23 diciembre 2025

Las playas de Doñana amanecen cubiertas con cientos de garrafas usadas en el narcotráfico

Por Santiago González Sarrión, Radio Huelva, 22/12/25

Además, el mar ha arrastrado hasta la costa botellas de plástico, latas y todo tipo de envases, conformando una imagen desoladora.

Basura en las playas de Doñana. Foto: Enrique Herrero (Quique Bolsitas)

Las playas del Parque Nacional de Doñana han aparecido este fin de semana completamente cubiertas de garrafas vacías utilizadas para transportar combustible en operaciones de narcotráfico. El hallazgo ha sido denunciado por el conocido activista ambiental Enrique Herrero, más conocido como Quique Bolsitas, que dedica su tiempo a limpiar la naturaleza practicando plogging (recoger basura mientras se hace deporte).

En varios vídeos difundidos en redes sociales y publicados por la Cadena SER, se observa cómo el activista va encontrando, junto a la orilla, cientos de bidones vacíos esparcidos por la arena. Además, el mar ha arrastrado hasta la costa botellas de plástico, latas y todo tipo de envases, conformando una imagen desoladora.


“Es un auténtico drama”, lamenta Quique Bolsitas, que reclama la colaboración de todas las administraciones para afrontar este problema. Según explica, estas garrafas son empleadas habitualmente por redes de narcotráfico para repostar las embarcaciones que cruzan el Estrecho, y acaban en el mar tras ser vaciadas.

El activista advierte que la acumulación de estos residuos no solo supone un grave impacto ambiental en uno de los espacios naturales más valiosos de Europa, sino que también refleja la magnitud del tráfico ilícito en la zona. “No podemos permitir que Doñana se convierta en un vertedero”, insiste.

Por el momento, no se ha informado de operativos específicos para retirar los residuos, aunque la denuncia ha generado una fuerte reacción en redes sociales, donde numerosos usuarios piden medidas urgentes para proteger el litoral.


20 diciembre 2025

Dentro del armario del franquismo

De la colonia penitenciaria de Tefía a las terapias aversivas de los setenta, nuevos ensayos, novelas, cómics, películas y series investigan la brutal persecución y represión del colectivo LGTBI durante la dictadura. 

Por ALEX VICENTE, El País, 20/12/25

Durante décadas, el franquismo convirtió el deseo homosexual en delito, la intimidad en expediente psiquiátrico y la diferencia sexual en sinónimo de peligrosidad pública. Hubo redadas, centros de clasificación como el de Carabanchel y cárceles como la de Badajoz, donde se separaba a activos y pasivos, tras examinar la anatomía más íntima de los detenidos, para impedir cualquier posibilidad de penetración. Existieron colonias penitenciarias como la de Tefía, donde se encerraba a los invertidos que se atrevían a salirse de la norma. Y, ya casi en los setenta, algunos médicos se empeñaron en corregir la desviación a golpe de electroshock. Cuando el régimen empezó a resquebrajarse, esa violencia no se evaporó. Cambió de forma, se desplazó a nuevas instituciones y, pese a los avances legislativos, dejó una estela de miedo y silencio que se alargó hasta no hace tanto, si es que ya ha terminado.

Desde que el debate sobre la memoria histórica entró en la conversación pública hace un par de décadas, ese mutismo se ha ido reduciendo. En los últimos tiempos, hemos visto llegar una ola de novelas, ensayos, cómics, películas y series que narran e investigan la persecución y la represión de la población LGTBI durante la dictadura, así como su prolongación en el periodo democrático. No son solo testimonios, sino también gestos de restitución, que devuelven la dignidad a quienes el régimen redujo a la categoría de “vagos y maleantes” y obligan a observar el engranaje que hizo posible esa brutal cacería. El fenómeno dialoga con las políticas contemporáneas de memoria y con el nuevo interés social por los relatos de reparación. Pero también funciona como advertencia: si ya ocurrió una vez, puede regresar de formas menos ostentosas, pero igual de eficaces.

En el reciente ensayo Sexo en el franquismo (Almuzara), que recorre las costumbres eróticas de los españoles durante cuatro décadas de dictadura, el sociólogo Manuel Espín accede al asunto por un umbral original: el escaparate de la camaradería viril, esos espacios exclusivos para hombres, del cuartel al gimnasio, donde el culto a la hombría dejaba entrever un evidente homoerotismo.

