27 enero 2014

El campo de mi abuela

CARLOS MARTÍN GAEBLER

El acto de escribir alarga la vida de la memoria e impide que el pasado se disuelva para siempre. (Irene Vallejo)

Contaba el poeta Antonio Machado que su infancia eran recuerdos de un patio de Sevilla donde maduraba el limonero, patio que su padre, jardinero del palacio de las Dueñas, cuidaba con esmero y dedicación. Hoy esos mismos limoneros rodeados de albero resplandecen cada día bajo el cielo sevillano para todo aquel que desee contemplarlos a través de la eterna reja negra que delimita la entrada del palacio. 

Quien esto escribe atesora parecidos recuerdos de la casa de campo que mi abuela María Ojeda Díaz poseía en la localidad sevillana de Alcalá de Guadaíra. Se trataba de una finca centenaria construida sobre una roca de albero fósil milenario a la que se accedía por una escalinata que a mis ojos de niño se le antojaban interminable (hoy parecería una moderna obra minimalista con sus arriates cúbicos laterales encalados).


Subir por ella era como escalar una pirámide para mis tiernas piernecitas, pero sabía que, al coronar la cima, me esperaba un paraíso de plantas, árboles y olores, pero sobre todo me aguardaba el abrazo largo de mi abuela María, que se deshacía en cariños y besos conmigo y no paraba de darme la bienvenida con todo su salero de mujer del sur. Ante mí aparecía un espacio alargado sembrado de albero reluciente y flanqueado a la derecha por un jardín escalonado y a la izquierda por una fila de almenas encaladas junto a las cuales había crecido una morera robusta que por las tardes bañaba con su sombra el sofá-columpio instalado frente a ella. Desde esta atalaya se divisaba el meandro del río Guadaíra pasando por el molino de Realaje y la curva descrita por la antigua carretera entre Alcalá y Sevilla, con el hermoso edificio regionalista de la estación de bombeo de Adufe y su bellísima chimenea.


Al fondo, una pequeña fuentecilla redonda rematada por un pato de cerámica verde y rodeada de macetas de geranios daba paso al toldo verde de entrada a la gran casona. Esparcidas por este vergel se hallaban diversas tinajas de barro o cerámica vidriada que albergaban en su interior otras tantas macetas de geranios. Adoraba tocar sus hojas aterciopeladas y absorber el olor que dejaban impregnado en mis diminutos dedillos. En una ocasión, mi padre, que no desaprovechaba la menor ocasión para fotografiarnos en aquel escenario idílico, me retrató de perfil y por sorpresa mientras observaba una mata de geranios rojos portando una minúscula margarita entre mis dedos.

La carretilla americana con la que jugaba.

En aquella ocasión corría el año 1961 y mi padre, que era un gran aficionado a la fotografía, había colocado en su cámara un carrete de color Kodachrome de alta resolución. Las fotos que nos hizo a mi hermana Marta y a mí quedaron inmortalizadas en una serie de diapositivas que se mantuvieron preservadas en plástico durante décadas y que, cuando las mandé escanear en la era digital, parecían haber sido hechas con tecnología actual, tal era la calidad técnica de las mismas. Sin duda, de mi padre debí heredar la afición por la fotografía y de mi abuela María la pasión por la jardinería (ya de mayor, mi madre me enseñaría a nombrar las plantas que conforman la vegetación de Andalucía).

Pepa Díaz, hija de Isidoro Díaz y Cos, era la madre de mi abuela, mi bisabuela.
Forman parte de la memoria gustativa de aquellos años el sabor de las primeras Cocacolas que nos dejaban degustar en los almuerzos servidos sobre la rueda de molino (que aún se conserva) que hacía de mesa, de los caramelos toffee de Solano envueltos en celofán rojo o azul, y de las chocolatinas Crunch que habían comprado para darnos a los niños tras el postre. Algunas tardes alguna visita venía desde Alcalá con una caja de bizcotelas o de dulces de la pastelería San Joaquín bajo el brazo, que hacían las delicias de todos los presentes. Inventadas hacia 1860 por mi tatarabuelo alcalareño, Isidoro Díaz y Cos, fundador de la confitería La Centenaria, son, aún hoy día, el mayor manjar que conozco, y no hay día que no visite Alcalá de Guadaíra que no me zampe una con un placer indescriptible. Aquellos fueron los sabores que endulzaron mi arcadia infantil.

