Por RAFAEL ARGULLOL
Viajar mucho sin llegar a conocer nada,
tener acceso a gran cantidad de información pero permanecer desinformado y
tratar de unificar todo bajo una sola lengua no hace a nadie más universal.
Todo lo contrario.
En 1794 el escritor saboyano, aunque ruso
de adopción, Xavier de Maistre escribió un delicioso relato, Viaje alrededor de
mi habitación, en el que se describe de modo autobiográfico la vida de un
oficial que, obligado por una convalecencia a permanecer 42 días encerrado en
su cuarto, viaja con su imaginación por un territorio riquísimo en referencias
y en pensamientos. El protagonista del texto es un verdadero cosmopolita, un
ciudadano del mundo en el sentido literal, a pesar de que está recluido entre
cuatro paredes. Me acuerdo con frecuencia del libro de Xavier de Maistre cuando
escucho los balances que muchos hacen de sus travesías del mapamundi en viajes
organizados, y en los que se plantea una situación inversa a la del argumento
literario de aquél: recorren vastos espacios pero su imaginación —o su falta de
imaginación— los atrapa en un territorio pobrísimo, tanto en referencias como
en pensamientos. Consumen grandes cantidades de kilómetros aunque, como
viajeros, atesoran una escasa experiencia de sus viajes. Son, por así decirlo,
la vanguardia de los provincianos globales y, en ningún caso, al contrario del
oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son cosmopolitas ni aspiran a
serlo.
El provinciano global es una figura
representativa de una época, la nuestra, que empuja al cosmopolita hacia una
suerte de clandestinidad. El cosmopolita, personaje en extinción, o quizá
provisionalmente retirado a las catacumbas del espíritu, es alguien que desea
habitar la complejidad del mundo. Es un amante de la diferencia, ansioso
siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido para volver a casa, si es que
vuelve, con el bagaje de los sucesivos saberes que ha adquirido. El
cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la identidad propia,
busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda enriquecer su origen
y sus raíces. El hijo pródigo de la parábola bíblica encarna a la perfección
ese anhelo: el conocimiento de los otros es finalmente el conocimiento de uno
mismo. El cosmopolita quiere saber.
El provinciano global quiere acumular
mientras, simultáneamente, elimina o aplana las diferencias. Hay muchos signos
en nuestro tiempo que señalan en esa dirección, sin que se adivine cómo el que
todavía posee la vieja alma del cosmopolita pueda oponerse. Por su
espectacularidad y por su carácter reciente el turismo de masas es, sin duda,
uno de esos signos. Cada vez se elevan más voces proclamando el carácter
pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en sus inicios se consideró
liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la continuación lógica de
la creencia ilustrada en el igualitarismo de la educación. Sin embargo,
cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades europeas o, con otra
perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del planeta, puede
percibir con facilidad el alcance de una plaga que está solo en sus comienzos.
Los centros históricos de las urbes ya son casi todos idénticos, como idénticos
son los resorts en los que se albergan los huéspedes de los cinco continentes.
La diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte por el que se mueve
con comodidad el provinciano global.
Con respecto a la información —otra de
nuestras deidades, si no la principal— Heráclito, hace 2.500 años, ya dejó
dicho que no proporcionaba la comprensión. No parece probable que variara de
posición, deslumbrado por nuestras tecnologías. La misma paradoja que afecta al
turismo masivo, enfermo de velocidad y cuantificación, afecta a esa humanidad
más informada que nunca pero proclive a la amnesia. Como lo demuestran hechos
recientes, tal las guerras de Siria o de Ucrania, es imposible que la llamada
opinión pública sepa tan poco de aquello que debería saber tanto en la era de
la información total. El provinciano global quiere disponer de resortes informativos,
si bien es dudoso que quiera saber. Quizá tampoco está en condiciones de
hacerlo. Aquellos que detentan el poder, dirigentes políticos y económicos,
están en la misma situación. Cuando a menudo nos lamentamos de la falta de
estatistas en la política mundial aludimos, en realidad, al dominio del
provincianismo global.
La desfiguración de la cultura cosmopolita
puede ser clave a la hora de entender buena parte del desconcierto actual. Lo
que hemos denominado globalización, vinculada a las grandes migraciones y a las
nuevas tecnologías, ha sido, en parte, un fenómeno fructífero, al poner en
relación tradiciones ajenas entre sí y al facilitar nuevas posibilidades frente
a la desigualdad; no obstante, paralelamente, ha supuesto una devastación cultural
de grandes proporciones al destrozar buena parte del sutil tejido de la
diferencia. La uniformidad socava los alicientes que alberga toda visión
cosmopolita.
Una de las grandes metáforas de este
proceso en nuestra época es la rápida, universal y consentida mutilación de
centenares de idiomas en favor de un idioma avasalladoramente hegemónico. Con
toda probabilidad, hace solo tres décadas, nadie se hubiese aventurado a
insinuar que para participar en un congreso en Lisboa sobre Camões —poeta
nacional portugués— había que intervenir en inglés, o que en cualquiera de
nuestras universidades se puede asistir al espectáculo de que un profesor
explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés a un público estudiantil que
entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde luego, se hubiese podido
imaginar que se llegaría a la situación de que un entero país —Corea del Sur—
pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva lengua propia, mediante el
ingenioso método de llevar a las embarazadas a clases en aquel idioma, de modo
que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima en el cada vez más reducido
universo lingüístico. Obviamente no tengo nada contra lo que los cursis llaman
“lengua de Shakespeare” sino contra el reduccionismo que, al maltratar a todos
los demás idiomas, también empobrece a la propia lengua inglesa: recientemente,
un catedrático de Oxford me contaba que, mientras la mayoría de sus colegas
apenas conocen otros idiomas que no sean el suyo, los escritores británicos
contemporáneos utilizan una lengua drásticamente empobrecida.
Este sería un buen retrato del provinciano
global: aquel que aspira a hablar un solo idioma, lo más utilitario posible,
sin importarle la destrucción de los mundos que habitan en los otros idiomas;
aquel que se mueve continuamente de aquí para allá, obseso coleccionista de
imágenes, al tiempo que es incapaz de fijar la mirada, y no digamos el
pensamiento, en paisaje alguno; aquel que está permanentemente informado con
aludes de noticias y mensajes que sepultan su capacidad de comprensión. Es
posible que un individuo de tal naturaleza se considere a sí mismo un
cosmopolita. Pero vive en una pequeña aldea que ha confundido con el mundo. (El País, 2 de enero de
2016)
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