“Los regímenes fascistas exaltan el cuerpo masculino y la disciplina física, pero ese mismo ideal de virilidad termina generando una tensión que se niega a sí misma”, explica Espín. Mientras tanto, el régimen perseguía con ferocidad a los homosexuales, tildados de “viciosos y pervertidos”, que se exponían a detenciones, fichas policiales, encarcelamientos e incluso al internamiento en correccionales. Aunque, más que la sanción administrativa, pesaba el estigma social que la acompañaba. “En el Reino Unido la homosexualidad estuvo prohibida hasta los años cincuenta, pero existían niveles de tolerancia. En Francia, también hubo cierta permisividad. En España eso no se da, porque la represión social es mayor. La gente no temía tanto la multa o la noche en la cárcel como la vergüenza. Que una persona fuera señalada en una de estas situaciones suponía la muerte social en vida”.

La condena moral, con la Iglesia católica como sostén doctrinal del régimen, acabó convertida en texto legislativo. En 1954, Franco firmó una reforma de la Ley de Vagos y Maleantes que incorporaba a los homosexuales en la lista de individuos peligrosos para la sociedad, junto a mendigos, proxenetas o rufianes. El texto permitía su reclusión en cárceles o colonias “de trabajo” por un periodo de hasta cinco años prorrogables y la imposición de oscuras medidas de “vigilancia especial”. Ya en el tardofranquismo, las descargas eléctricas y otros tratamientos que prometían erradicar la homosexualidad fueron avalados por Antonio Vallejo-Nájera, jefe de los servicios psiquiátricos del Ejército franquista, o Juan José López Ibor, referente de la psiquiatría nacionalcatólica, convencidos de que se trataba de un trastorno corregible.

El historiador Javier Fernández Galeano, profesor de la Universidad de Valencia, lleva casi dos décadas investigando la represión del colectivo. En 2025, ha publicado dos ensayos sobre la cuestión: Obscenidad queer (Bellaterra), donde sigue el rastro de lo que el régimen consideraba indecente en expedientes judiciales e informes de censura, y Gestos en la noche (PUV), a partir de los expedientes de peligrosidad social en la Comunidad Valenciana. “Al principio costó tratarlo como un tema de investigación, porque se consideraba una experiencia muy minoritaria y no se veía como un asunto legítimo”, afirma el profesor, que hizo su doctorado en la Universidad de Brown, uno de los centros de la prestigiosa Ivy League, porque nadie en España se interesaba por el asunto. Por eso, los primeros estudios llegaron desde el periodismo y no desde la academia: ahí está El látigo y la pluma, de Fernando Olmeda, ensayo ya clásico de comienzos de los dos mil, que Dos Bigotes, sello especializado en temas queer, reeditó en 2023.

Para Fernández Galeano, el punto de inflexión llegó con la apertura de los archivos, medio siglo después de los delitos. El historiador descubrió en ellos un catálogo de represión, pero también una huella involuntaria de la existencia de una profusa subcultura homosexual y transgénero. “Por un lado, es esencial conservarlos para denunciar una política sistemática de penalización de la disidencia sexual, que imponía una imagen distorsionada del colectivo”, dice Fernández Galeano. “Y, al mismo tiempo, aunque la burocracia actuara con violencia y humillación, esa tenacidad al documentar sus vidas recogió trazos materiales que de otra forma se habrían perdido: cartas, fotos, testimonios… Hay que aprender a leer entre líneas, a escuchar los susurros de lo que se dice sin decir. Como decía Foucault, la represión saca a la superficie relaciones que de otra manera permanecerían invisibles”. De esos documentos en archivos municipales y regionales emerge una cartografía de lugares de encuentro, rituales de identificación e iconos culturales y eróticos.