Tras esas almenas duermen los recuerdos de mi infancia.
Desde joven y en mi edad adulta estuve indagando sobre las circunstancias que rodearon aquel tiempo y aquella casa. De hecho, tardé muchos años en recabar datos del hombre que nos compraba las chocolatinas y que amó a mi abuela tras enfermar mi abuelo, quien pasó sus últimos años impedido pero bien cuidado, pues mis familiares se mostraban reacios a hablarme de él. Pero mi tozudez por saber la verdad dio sus frutos muchos años después. Se llamaba Filomeno de Aspe Aparicio, trabajaba en una empresa consignataria de buques (Naviera Aparicio tenía su oficina en Paseo de Colón 24) y vivía en una de las cuatro suites del lujoso Hotel Cristina, en Sevilla, a donde invitaba por las tardes a mi abuela para dormir juntos la siesta. Me viene a la memoria una tarde de primavera en la que me invitó a merendar en la Terraza del Cristina, ubicada en la azotea de tan singular edificio, pues fue la primera vez que contemplaba la ciudad desde las alturas.
Enormemente espléndido con todos, corpulento, afable y sibarita, fue una especie de abuelastro conmigo (aún evoco el catamarán de madera que me regaló y con el que jugaba en la alberca de la finca). Debía adorar a mi abuela pues le regaló la finca en cuestión, Las Almenas, un lugar que transpiraba amor por todos sus poros porque todo él estaba impregnado del afecto que se tenían mi abuela y su amado. Nunca salía en las fotos, o solo sus enormes piernas, pero paradójicamente fue el gran benefactor de la familia en los felices años 60, pues en el campo de mi abuela en Alcalá (como lo llamábamos con nuestro vocabulario infantil) pasamos mi tío Fernando, mis padres, mis hermanas y yo los mejores años en familia, en compañía de Filomeno y de mi yaya María.  (Un día su galantería le llevó a intentar coger unas flores para Philomena Eichmann, una amiga alemana de la familia, pero con tan mala fortuna que cayó por las almenas pendiente abajo de forma tan aparatosa que nunca llegó a recuperarse de las heridas. Al poco tiempo del accidente murió dejando a mi abuela sumida en una tristeza profunda.) Aquel campo de mi abuela fue para mí el lugar más feliz del mundo, un lugar que parece pertenecer mas a lo soñado que a lo real.

Entre mi abuela y mi madre sobre aquel banco de hierro...
Por otro lado, siempre he admirado el comportamiento audaz de mi abuela, quien, rompiendo con los convencionalismos sociales de aquella España negra (negra con ene de No) de los años 50, decidió seguir disfrutando de la vida a sus cincuenta y tantos años, ponerse trajes de lunares y echarse un amante, con todas las letras. Su amor por Filomeno era más fuerte y sólido que todas las restricciones morales e impedimentos legales de aquellos tiempos. Este desafío amoroso de mi abuela en plena dictadura fascista es el único gesto heterodoxo que he hallado (y mucho he buscado) entre mis antepasados, gentes, por lo general, muy conservadoras, cuando no directamente reaccionarias. Mi jovial abuela prolongó su particular carpe diem durante casi dos décadas y, de alguna forma, presiento que anticipó mi carácter hedonista. Hoy me enorgullezco de haber heredado ese disfrute por la vida que siempre percibí en ella. 

Al lector no se le escapará la vergüenza social esgrimida por mis padres y tíos contra aquella relación otoñal de mi abuela, que desaprobaban, pero, como decía el refrán, pudieron más dos tetas que dos carretas. Según me contaron, mi padre, hombre de profundas convicciones religiosas y de moral rigurosa, fue especialmente beligerante contra la relación entre María y Filomeno. Sin embargo, cuando las leyes de la democracia se lo permitieron, él se llegó a divorciar hasta tres veces.


