Unos niños juegan a las chapas en un barrio de Leganés (Madrid), en mayo de 1978. BERNARDO PÉREZ
Algo se empezó a torcer a partir de 2010. Las tasas de depresión y ansiedad entre adolescentes se dispararon un 50%. Las de suicidio lo hicieron en un 32%. Los miembros de la generación Z —nacidos a partir de 1996— empezaron a padecer ansiedad, depresión y otros trastornos mentales, alcanzando niveles más altos que cualquier otra generación en la historia. Uno de cada 10 niños y jóvenes —o lo que es lo mismo, 293 millones en todo el mundo— empezaron a desarrollar un trastorno mental, segúnun estudio publicado en la revista JAMA Psychiatry.Los datos son claros, los motivos no tanto.
La década de los diez fue aquella en la que los adolescentes de los países desarrollados cambiaron sus teléfonos por smartphones y trasladaron gran parte de su vida social a internet. La coincidencia de ambos fenómenos hizo que muchos autores los relacionaran. Diversos estudios han refrendado esta idea, acusando a las redes sociales de empeorar la salud mental de la población, fomentando un debate social y cierta desconfianza hacia la tecnología. El último autor en hacerlo ha sido Jonathan Haidt en su libro La generación ansiosa(Editorial Deusto). Pero su éxito ha despertado a la vez un debate, académico y social, de quienes ponen en tela de juicio una idea que se había convertido en mantra.
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Candice L. Odgers, profesora de psicología de la Universidad de California, publicó una crítica en Nature el pasado marzo, argumentando que culpar únicamente a los teléfonos es una idea muy sugerente, pero que “no está respaldada por la ciencia. Peor aún, (...) esta creciente histeria podría distraernos y hacer que no abordáramos las causas reales de la actual crisis de salud mental entre los jóvenes”, explicaba. Un estudio de la universidad Dragvoll de Noruega, realizado en 800 menores de 10 a 16 años, señalaba en la misma dirección. “La prevalencia de la ansiedad y la depresión ha aumentado. También lo ha hecho el uso de las redes sociales. Por eso mucha gente cree que tiene que haber una correlación. Pero este estudio indica que no es así”, afirmaba su autora principal, Silje Steinsbekk.
También hay mucha literatura científica que sugiere justo lo contrario. Las evidencias de un lado y de otro parecen multiplicarse, y solo hay un punto en el que toda la comunidad científica parece ponerse de acuerdo: la tecnología y las redes sociales tienen un efecto negativo cuando sustituyen al juego y las actividades al aire libre. No es el exceso de móvil, es la falta de calle.
Según un estudio de OnePoll, solo el 27% de los niños juegan regularmente en la calle. El dato es llamativo, pero cobra otra dimensión al compararlo con el de sus padres y sus abuelos. El 71% de los babyboomers (las personas nacidas entre 1946 y 1964) jugaban en la calle regularmente cuando tenían su edad. Además, los adultos que aseguraron haber jugado en la calle en su infancia tenían una salud mental autopercibida considerablemente mejor, según el estudio. “En la actualidad hay una sensación de peligro que, aunque no sea real, hace que los niños utilicen poco la calle. Hemos retirado a los niños y niñas de la ciudad para meterlos en las casas o en urbanizaciones cerradas”, explica Inma Marin, licenciada en magisterio y autora del libro Jugar (editorial Paidos). Así, los padres que en su momento jugaron al aire libre, prohíben ahora a sus hijos hacerlo sin supervisión. Las cosas han cambiado, argumentan, y tienen razón.
Las calles son mucho más seguras hoy en España que hace 30 años. Los asesinatos y homicidios han descendido un 30% (son cerca de 300 al año), la mortalidad vial se ha desplomado un 80% (1145 fallecidos en 2023) y los secuestros de menores permanecen como un fenómeno muy raro. En 2021, según la asociación ANAR, especializada en estos casos, hubo 18 en toda España. El año anterior fueron ocho. Pero la percepción es diferente. Un declive del capital social —el grado en que la gente conoce y confía en sus vecinos e instituciones— ha exacerbado los temores de los padres. Las redes sociales virtuales han ido cogiendo fuerza a medida que las redes sociales reales, las que nos vinculaban con el barrio y la ciudad, la perdían. La calle se ha empezado a ver como un lugar peligroso y se ha vaciado de niños.
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