En España, el control de la población LGTBI tuvo una rigidez particular, porque la persecución se manifestaba también en el día a día. “Existía un entramado institucional dirigido a asegurar la conformidad social. Cuando se detenía a un homosexual, testificaban el párroco, el alcalde, la Guardia Civil, la policía, el empleador y los vecinos”, subraya Fernández Galeano. La vigilancia se ensañó con transexuales y travestis, que se empezaron a identificar con ese nombre a finales de los sesenta. “La pluma era la alerta que llamaba la atención de la policía, sobre todo en ciudades como Barcelona o Madrid, en conexión con el mundo del espectáculo y el trabajo sexual”, explica el historiador. Ahí se concentraban las detenciones, cortando las redes de solidaridad que empezaban a tejerse: “El objetivo era claro: evitar que se consolidara una cultura propia, basada en el apoyo mutuo y la aceptación social”.

En los últimos años, el estudio de esa represión se ha ido filtrando en la ficción, convirtiendo en más accesible un material áspero por definición. Sin ser el tema principal del libro, dos de los personajes de La península de las casas vacías (Siruela), José y Jacobo, primos y soldados en el bando republicano, vivían una historia de amor clandestina. Mientras tanto, Nando López relata en Los elegidos (Destino) la historia de Santos, un joven bibliotecario y director de un grupo de teatro universitario, y Asun, una cantante de copla que renuncia a los escenarios para casarse con él. Tras esa fachada de matrimonio convencional se esconde una verdad clandestina: Santos es homosexual y ese matrimonio, en pleno franquismo, es su manera de sobrevivir justo cuando la reforma de la Ley de Vagos y Maleantes convierte a los hombres de su condición en delincuentes.

Para el autor, la proliferación de relatos sobre el colectivo LGTBI en tiempos de dictadura también habla de las ansiedades del presente. “Antes de escribirlo, sentí que había derechos conquistados que volvían a peligrar, con el auge de la extrema derecha, y comprendí que parte de esa vulnerabilidad venía del desconocimiento de la historia”, afirma López, escritor y dramaturgo nacido en 1977. Por eso, más que recrearse en el aparato represivo, la novela habla de los mecanismos cotidianos de control. “Para algunos fue peor el estigma que la represión física”, dice el escritor, que quiso sacar su relato de un nicho de mercado para llegar a un público muy amplio. “Si solo nos contamos nuestras historias entre nosotros, caemos en la endogamia. Igual que durante años el colectivo tuvo que reflejarse en historias heterosexuales, ahora me gustaría que los lectores heterosexuales se reflejaran en las nuestras”. La novela ya va por su quinta edición y se prepara una adaptación al cine.

En Una luz tímida (Seix Barral), Àfrica Alonso rescata del silencio la historia de Isabel y Carmen, dos maestras que vivieron su amor en la clandestinidad durante el franquismo. La novela, inspirada en su propia obra teatral de 2020, surge de una necesidad. “No encontraba este tipo de historias en la cartelera. Sentí la urgencia de dar voz a quienes murieron sin que nadie conociera su historia”, sostiene Alonso, que se basó en una historia ­real que tuvo lugar en Catarroja, cerca de Valencia.

Las mujeres lesbianas padecieron un tipo específico de represión. Apenas aparecían citadas en las leyes, sobrevivían camufladas en la amistad y el sigilo, se reconocían con claves mínimas (“¿eres librera?”), y solo asomaban con más nitidez en los márgenes de ciertos círculos culturales. Si la homosexualidad masculina se interceptaba en el espacio público y se castigaba con palizas y penas de cárcel, la represión de las mujeres llegaba a través del aparato doméstico. Ahí se sitúa Una luz tímida, que describe una violencia de puertas adentro que lleva al entorno de una de las protagonistas a internarla en un hospital. Cuando logra salir, deberá convivir toda la vida con una herida profunda: tener que renunciar a su familia por su sexualidad. Alonso, nacida en 1995, cree que el mutismo respecto a este trauma colectivo ha tenido efectos nefastos. “Hemos creído que el silencio reparaba, cuando solo repara la palabra”, opina. “No lo hemos transmitido a las generaciones jóvenes, y mientras tanto la extrema derecha ha tenido un acceso directo a sus cabezas”, dice.