Instantánea que inmortalizó a María y Filomeno juntos.

Además de mi abuela, mi tío Fernando y Filomeno, siempre se hallaba en la casa otra persona que, desde tiempo inmemorial, era ya un miembro más de la familia: la tata Amelia. Había entrado al servicio de mis abuelos en la casa de Rioja 17 tras la guerra entre españoles (su hermano Manuel Sánchez Librero había sido asesinado por los sublevados por defender la democracia) para trabajar como niñera tras el nacimiento de mi tío Fernando, y, a base cuidados amorosos, suculentas albóndigas y croquetas, y mucho buen hacer, había criado a varias generaciones de mi familia: a mi tío, a mis hermanas y a mí, y finalmente a mis primos. Arribar cada domingo a la casa de Alcalá me garantizaba un montón de besos y apretujones de bienvenida de la maravillosa Amelia. Natural de la barriada sevillana de La Pañoleta, Amelia Sánchez Librero vivió 104 años y con su muerte se nos fue una de las personas más leales y tiernas de nuestro entorno familiar. ¡Cómo te añoramos, tata que estás en los cielos!

Fernando, María, Marta, Amelia, Carlos y María Luisa.

María y Filomeno fueron dos espíritus libres que sobrevivieron a una España oscurantista, beata e intolerante. Pasearon su amor a la luz del día para escándalo de pacatos e ignorantes. Quede aquí, en la cibermemoria de la red, más de medio siglo después, el reconocimiento a su valentía y visibilidad. Su heterodoxia vital ha sido un ejemplo de vida para este nieto diferente y libre. Del testimonio de testigos privilegiados de la época se deduce que mi abuela María tenía sobradas razones íntimas para sentirse de facto separada de su marido, mi abuelo Walter. Intuyo que María Ojeda era mucha mujer para mi abuelo. No se prestó a disimular ningún paripé y vivió su amor sin ocultación. Un amor de copla. Quiero celebrarla porque fue una mujer adelantada a su tiempo que ejerció su legítimo derecho a amar y a ser amada en el seno de una sociedad sombría, arcaica e intransigente. Esta es la historia de lo que aconteció, reconstruida con honestidad y transparencia para restituir la grandeza de dos personas que se amaron durante dos décadas por encima de hipócritas habladurías, porque, como dijo el poeta, se canta lo que se pierde. cmg2014


Gracias por todo, yaya. Gracias por todo, Filomeno. Yo también os quiero.

Mi abuela María Ojeda Díaz, hija de Antonio Ojeda y Pepa Díaz, nació en Alcalá de Guadaíra en 1903 y falleció en Sevilla el 13 de enero de 1968, cuando yo aún no había cumplido 10 años.

ANEXO
Años después de publicar esta glosa de mi abuela María Ojeda Díaz, averigüé un dato que revela su calidad humana. Mi tía Aurora Romera Ojeda, me reveló que, durante la posguerra, mi abuela “daba de comer en su casa de Alcalá de Guadaíra a dos huérfanos, hijos de rojos muertos, apodados el Culebra y el Botella.” Esta extraordinaria revelación la corroboró posteriormente Manola Palomo Sánchez, sobrina de Amelia Sánchez Librero, la “tata” que mi abuela María tuvo de por vida: “efectivamente, una gitanilla venía a menudo a la finca de tu abuela para recoger guisos que Amelia había preparado para dos familias de represaliados en Alcalá de Guadaíra. Un día trajo la chiquilla la olla vacía tan sucia que tu abuela misma se la fregó y la dejó como los chorros del oro.” Todo ello a escondidas de mi intransigente abuelo alemán, simpatizante de la Falange, que nunca supo de la ayuda humanitaria que mi abuela prestaba clandestinamente a los perdedores de la guerra. Esta es la constatación de que mi abuela María, que los tenía bien puestos, osó desafiar la prohibición del régimen fascista de alimentar a los descendientes de los represaliados y asesinados por ser leales al Estado de derecho y a la legalidad republicana. Por fin encontré, entre tanto antepasado fascista, el eslabón familiar perdido con nuestros compatriotas demócratas, a los que los fascistas les arrebataron hasta la vida, pero no consiguieron destruir sus ideales de libertad, que siguen vivos en mi generación. Descansen en paz.


