Empecé a ver Cuatro meses, tres semanas, dos días y recobré de pronto la experiencia íntegra y casi perdida del cine: el estremecimiento de lo nuevo era más poderoso porque me regresaba a una emoción muy antigua. Estaba en Madrid una noche de invierno pero también en una ciudad innominada de Rumania hace veinte años, donde una muchacha ayuda a otra a pasar el trance de un aborto clandestino. La conciencia de tantas sombras cercanas que miraban en silencio lo mismo que yo ahondaba mi percepción de esas dos vidas jóvenes zarandeadas por el infortunio y el miedo, salvadas por una fraternidad que está hecha de inocencia y coraje, de una rara aleación femenina de fragilidad y fortaleza. Atravesaba con ellas la noche sórdida de una tiranía, y no hacía falta que se vieran uniformes o se escucharan declaraciones políticas para sentir en la nuca el frío de una vigilancia despótica, y en los hombros toda la pesadumbre de un régimen cuya mayor crueldad parece que acaba siendo su desoladora duración. Hay vidas que son fulminadas por la saña quirúrgica de los ejecutores: otras, la mayoría, van siendo envilecidas a lo largo de los años por dosis diarias de sumisión y conformidad, se van deteriorando como los edificios mal hechos y los coches viejos que permanecen en uso, se gastan y ensucian como el papel pintado de las habitaciones que nadie cuida. En los malos modos y en la desgana agria de un recepcionista de hotel está resumida la miseria moral que una dictadura alimenta y sobre la que se sostiene. El terror es un desconocido de cara inexpresiva y pálida que maneja una jeringuilla arcaica, un tubo de goma. No es preciso explicar nada, subrayar nada. Entre la gente madura y ya un poco beoda que celebra atolondradamente un cumpleaños un rostro joven permanece ausente, tan aislado en ese interior estrecho de vivienda comunista como en la extensión suburbial de una noche en la que apenas hay luces encendidas y en la que circulan más perros vagabundos que taxis.
"Nunca vamos a hablar de esta noche", dice al final una de las dos amigas. No van a hablar pero tampoco olvidarán nada: cada uno de los detalles que vemos -esa negrura, esos corredores con tubos fluorescentes, la música de esa boda en los salones del hotel, ese guiñapo manchado de sangre en el suelo del cuarto de baño- nos parece que pertenece no al artificio de una película, sino a la memoria de alguien que sigue sin olvidar veinte años después y que se nos ha contagiado gracias al arte del cine, que nunca es más prodigioso que cuando logra dar la impresión de que no existe.
Costumbres perdidas, otra vez valiosas: que se enciendan las luces y uno se quede aturdido, como recién despertado, mirando con sorpresa las caras pálidas a su alrededor; salir a la calle y recibir el aire frío en la cara con la sensación de estar cruzando la frontera en la que termina el influjo magnético de la ficción; estar de vuelta en el mundo real y sin embargo seguir habitando las vidas de esas dos mujeres, en una ciudad casi a oscuras, una noche de hace más de veinte años. Casi no recordábamos que ir al cine nos gustaba tanto. Babelia, 09/02/2008
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