14 mayo 2023

Roberto Pérez Toledo: Filmar la ternura


Por CARLOS MARTÍN GAEBLER

Roberto Pérez Toledo (robertopereztoledo.com) es un creador de ficciones sobre la diversidad afectiva que indaga en las emociones que nos humanizan, en los miedos que nos atrapan. En sus cortometrajes logra filmar, con abundantes primeros planos, la ternura, la búsqueda dialogada del amor en sus diversas formas, o, como él diría, la poliafectividad de nuestro tiempo. Concibe sus piezas como un cara a cara conversacional, mayormente entre dos hombres, pero también entre un hombre y una mujer o entre dos mujeres. 

Apuesta por los formatos breves para tiempos apresurados. Sus cortometrajes emocionan porque no son chorradas tiktokeras para ver andando en la palma de la mano, sino piezas profundamente argumentativas, de una honestidad contundente, que se deben ver sentados y escuchar concentrados para saborearlos y pensarlos, porque Pérez Toledo rueda desde el humanismo, del que brota todo su imaginario. Crea retratos serenamente hedonistas de una España moderna.

Cineasta prolífico y laureado con multitud de premios, domina la narración fílmica y la técnica del suspense. Todos sus cortos finalizan cuando tienen que finalizar, ni un segundo antes, ni un segundo después. Que los actores y actrices (magníficamente dirigidos) que interpretan sus diálogos sean desconocidos para el gran público aporta mayor verosimilitud a sus microhistorias. Tras los créditos, la mayor parte de sus cortos aparecen fechados y geolocalizados en Madrid, la ciudad inclusiva, donde todos y todas pueden abrazarse, cogerse de la mano, besarse en las calles, hacer visible la ternura. cmg2021

Todos los cortometrajes de Roberto Pérez Toledo pueden verse en alta definición (algunos subtitulados en distintos idiomas) en su canal de YouTube. Cualquiera de ellos es una deliciosa joyita audiovisual:

Brújula / Admirador secreto / Chicos que lloran / El amor mola / Sí a todo / La cuarta cita / Siempre que lo digo / Taras / Lo que ocurre en Cap Vermell / 40 años contigo / Motes de amor / Tu efecto en mí / Flechazos / Cada día / Los que odian la Navidad / Amor de autor / Pancarta / El poliamor explicado para madres y abuelas / Hola mamá, hola papá / Equis o corazón / Chica pidiendo matrimonio a su novio / Doce o trece tequieros al mes / El club de la L / Only us / Bajo la sábana / Todo lo que viene / Estriptis / Hidroalcohólico / La peli que vamos a ver / Fugaces / Eurofán / La teoría de la pluma / Cucharita triple / Engagement / Antes de la erupción.

Localismos y aprendizaje de idiomas

Por CARLOS MARTÍN GAEBLER

La curiosidad por conocer al otro, la cultura del otro, la lengua del otro es requisito imprescindible para el aprendizaje de un idioma diferente al nuestro materno.  Una visión cosmopolita de nuestro entorno facilita la adquisición de habilidades idiomáticas diferentes de las propias. A la inversa, sucede que cuanto mayor sea el apego por la cultura local menor será el interés por conocer una lengua extranjera. Tras tres décadas dedicado a la enseñanza de idiomas, he podido constatar que, cuando un individuo está involucrado únicamente en su cultura autóctona, éste se ve incapaz de adquirir destreza en el uso de una lengua extranjera. Se trata de una relación causa-efecto. Sin embargo, aquellos individuos que viajan a otros lugares, ven y escuchan películas de otras partes del mundo, o leen sobre otros asuntos además de sobre su cultura local, muestran una disposición natural al aprendizaje de una lengua extranjera, pues consideran que ésta les enriquece como personas y les hace sentirse ciudadanos del mundo, sentimiento que no ansían quienes, en su obsesión identitaria, sólo se enorgullecen de una cultura autóctona que, por su riqueza y omnipresencia en la vida colectiva, perciben como autosuficiente.

Por lo general, quienes simplemente se conforman con sus tradiciones, con la foto fija de liturgias locales, siempre idénticas y periódicas, carecen de la curiosidad por ver, a través de la ventana del cine, imágenes en movimiento de historias multiculturales localizadas en otras latitudes de la sociedad global. En su narcisismo no son capaces de apreciar otros acentos, otros idiomas, ni sienten la necesidad de aprenderlos. Dice Antonio Muñoz Molina que una cultura personal se adquiere con mucho tesón y esfuerzo a lo largo de la vida, igual que se adquiere la destreza para hablar un idioma extranjero; una cultura autóctona se posee tan solo por nacer en ella. Sentirse exageradamente orgulloso de haber nacido en tal o cual sitio es un acto empobrecedor y ridículo, como lo es también creerse el ombligo del mundo. El localismo es una forma primigenia de nacionalismo, o, como dijo Karl Popper, una regresión a la tribu.

Estudiar y escuchar un idioma extranjero requiere un esfuerzo intelectual que es incompatible con la práctica de cualquier forma de fanatismo. Algunos se ven incapaces de abandonar su zona de confort, fascinados de por vida por la contemplación de la patrona local, una pequeña estatua articulada de madera a la que adoran, entre otros motivos, porque representa a una mujer que, dicen, "engendró" sin sexo previo.