Otras disciplinas se han sumado a esta ola. En 2018, el cómic El Violeta (Drakul) fue de los primeros en convertir en relato gráfico los métodos de castigo contra la disidencia sexual. Más recientemente, Que no se olvide (Salamandra) ha retomado esa memoria a partir del testimonio de represaliados. El documental Un hombre libre recupera la figura del escritor Agustín Gómez Arcos, víctima de una doble condena por ser homosexual y crítico con el régimen. Y la película Els mals noms, premiada en el pasado festival de Sevilla pero aún pendiente de distribución, desmonta la leyenda negra de La Pastora, nombre con el que fue conocido Florencio Pla Meseguer, persona intersexual y uno de los últimos maquis valencianos, que sufrió un acoso continuo. “Hay más casos que el de Lorca o el Grupo Cántico, muchas historias que aún no se han contado”, dice su director, Marc Ortiz Prades. “Es importante ver cómo esa represión llegaba al pueblo más pequeño, al sitio más recóndito. Entender esto nos ayuda a entender cómo somos como sociedad”.

Ese impulso lo comparte también la serie Las noches de Tefía (Atresplayer), que en 2023 puso en primer plano un episodio todavía desconocido para muchos: la colonia penitenciaria de Fuerteventura donde el franquismo confinó a centenares de homosexuales. “Es esa ley del silencio que impuso el franquismo. Y esa ignorancia no es inocente: a algunos les interesa que siga existiendo”, dice su creador, el dramaturgo Miguel del Arco, que se inspiró en Viaje al centro de la infamia, de Miguel Ángel Sosa Machín, novela de 2006 sobre un grupo de jóvenes reclusos.

En la serie, que alterna los años sesenta y la actualidad, el pasado no aparece conservado en formol, sino reflejado en el presente. “Me dio miedo que lo quisieran convertir en un Élite ambientado en un campo de concentración”, ironiza Del Arco. “Al final, no tuve una sola línea roja. En el capítulo seis, me cargué a Franco en una ucronía asumida: necesitaba incorporar una brizna de luz”. Ese gesto conecta con el contexto actual. “Nos encontramos en medio de un viraje ideológico en el que muchos ya no saben ver al otro o lo miran con una absoluta falta de empatía”. Por eso estas obras importan: no solo cuentan lo que pasó, sino que aspiran a educar la mirada para que no vuelva a pasar.

18 diciembre 2025

Los amantes astronautas: homoilustración y comedia


Por Carlos Martín Gaebler

En su nueva película, Los amantes astronautas, Marco Berger nos regala un amplio surtido de deliciosos y divertidos juegos de palabras, sobreentendidos, malentendidos y dobles sentidos entre ambos protagonistas, interpretados con solvencia por el argentino Lautaro Bettoni y el español Javier Orán, quienes escenifican la feliz convivencia del acento porteño con la pronunciación peninsular. Relinda riqueza del poliespañol de nuestros días. 

Los diálogos entre Maxi y Pedro, los "amantes astronautas", van escalando desde la broma a la ternura y finalmente hasta el amor. Surge química entre los protagonistas masculinos desde la primera escena.

Berger escribe un guion coherente, impecable, que pone en boca de sus actores para reflexionar lúdicamente sobre qué es lo gay, qué es lo hetero, la bisexualidad y los roles sexo-afectivos que fluyen. Homoilustración servida con mucha comicidad. 

El director argentino es un maestro escribiendo diálogos ingeniosos (como el picante cara a cara en el videoclub, o el inteligente oxímoron a partir de la nariz de Pinocho). En esta ocasión, Marco Berger  logra sorprender de nuevo trazando un planteamiento argumental originalísimo, que prefiero no desvelar aquí. Una película divertida, dialéctica y locuaz para ver una y otra vez. Ojalá se filmaran más películas conjuntas entre ambos lados del Atlántico. 

Me parece un milagro que esta cinta sea una realidad (se estrenó en BsAs en 2024, aunque aún no ha llegado a salas de cine en España) dado el oscuro panorama actual del cine argentino, amenazado por el monstruo de la motosierra. 

 (Esta versión youtubera está subtitulada en inglés, lo que el espectador internacional sin duda agradece.) 115 min.

Artículo relacionado: Marco Berger sobre su cine

17 diciembre 2025

Merina Gris y Gorka Urbizu incendian el presente con su canción 'Tesla Bat Sutan'


Por Paula Etxeberria Cayuela, Diario de Navarra, 19/09/25

Después del éxito de su segundo LP, Zuloa, y de posicionarse como la banda más influyente de Euskal Herria el pasado año, los donostiarras Merina Gris regresan con un nuevo singleTesla Bat Sutan (Un Tesla en llamas), grabado además, en colaboración con Gorka Urbizu (Berri Txarrak).