Camino de acceso a Alcalá pintado por Manuel Barrón en 1849


Mi tatarabuelo Isidoro Díaz y Cos


25 enero 2014

¿Fútbol?

Me gusta tanto el buen fútbol que siendo socio del Real Madrid me desplazaba con frecuencia al Camp Nou para ver jugar al Barcelona. Aclaro, para disfrutar en el campo con el impresionante juego de aquel equipo que entrenaba Guardiola. Ya no iría, no es lo mismo. Esa admiración y esa fe también me ofrecieron recompensas prácticas. Aposté una cantidad importante a que el Barcelona ganaría la Champions en el año 2009. Me pagaron tres veces y media lo apostado. Y, por supuesto, no he cambiado de equipo. Supongo que te mueres militando en lo que te inscribiste en la infancia, aunque a veces no lo soportes. Pero siempre me he llevado bien con la paradoja y con el fervor hacia el talento ajeno.
Admitiendo mi ancestral deleite hacia esa cosa llamada fútbol (solo los habitantes del limbo siguen creyendo que es un juego y entiendes que los que dirigen ese negocio salvaje se partan de risa con la angelical definición de juego o deporte), desde hace bastante tiempo la sobredosis que ha implantado el mercado empieza a provocarme náuseas, vértigo, hastío, vergüenza. No existe un solo día en el fútbol español sin partidos, es imposible encender la televisión o la radio sin que te lleguen machacantes e ininterrumpidas noticias de él.
El estratégico y planificado enloquecimiento es universal. La noticia de que el principal informativo de la televisión colombiana ha dedicado 45 minutos de su metraje a la lamentable pero no apocalíptica lesión de Falcao, bastante más tiempo del que dedicaron a la firma de la paz entre el Gobierno y las FARC, puede provocar el escalofrío y el estupor en cualquier persona mínimamente racional, en posesión de más de dos neuronas, ligeramente civilizada.
También resulta entre escandaloso y vomitivo, aunque muy consecuente si te molestas en buscar la coherencia, la petición de indulto para José María del Nido que han formulado una treintena de presidentes de clubes de fútbol españoles, a partir de la solidaria y conmovedora iniciativa de Villar y Javier Tebas, los peces gordos del gran tinglado, esos hombres épicos que pierden el sueño por engrandecer la marca España gracias al fútbol. Tiene sentido. Los hombres de honor nunca dejan tirado al colega en apuros, aunque le hayan condenado por delitos ajenos al fútbol.
CARLOS BOYERO, El País, 25 de enero de 2014

22 enero 2014

Abismo_El Roto


10 enero 2014

Free Fall


It’s been called the German Brokeback Mountain for its portrayal of forbidden love between two police cadets — previously heterosexual Marc (Max Reimelt, Before The Fall) and fellow male cop Kay (Hanno Koffler, Summer Storm). With a promising law enforcement career and a child on the way, Marc’s life is all going according to plan until he meets the free spirited Kay. They start jogging together, bringing a breath of fresh air into Marc’s life — and, for the first time, he develops feelings for a man. Torn between the life he knows so well and the exhilaration of this new adventure, his life rapidly spins out of control. In this state of free fall, it seems Marc cannot make anyone happy anymore. Least of all himself.
Free Fall is part of a new wave of powerful German cinema. As director Stephan Lacant’s first feature film, Free Fall tells the dramatic tale of a man who finds himself outside the clear-cut boundaries of his world. Exceptional performances from Hanno Koffler, Max Riemelt and Katharina Schüttler provide a moving portrayal of what happens when life plans crumble and there is no way left to fulfil the needs of the people you love.