El 14 de abril de 1931, España tuvo una oportunidad. La proclamación de la II República Española encarnó el sueño de un país capaz de ser mejor que sí mismo, y reunió en un solo esfuerzo a todos los españoles que aspiraban a un porvenir de democracia y de modernidad, de libertad y de justicia, de educación y de progreso, de igualdad y de derechos universales para todos sus conciudadanos. Hoy, setenta y cinco años después, los firmantes de este manifiesto evocamos aquel espíritu con orgullo, con modestia y con gratitud, y reivindicamos como propios los valores del republicanismo español, que siguen vigentes como símbolos de un país mejor, más libre y más justo.
Frente al colosal impulso modernizador y democratizador que acometieron las instituciones republicanas -siempre con la desleal oposición de quienes creían, y siguen creyendo, que este país es de su exclusiva propiedad-, todavía se nos sigue intentando convencer de que la II República fue un bello propósito condenado al fracaso desde antes de nacer por sus propios errores y carencias. Los firmantes de este manifiesto rechazamos radicalmente esta interpretación, que sólo pretende absolver al general Franco de la responsabilidad del golpe de estado que interrumpió la legalidad constitucional y democrática de una república sostenida por la voluntad mayoritaria del pueblo español, con las trágicas consecuencias que todos conocemos. Y exigimos que las instituciones de la actual democracia española rompan de manera definitiva los lazos que la siguen uniendo -desde los callejeros de los municipios hasta los contenidos de los libros de texto- con un estado ilegítimo, que surgió de una agresión feroz contra sus propios ciudadanos y se sostuvo en el poder durante treinta y siete años mediante el abuso sistemático e indiscriminado de los siniestros recursos que caracterizan la pervivencia de los regímenes totalitarios. Después de treinta años de democracia, resulta vergonzoso tener que recordar aún donde estaba la ley y donde estuvo el delito. A estas alturas, es intolerable, y muy peligroso para la salud moral y política de nuestro país, que todavía se pretenda equiparar al gobierno legítimo de una nación democrática con la facción militar que se sublevó contra el estado al que, por su honor, había jurado defender, y cuya victoria sólo fue posible gracias a la ayuda de los regímenes fascista y nazi que preparaban una invasión de Europa que acabaría provocando una guerra mundial y, aún más decisivamente, gracias a la culpable indiferencia de las democracias occidentales, que, antes de convertirse en víctimas de las mismas potencias en cuyas manos habían abandonado a España, eligieron parapetarse tras el hipócrita simulacro de neutralidad que representó el comité de No Intervención de Londres.
El 14 de abril de 1931, España tuvo una oportunidad, y los españoles la aprovecharon. Pese a la brevedad de su vida, la II República desarrolló en múltiples campos de la vida pública una labor ingente, que asombró al mundo y situó a nuestro país en la vanguardia social y cultural. Entre sus logros, bastaría citar la reforma agraria, el sufragio femenino, los avances en materia legislativa de toda índole, la separación efectiva de poderes, las constantes y modernísimas iniciativas destinadas a difundir la cultura hasta en las comarcas más remotas, el decidido impulso de la investigación científica o el florecimiento ejemplar no sólo de la educación, sino también de la asistencia sanitaria pública, para demostrar que aquel bello propósito generó bellísimas realidades, que habrían sido capaces de cambiar la vida de un pueblo condenado a la pobreza, la sumisión y la ignorancia por los mismos poderes -los grandes propietarios, la facción más reaccionaria del Ejército y la jerarquía de la Iglesia Católica- que se apresuraron a mutilarlo de toda esperanza.
La República dotó a los sectores más débiles y desprotegidos de la sociedad de entonces, las mujeres y los niños, de un estatuto jurídico privilegiado en su época. El retroceso fue tan brutal, que el cambio de régimen supuso para ellas, para ellos, la pérdida de todo derecho y su consagración como subciudadanos dependientes de la buena voluntad de los cabezas de sus respectivas familias. La República apostó por la defensa de los espacios públicos como escenario fundamental de la vida española, asumiendo la necesidad de equiparar las condiciones de vida de las poblaciones rurales y urbanas, y desarrollando políticas de igualdad no sólo entre los individuos, sino también entre las regiones más y menos prósperas. El retroceso fue tan brutal, que el cambio de régimen consolidó las desigualdades históricas tanto individuales como colectivas, y abandonó la promoción de los servicios públicos para crear un déficit que en algunos sectores, como la educación primaria y secundaria, seguimos padeciendo todavía. La República fomentó el auge de la cultura española en todos los terrenos de la creación artística y de la investigación científica, el debate intelectual y la vida universitaria, hasta el punto de que su nombre y su destino estarán unidos para siempre a la memoria del máximo esplendor cultural del que ha gozado nuestro país en la era moderna. El retroceso fue tan brutal, que el cambio de régimen supuso la pérdida más trágica que, a su vez, ha soportado nunca la cultura española, el exilio masivo de los mejores, que dejaron las aulas y los laboratorios, los talleres y las redacciones, las editoriales y los museos, la autoridad y el prestigio intelectual de nuestro país, en manos de una improvisada cosecha de oportunistas y segundones, que redujeron la vida cultural española a una lamentable manifestación de mediocres oscuridades.
Hoy, setenta y cinco años después, los firmantes de este manifiesto no queremos seguir lamentando la triste brutalidad de aquel retroceso, sino celebrar la emocionante calidad de los logros que le precedieron, y agradecer la ambición, el coraje, el talento y la entrega de una generación de españoles que creyó en nosotros al creer en el futuro de su país. Reivindicar su memoria es creer en nuestro propio futuro, que será proporcionalmente mejor, más libre, más justo, más feliz, en la medida en que seamos capaces de estar a la altura de la tradición republicana que hemos heredado. Por una España verdaderamente moderna, laica, culta, igualitaria, por su definitiva normalización democrática, y por el progreso armónico del bienestar de todos sus ciudadanos, hoy, setenta y cinco años después, queremos celebrar el 14 de abril de 1931, y proponer que esta fecha se celebre en lo sucesivo como un reconocimiento oficial a todos los ciudadanos españoles que lucharon activamente por la libertad, la justicia y la igualdad, valores comunes que tienen que seguir orientando la construcción democrática de la sociedad española.
Abril 2006
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