"El encuentro entre ambas partes, símbolo de unión entre el pasado y el presente de la música vasca (inherentemente revolucionaria), cristaliza en una canción que retrata un mundo capitalista, voraz y decadente, y al mismo tiempo refleja la vulnerabilidad de quienes lo habitan", informan desde Airaka Music.

Un espejo en el que la banda se mira con rabia, desamparo y un extraño deseo de ver arder todo lo que se da por seguro.

La letra de Tesla Bat Sutan entrelaza imágenes de vacío emocional, insensibilidad y soledad con guiños directos a Berri Txarrak.

Más de veinte años después de haber escrito Libre (incluida en su álbum homónimo de 2003), la letra de Urbizu en la que cantaba "Zuen kaiola erraldoietan dena eros daiteke" (“en vuestras jaulas gigantes todo se puede comprar”) cobra más sentido que nunca, y el nuevo single de la banda es un pequeño homenaje a los álbumes más radicales del trío vasco.

"Para Merina Gris, trabajar junto a él no es solo un gesto musical: es la materialización de un sueño adolescente, el cruce con una voz que ha atravesado generaciones y que ahora encuentra en el pop violento del trío un territorio común", destacan desde Airaka Music.

Por ello, el Tesla del título no es casual. Es el emblema de un progreso tecnológico que promete un futuro brillante, pero que en realidad dibuja un mañana oscuro, incierto, y quizás terminal.

Durante el proceso de composición, el apagón general que mantuvo España a oscuras durante 24 horas selló la metáfora: incluso la electricidad, motor de esa modernidad, puede desaparecer de golpe. Así nació el verso que articula la canción: “y tú, cuando se apaguen las luces… ¿dónde te esconderás?”

Fieles a su estética de claroscuros, Merina Gris no rehúyen el vértigo de esas imágenes. La canción crece como un cóctel de emociones negativas que, sin embargo, contiene un atisbo de esperanza. Una esperanza que ellos mismos califican de ilusa, pero que sigue latiendo como único refugio en medio de la tormenta. Así, en “Tesla Bat Sutan” conviven la crudeza política, la distorsión emocional y la belleza visceral.

Es el testimonio de un presente que se desmorona, pero también la constatación de que, incluso en medio de la ruina, la esperanza es lo único que nos mantiene vivos.

08 diciembre 2025

Hemos dejado de tocar

Con la tecnología, muchos de nuestros estímulos 

son hoy distantes y lejanos, cuando no inexistentes.


Obra 'Absorbed by Light' (Absorbidos por la luz) de la artista británica Gali May Lucas,
presentada en el Festival de las Luces de Ámsterdam de 2023. Foto: 
J. van den Eijnden

Por Diego S. Garrocho, El País, 8 de diciembre de 2025

Hay un momento en el que las palabras comienzan a significar lo contrario de aquello que un día nombraron. Es una paradoja semántica y casi una evidencia de la frágil relación que tienen las palabras con el mundo. En contra de lo que dijera Steiner, no hay ningún lazo invisible que anude por un extremo el lenguaje y por otro la realidad. Por eso estamos perdidos. Nadie puede saber qué significado de todos los que tiene un vocablo a lo largo de la historia es el más legítimo, ni hasta qué punto traicionar la etimología de un término supone una verdadera deslealtad. Una de esas palabras que dejaron de ser lo que fueron y que incluso invirtieron el sentido de su antigua raíz es la palabra “digital”.
Uno querría pensar que lo digital es lo que tiene que ver con los dedos y, sin embargo, hace tiempo que hemos dejado de tocar. La palabra dígito nos recuerda la relación que existe entre la mano y el acto de contar, pues los números, como saben bien los niños, se aprenden siempre con los apéndices articulados de una mano. Del dedo al número y del número a la programación de las pantallas, hay quienes todavía asumen que la digitalización es necesariamente un valor sin que nadie explique cuál es el rumbo que debe adoptar la tantas veces mentada transición digital.
El léxico tecnológico está lleno de paradojas y contradicciones. Llamamos pantalla táctil a una superficie que puedes palpar, a cambio de comprobar que en el fondo no estás tocando nada, salvo plástico. Muchos de nuestros estímulos son hoy distantes y lejanos, cuando no inexistentes o puramente aparienciales. Incluso las palabras, cuando aparecen proyectadas, dejan de ser lo que eran para convertirse en una imagen.
La digitalidad sin tacto hace que la gente viaje, pase consulta, practique inglés, atienda en clase o tenga relaciones sexuales sin tocarse y sin constatar la temperatura y la textura de lo real. Esta asepsia sensitiva nos obliga a vivir sólo para mirar una realidad que ni siquiera existe. Como en aquel texto de Oscar Wilde, desde hace un tiempo no es la copia lo que se inspira en el original, sino que es la reproducción falsa la que se ha convertido en unidad de medida de todo cuanto existe.
La realidad tangible se ha convertido en una excepción y pronto será un lujo que sólo estará al alcance de los más afortunados. Quizá, al final, toda esperanza consista en desobedecer la distancia. Porque sentir que todo está demasiado lejos es la manera más efectiva de condenarnos a una soledad irreversible.

