04 junio 2017

Teoría del Sur

Por LUIS GARCÍA MONTERO

Los atardeceres en la playa de Punta Candor, situada en un extremo de la Bahía de Cádiz, son lentos y no tienen prejuicios. Familias de aire tradicional pasean entre mujeres y hombres desnudos sin que nadie pierda el tiempo en indignarse con la piel, el deseo y las costumbres de los demás. Las dunas asaltadas por los pinos son una lección de bienestar y de paciencia. Perder el tiempo está bien, pero conviene elegir los motivos. No es lo mismo un ataque de cólera que un cielo desteñido en rojo, deshilvanado en matices, con la complicidad de alguna nube lejana. La tarde cae como una herencia, igual que un esplendor fatigado, mientras el horizonte parece dispuesto a demostrar la existencia de Dios. El pasado domingo vi a mucha gente cuidar en silencio el espectáculo natural de la luz, el cielo y el mar. Cuando el sol se hundió por fin en el agua, los bañistas rezagados y los paseantes empezaron a aplaudir.

Merece la pena tomar en serio ese aplauso. Como carezco de extremidades religiosas, la plenitud no supone para mí un testimonio de la divinidad. Pero los atardeceres de Punta Candor me han ayudado a recordar que el sol no es una institución con ánimo de lucro y que el derecho a la belleza debería ser el resumen último de los demás derechos humanos. No conviene confundir a Andalucía con el Sur. Andalucía es una realidad geográfica y política, y el Sur es una metáfora. Cuando Luis Cernuda se atrevió a elegir las características de un territorio ideal, escribió una evocación romántica de Andalucía. Pero tuvo el cuidado de advertir que su Andalucía no estaba en ningún sitio concreto, porque sólo existía en las ilusiones y los sueños de algunos de sus amigos poetas. Andalucía era una metáfora que Cernuda identificaba, por agradecimiento personal, y porque siempre conviene darle a las metáforas una indicación geográfica, con las playas de la costa malagueña. Claro que el poeta celebraba recuerdos de los años veinte y treinta. Por eso digo que, en estos tiempos, conviene no confundir a Andalucía con el Sur.

Andalucía es una realidad que puede llenarse de edificios sórdidos, alcaldes corruptos y especuladores decididos a devorar cualquier resto de belleza. Antonio Machado, otro poeta andaluz que buscaba realidades y metáforas, ya nos avisó de que sólo el necio confunde valor y precio. A eso se ha dedicado con una disciplina sombría la Costa del Sol durante los últimos 40 años, a confundir el progreso con la especulación y los puestos de trabajo con las concejalías de Urbanismo. La corrupción costera ha llegado a tales extremos de notoriedad que las causas penales no suponen sólo un problema para los delincuentes sorprendidos con las manos en el ladrillo, sino también para la economía turística andaluza, que paga la factura de su mala fama. Dentro de los cambios estructurales que debemos asumir los poderes públicos y los ciudadanos, quizá no esté de más volver a tomarse en serio la metáfora del Sur. Una metáfora resulta a veces una buena infraestructura, y en Andalucía quedan, más allá de los escándalos urbanísticos, valores reales que considero imprescindibles en la metáfora política del Sur. Me lo han recordado los atardeceres y los aplausos de Punta Candor.

Aplaudir una puesta de sol implica comprender el valor ético de la lentitud. La caricatura social de los andaluces se cebó durante años en su propensión a la pereza. La ilusión paradisíaca de que, al juntarse demasiado, la esencia y la existencia emiten una invitación a la quietud, se transformó en chiste barato sobre la vagancia de unos jornaleros que, sin embargo, demostraban su capacidad de trabajo si emigraban a las ciudades del Norte. El chiste no sólo aludía a la situación histórica de una tierra limitada por la falta de iniciativas económicas, sino a una idea de la existencia marcada por el desarrollismo, la moral productiva, el vértigo triunfalista del dinero y las prisas. Y con tantas prisas en la existencia, no hay esencia que resista.