Una vez conocí a un universitario de una población del sur de España, narcisista como ninguna otra, que confesaba que sólo le interesaban los arquitectos nacidos en su ciudad y no entendía el entusiasmo que sus compañeros de la Escuela de Arquitectura sentían tras anunciarse un taller que iba a ser impartido por dos reputados arquitectos portugueses. A quienes durante gran parte del año ocupan su pensamiento en perpetuar las tradiciones locales o nacionales poco tiempo les queda para ocuparse de estudiar una lengua extranjera que ven ajena a su propio grupo social, no creen necesitar, y a la que consideran una asignatura maría. Un estudiante de secundaria me confesó en cierta ocasión que, en lugar de irse de crucero en el viaje de fin de curso con sus compañeros para conocer el Mediterráneo esa primavera, había preferido peregrinar al Rocío, ¡por décimo año consecutivo! Ninguno de los dos habla una segunda lengua. cmg2014

06 mayo 2023

Monstruos del Rocío

Por LUIS MIGUEL FUENTES

 El Mundo (Edición de Andalucía), 7 de mayo de 2001

Foto: Antonio Pérez

“Y a ti, ¿qué más te da?”, me dicen. Frustración intelectual. Sufrimiento humanista. Se me parte por dentro un tronco de positivismo, que cruje como una costilla. El positivismo, ya estamos. ¿Se puede seguir siendo positivista? ¿Es que existe el progreso, aparte de en la electrónica? Qué más me da a mí lo que hace esa gente. Pero hay una humanidad zumbadora y bosquimana que sigue adorando a las piedras y me deja una extrañeza de explorador y una decepción de especie. Paisanos como afganos, gente descalza con el ganado, vino sudado y la lágrima seca de una madre postiza colgando del cuello como un diente. El Rocío, ese africanismo de las multitudes. Van a adorar a una diosa, pero su religión y su emoción son ellos mismos, su multitud y su sincronía. No puedo comprenderlos y se me ahoga todo lo humano como un buey muy cansado.

Tengo que hacer mi artículo del Rocío, pasadas todas las crecidas de la gente y sus lloros, no por costumbre, como decía el otro día Umbral, sino por un campanazo triste de desencanto. El Rocío me desencanta con esa ternura que tienen los monstruos de uno. Hablo, ahora, de mis monstruos, congregados todos en el Rocío.

Primer monstruo: la religiosidad popular, peor que todas las teodiceas de la filosofía. Ya distinguía Hume entre esa religiosidad del pueblo, que viene de milenios de cosechas, muertos y menstruos de las mujeres, y el armazón metafísico que sostiene a todas las iglesias sobre su légamo de miedo y poder. Nada tiene que ver el Rocío con el cristianismo, pese a que la Iglesia Católica intente domar tanto gentío para adoptarlo en sus números. La religiosidad popular es anterior a toda forma de filosofía y episteme. Es la infancia mítica. La teología puede ser ingenua, equivocada, simple. Pero aún tiene a Aristóteles. La religiosidad popular es una antorcha en la cueva, una piel de bisonte para echarse por los hombros, rezarle a la luna. Virgen del Rocío. Artemisa. Isis. Diosa virgen, diosa madre, fertilidad, mitos de cultivadores y paridoras. Primitivismo, más la unión inconsciente de lo femenino con lo emotivo, el pathos del pueblo (Jung).

Segundo monstruo: tradición. Sacralización de la repetición. El peso de una opinión o de una conducta no viene de su bondad, de su razón o de su belleza, sino de la insistencia del tiempo y la periodicidad. Las cosas se hacen así porque se han hecho siempre, y basta. Nada existe si no se repite (eterno retorno nietzscheano). Corolario: es suficiente que algo se repita para declararlo verdad. Insulto a la inteligencia humana, automatismo que nos convierte en una biela.

Tercer monstruo: kitsch. Horterada. Vulgaridad de bestias y personas con florones, exaltación de musiquillas horrendas. Cuarto monstruo: etnocentrismo, chauvinismo. Toda la cultura humana muere en la plaza del pueblo. El ser humano se amadeja en su ombligo y en su barrio. No hay más arte ni más pensamiento que el de la vecina y el barbero. Se extirpa el resto del mundo como un ojo ciego y feo. Quinto monstruo: el grupo. La persona sólo toma sentido en cuanto a que pertenece al grupo. Individualidad anulada, aborregamiento, uniformidad. Más la creación de una falsa moral: eres mejor persona, y hasta mejor andaluz, si perteneces a este grupo. La disidencia es inmoralidad y traición. Sexto monstruo: hipocresía. Excusas vergonzantes para el placer y la fiesta, que no necesitan excusas. Mentirosa fraternidad de señoritos a caballo, escalafones de vanidad en todos sus grupúsculos, violencias y odios entre sectas.

Todos mis monstruos están ahí, en el Rocío. Tenía que sacarlos, orearlos de cielo y razón, hacer exorcismo de esta tristeza. Han regresado ya todos mis monstruos, fatigados y sucios con la gente. Pero no pierden, nunca, su horror.