vive con la ley romana) fue un principio repetido por los padres de la Iglesia, subraya Ramón Teja, catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Cantabria y presidente de la Sociedad de Ciencias de las Religiones.

El historiador cántabro relata cómo la ley romana empezó a entrar en conflicto con algunos principios evangélicos en temas de sexo y moral matrimonial. Afirma: "La postura de los líderes cristianos no fue la de cambiar la legislación civil imperante, sino exhortar a los cristianos a que se atuviesen a las normas cristianas cuando éstas entraban en conflicto con las romanas: así san Jerónimo, a finales del siglo IV, sentaba el principio: Aliae sunt leges Caesaris, aliae Christi; aliud Papinianus, aliud Paulus noster praecepit (Unas son las leyes del César, otras las de Cristo, una cosa ordena Papiniano, otra nuestro Pablo). Fue san Agustín quien con mayor insistencia abordó las diferencias entre los iura fori y los iura caeli (derecho del mundo y derecho del cielo).

Las cosas cambiaron cuando los antiguos perseguidos se convirtieron en perseguidores, tras la conversión del emperador Constantino. La Iglesia se sintió entonces fuerte para imponer al Estado sus normas éticas y morales, hasta terminar por transformar al derecho romano en derecho canónico. "El primer paso se dio con el intento de prohibir el matrimonio a las vírgenes consagradas. Partiendo de la consideración de que eran sponsa Christi (esposa de Cristo), se sentaron las premisas para que la condición de pecado, es decir, la ruptura de la fidelidad inherente a la promesa de virginidad, se convirtiese en delito, es decir, un adulterio castigable con las leyes del derecho romano contra el adulterio de la mujer -"mucho más duras que las aplicables al adulterio del hombre", relata Teja-. Así se inició el camino que culminará en el derecho medieval de Occidente (el derecho canónico), donde la Iglesia es considerada la única con capacidad para legislar sobre ética sexual y matrimonio".

Esa ambición legislativa la subraya el profesor Enrique Gimbernat, catedrático de Derecho Penal en la Universidad Complutense. Afirma: "Las religiones, especialmente las monoteístas, siempre han querido reforzar las prohibiciones de sus morales particulares -cuya infracción constituiría un pecado-, no dilatando el castigo por esas conductas pecaminosas a las penas del infierno, sino tratando de que ya aquí, en la vida terrenal, sean reprimidas por el Poder estatal secular. En un pasado remoto, la religión católica consiguió que las condenas dictadas por el tribunal eclesiástico de la Inquisición por los delitos de herejía, de sodomía o de brujería (fornicación con los demonios) fueran ejecutadas por el poder civil, quemando vivos a los que habían cometido tales pecados-delito; en un pasado reciente, esos esfuerzos eclesiásticos alcanzaron su objetivo, durante la dictadura franquista nacionalcatólica, con la prohibición civil del divorcio y la penal del adulterio, de la propaganda y venta de procedimientos o instrumentos anticonceptivos, de la homosexualidad entre adultos o de la difusión de textos o imágenes pornográficas; y en el presente, esa equiparación entre pecado y delito todavía existe en los Estados musulmanes integristas donde se lapida a las adúlteras y se encarcela a los homosexuales".

La última ejecución por herejía en España se produjo en 1826, cuando un maestro de escuela fue ahorcado porque en los rezos escolares reemplazó la palabra "avemaría" por "loado sea Dios". La presión del poder eclesiástico sobre el civil en la persecución de herejes era incontenible, con métodos de interrogatorio terribles. "Si todos no nos hemos confesado brujas, es únicamente porque no todos hemos sido torturados. Vivimos en tiempos tan difíciles que es peligroso hablar, pero también guardar silencio", escribió Juan Luis Vives.

Los eclesiásticos siguen apegados al principio de cuius regio, eius religio, es decir, la obligación del ciudadano de practicar la religión de su rey. Se acordó para acabar con las terribles guerras de religión entre príncipes luteranos y príncipes católicos. Ahí se pusieron los cimientos de lo que se conoce como la "religión de Estado".

España conoce bien las consecuencias de ese principio, con la imagen aún fresca de los obispos procesionando bajo palio a un caudillo militar que ganó para ellos una incivil guerra de exterminio consagrada por Roma como "cruzada cristiana". De entonces permanece la idea episcopal de que, como todos los españoles son católicos, el Estado debe cargar con el sostenimiento de esa confesión. Lo hace hoy con más de 4.000 millones de euros anuales en sueldos de sacerdotes y obispos y para financiar la ingente red de servicios educativos, sanitarios o de caridad de la Iglesia romana en España.

Pese a todo, los obispos creen que el Gobierno les ignora, maltrata e incluso persigue. Lo llaman "laicismo fundamentalista": el supuesto intento de arrinconarlos en las sacristías o acallar su tradicional vocación de meterse en política. En el fondo, lo que duele a los prelados es que el Ejecutivo y las Cortes legislen con plena autonomía, sin hacer caso a las prédicas o imposiciones de la jerarquía eclesiástica. El último punto de debate es la legislación del aborto, pero antes intentaron parar la regulación de la investigación con células madre con fines terapéuticos. El nacimiento en Sevilla de un niño programado para curar a un hermano -el llamado bebé medicamento- ha sido la batalla más llamativa, en contra del sentimiento general.