Vivir con prisa es una peligrosa costumbre, porque nos hace dogmáticos al mismo tiempo que nos impide ser dueños de nuestras opiniones. El dogmatismo es la prisa de las ideas, el acomodo a discursos establecidos por encima de nuestra conciencia, el sacrificio de la responsabilidad propia en el altar de una verdad nacionalista, religiosa, partidista o mediática. Quien vive con prisa dice lo primero que se le ocurre, lo que corre al lado de él. Así que anda de cabeza y piensa con los pies. Si tuviéramos tiempo de pensar dos veces lo que decimos y, sobre todo, lo que nos dicen, otro gallo cantaría en el mundo. Sin caer en la caricatura de la pereza, por supuesto, conviene reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de responsabilidad propia, el único ámbito que permite los paseos largos y las buenas decisiones. En el Sur no deben tener prisa ni los pensamientos, ni los coches, ni los desnudos. La sensualidad y la belleza requieren su tiempo.

La falta de prisas resulta imprescindible también para el cuidado de los otros. Cuidar, cuidarse, recibir cuidados, elegir con cuidado, son actos de una vida incompatible con la velocidad. La prisa no hace bien sus tareas, sale del paso por culpa de los acelerones de la ética productiva y del individualismo exacerbado. Quien no quiere deberle nada a los demás, como si los demás fuesen entidades financieras, no puede ser una buena persona. Hay que cuidarse de él. Es verdad que en Andalucía el cuidado del otro nos lleva a las barras de los bares, a los corros en la puerta de la calle, a lo que podemos escuchar en la mesa de al lado, a lo que se ve detrás de los pinos y las dunas. Pero del mismo modo que entre las prisas y la vagancia queda un punto intermedio llamado lentitud, entre la curiosidad desmedida y la soledad calvinista hay un valor importante para el Sur: el cuidado de los otros. Evitar la chismosería no debe confundirse con el aislamiento. Pedir tiempo para pensar en uno mismo, significa aprender a cuidar a los demás.

El buen humor es otro requisito imprescindible del Sur que puede encontrarse también en Andalucía. En este caso, la caricatura ha desquiciado el humor, presentándolo como gracia, salero o alegría costumbrista. Pero la irritación que provocan los chistosos profesionales no debe hacernos comulgar con obsesiones corrosivas, que no permiten ni una sonrisa. Hay territorios que, por su historia, facilitan la conversión de los conflictos en obsesiones, hasta el punto de que hacen perder la cabeza a los que llevan razón en las discusiones. No quisieron caer en la mentira, pero son injustos desde su verdad. En vez de cambiar de aires, los obsesionados cambian de condición, y siempre para peor. El quiebro a tiempo, como una salida ingeniosa o un golpe elegante de humor, ayuda a huir de los dogmas y de las identidades en favor de un pensamiento mesurado. Entre la solemnidad de los sermones y la gracia irritante, cabe una negociación discreta con la alegría.

La metáfora del Sur no es útil sólo en las habitaciones oscuras del invierno, conviene reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de responsabilidad propia. Al narcisismo del conflicto se le puede oponer la sabiduría de vivir la vida. Las metáforas ayudan a buscar un futuro más habitable, son una obra pública. Cuando Luis Cernuda llegó por primera vez a México, después de muchos años de exilio en potentes ciudades anglosajonas, escribió el libro Variaciones sobre tema mexicano, para dar testimonio de una experiencia en la que se mezclaban las sorpresas y el recuerdo. Le dedicó un poema al español, porque para un escritor es importante oír su idioma en la calle. Dedicó otro poema a la pobreza, vivida de niño en Andalucía y reencontrada en México. Se preguntó el poeta si alguna vez sería posible escapar de la miseria sin caer en la prepotencia del lujo. Quizá la respuesta dependa de las metáforas que busquemos. Conviene, en cualquier caso, saber aplaudir una puesta de sol. 
El País, domingo 17 de agosto de 2008



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