El profesor Gimbernat hace este diagnóstico: "En España, la relación pecado-delito ha vuelto a adquirir actualidad con la virulenta oposición de la Iglesia a la proyectada despenalización del aborto en el sentido de la solución del plazo, tal como rige en prácticamente todos los países de la Unión Europea. La equiparación de un óvulo fecundado microscópico o que mide pocos milímetros, sin forma humana ni actividad cerebral, con una persona es consecuente con la doctrina católica de que la finalidad de todo acto sexual es la procreación. Pero para los que no creen en dicha doctrina esa equiparación es simplemente un insulto a la inteligencia. Un legislador pluralista y democrático no puede imponer los dogmas de una determinada confesión religiosa encarcelando a los que no profesan esa fe. ¿Hasta cuándo seguirá la Iglesia católica abusando de nuestra paciencia?".

Sostienen algunos engreídos eclesiásticos que sin religión no puede haber moralidad. Confunden la moral religiosa con la moral política. La primera la hacen los santos, la segunda los ciudadanos. El teólogo moralista Juan Masiá, profesor de bioética en la Universidad Católica Santo Tomás, en Osaka (Japón), lamenta que muchos creyentes tengan esa idea de pecado como delito, y que algunos obispos intenten imponer a la sociedad una idea de delito como pecado.

Juan Masiá señala dos estilos de moral, apoyándose en Bergson: cerrada y abierta, legalista o personalista. Explica: "Quien dice 'no me salto el semáforo [delito] para evitar la multa' y quien dice 'no me voy con la mujer del prójimo porque mi Dios lo prohíbe y me va a castigar' están al mismo nivel de moral cerrada (tanto si son creyentes como si no lo son). En cambio, quien dice 'observo las reglas de tráfico porque, aunque no me coja la policía, es para mí importante evitar accidentes, proteger otras vidas y la mía' y el que dice 'no violo a esa chica porque merece que la respete y me respete a mí mismo' están a nivel de moral abierta. Me parece esto mucho más importante que el que sean o no sean creyentes de alguna religión".

14 agosto 2010

Ma la Spagna non era catolica?

¿Palabra de Dios?

JOSÉ JUAN TOHARIA

El País, 08/08/2010

Hay dos países en el mundo en que, según datos recientes del Instituto Gallup, casi la mitad de la población (el 42% exactamente) piensa que los líderes religiosos deben tener un papel directo y relevante en la redacción de los textos legales básicos, incluida la Constitución. Uno es Irán; el otro, Estados Unidos. Por supuesto, no cabe dar más sentido que el meramente anecdótico a la aparente coincidencia en este punto entre la democracia más antigua y consolidada del mundo y una muy peculiar forma actual de democracia -pero democracia al fin- como la iraní. Tras ese coincidente porcentaje subyacen, en realidad, dos planteamientos radicalmente opuestos: en un caso, el empeño por respetar un pluralismo religioso extremo y, en el otro, en cambio, el de preservar el monopolio absoluto de una única confesión. La radical separación en la vida pública estadounidense del ámbito religioso y del secular es compatible con el reconocimiento, generalizado e indiscutido, del papel que corresponde en la sociedad a la religión -a toda religión-. De ahí, sin duda, ese sustancial porcentaje de estadounidenses que piensa que el entramado normativo regulador de la vida social debe propiciar el acomodo de todas las sensibilidades religiosas. En el caso de Irán, el porcentaje reseñado parece sugerir más bien un sustancial (aunque no mayoritario) beneplácito a la tutela y control de la vida civil por la única autoridad religiosa existente.

Desde una perspectiva europea, y más concretamente española, datos como estos pueden resultar sorprendentes. Carecemos de la experiencia de un pluralismo religioso extremo como elemento constitutivo originario de la convivencia civil, y sí tenemos, en cambio, una larga experiencia de control total, o casi total, de la vida pública y privada por parte de una única confesión religiosa. Sin duda por ello, en nuestro caso, una masiva mayoría de ciudadanos (74%) considera que los legisladores deben realizar su tarea sin tener en cuenta consideración religiosa alguna. Los datos de una encuesta reciente de Metroscopia muestran además cómo tan solo dentro del relativamente reducido sector (que agrupa solo a uno de cada cinco españoles) que se define como "católico practicante" constituyen a su vez una ajustada mayoría absoluta quienes no están de acuerdo con esta idea. En otras palabras, apenas el 10% de nuestra población cree que los diputados deben tener en cuenta la opinión de la Iglesia católica, y de las demás confesiones, a la hora de elaborar leyes. El resto parece tener claro que entre lo que son competencias exclusivas "del César" y no "de Dios" está el dictar normas para todos, creyentes y no creyentes.

En este contexto resulta especialmente chocante que ante un reciente texto legal aprobado por las Cortes un obispo se atreva a proclamar que "esa ley no es ley" y que, en consecuencia, no debe ser obedecida porque va contra la doctrina de su Iglesia. Esa ley, por cierto, se limita a despenalizar en determinados supuestos un específico comportamiento (el aborto) pero por supuesto ni lo declara obligatorio ni moralmente aprobable. Y por supuesto, ni se le ocurre entrar a dirimir si debe o no ser pecado. Salidas de tono como la de este obispo, tan al margen de la realidad de las cosas y formulada con tan extremada rotundidad como imperceptible caridad, probablemente ayuden a entender que ese "pueblo fiel" al que dirige su nada cívica proclama haya ido gradualmente quedando en una exigua minoría. La inmensa mayor parte de quienes, pese a todo, y con los debidos matices, se siguen definiendo como católicos parecen optar, ante tanta intemperancia (que a la luz de esos datos de encuesta cabe pensar que no comparten), por hacer oídos sordos y mirar para otro lado.

José Juan Toharia es presidente de Metroscopia y director académico de la Fundación Ortega / Marañón.

15 julio 2010

NYC con la Roja

14 junio 2010

Funcionarios

LUIS MANUEL RUIZ

El País, 13/06/2010

Con motivo de la sisa al sueldo de los funcionarios y la huelga de juguete que emprendieron el otro día, hemos tenido ocasión de escuchar comentarios de todos los colores, con especial predilección por los más sombríos o terrosos, acerca de este colectivo de oficinas, vacaciones y puesto fijo. Lo primero que me ha sorprendido es la falta de originalidad que caracteriza a dichos dictámenes: da igual quien los profiera o donde lo haga, los mismos tópicos se repiten sin reserva y sin que su manoseo continuo por parte del ciudadano medio les haga perder nada de relieve o de color. El discurso estándar corre del siguiente tenor: atávicamente, los funcionarios han constituido una raza aparte dentro del grueso de la humanidad cuyas trazas más reconocibles son la desvergüenza, la comodidad, el estatismo y la antipatía; mientras los hijos de los hombres vagan bajo la lluvia en busca de un empleo estable, ellos se han anclado a un sillón del que ningún terremoto logrará removerlos; mientras los otros desempeñan diariamente su tarea para alcanzar esas cimas de la perfección personal que son el BMW, el apartamento en la playa y la cirugía estética, estos inicuos aprovechan todo puente que les pone delante, acumulando tantos que podrían pasar del Algarve a Florida sin pisar la playa, a la vez que gozan de varios meses de vacaciones durante los cuales trasladan su vagancia de la silla del despacho al sofá de la salita. Este retrato robot suele remacharse con expresiones formulares de repugnancia o revanchismo: qué parásitos, no hay derecho, a estos les daba yo un pico y una pala, eso es vida, y encima se quejan. Eso es: encima se quejan de que les rebajen el sueldo por realizar el mismo trabajo que realizaban antes sin quejarse.

Las estadísticas han revelado que Andalucía es la comunidad que cuenta con una mayor cuantía de funcionarios de todas las que componen el Estado. Y es a la vez, y esto no hace falta que lo avale ningún porcentaje, la que más despotrica contra los privilegios de ese pueblo elegido. A mí no me extraña nada, y aquí expongo mis motivos de manera aritmética para ser más claro. 1. El desprecio al funcionario se halla en razón directa del desprecio hacia el Estado: en una comunidad (y en un país) cuya cultura se ha basado tradicionalmente en la picaresca, el contrabando, el intento de obtener el mayor beneficio a cambio del menor coste, donde impera la indiferencia o incluso la ojeriza hacia el bien público, su representante sólo puede ser visto como chupatintas o vampiro: el héroe nacional no es el que guarda cola para que le sellen un papel, sino el listo que se cuela y que gracias a dos llamadas de teléfono consigue un puesto ventajoso en no sé qué delegación. 2. El desprecio al Estado procede, como todos los males, de la falta de un Estado: quiero decir, de un concepto claro y rotundo del asunto público, de la responsabilidad ciudadana, del principio de convivencia democrático. El nudo de la cuestión es que aquí podremos haber tenido primeras y segundas modernizaciones ( ), pero no hemos tenido Ilustración. La gente no se entera de que cuando destroza una papelera, pintarrajea los aseos de un ministerio o insulta al profesor de su hijo, al médico de cabecera o la señora de la ventanilla, se está ninguneando a sí misma. El individuo es parte de la comunidad, y si pretende que la comunidad sobreviva ha de contribuir a su funcionamiento de modo activo y coherente, y respetar a quienes trabajan en su favor. En vez de ver en ellos esos parásitos y esos canallas que ahora deben pagar, vaya por Dios, para que otros conserven esos BMW y esos apartamentos tan costosamente ganados.

18 marzo 2010

Sañas de identidad