02 diciembre 2025

Me estoy quitando: la difícil desintoxicación del ‘smartphone’

Estamos intentando dejar el móvil en casa: a veces da ansiedad, pero otras veces paz. Dentro de unas décadas no quedará nadie que recuerde que se puede vivir sin el dichoso artefacto colonizando el cerebro.

Por Sergio C. Fanjul

EL PAÍS, 1 de diciembre de 2025

Algunos domingos Liliana y yo salimos sin el móvil, porque nos vendieron el móvil como la libertad pero en realidad es una cadena más larga. Ojo: en nombre de la libertad se cercena muchas veces la propia libertad, como sabemos muy bien los habitantes de Madrid, víctimas voluntarias y frecuentes de este engaño.

Entonces Liliana y yo, tratando de librarnos de la red mundial, al menos por un rato, tenemos que romper la inercia de la dependencia, salir de la lógica perversa del scroll infinito y afrontar la infinidad de la vida, unas horas de desconexión con lo que pasa muy lejos y de conexión con el aquí y ahora de la ciudad. Todo lo que sucede, sucede ahora a solo unos metros: el paso de cebra, el perrito simpático, la señora sin hogar, la nueva bakery clónica (está de moda merendar), el aroma fugaz que nos trae recuerdos de hace 15 años. A veces la desconexión genera un fondo de ansiedad, otras veces una profunda sensación de paz.

Somos adictos al smartphone y tratamos de ocultárselo a nuestra hija: queremos que nos vea más tiempo leyendo a Michel de Montaigne (el inventor del sentido común moderno, que tanta falta hace) que mirando Instagram, para que ella haga lo mismo, como mostraba esta viñeta genial de Flavita Banana. Pero ese empeño hace más evidente nuestra adicción, cuando sentimos nervios por no poder mirar el puto móvil o cuando nos descubrimos chequeando la pantalla en el baño o tras la puerta, ocultos en la penumbra, como toxicómanos furtivos.

A nosotros la Revolución Tecnológica en curso nos cogió en buen momento, la adolescencia, de modo que recordamos cómo era el mundo sin smartphones y nos damos cuenta del delirio contemporáneo. Aún recuerdo con asombro la primera vez que me comuniqué en tiempo real con mi amigo Álvaro mediante el Yahoo! Messenger, después de tomar unas cañas: parecía un milagro.

Vinieron poco a poco otros milagros: los blogs, las redes, YouTube, Spotify, estos teléfonos (¿por qué los seguimos llamando teléfonos?) que son más inteligentes que nosotros. Pero los que nacen ahora, como nuestra hija, no tienen con qué comparar, y dentro de unas décadas no quedará nadie que recuerde que se puede vivir sin el cerebro colonizado por el dichoso artefacto. Por eso a la pequeña Candela tratamos de mostrarle que móviles hay, pero no tanto.

La primera experiencia de desintoxicación digital que intentamos fue un viaje a Ávila, en 2019 (escribí una crónica). La elección del destino era impecable porque la Ávila hermosamente amurallada es la ciudad de la mística, donde vivieron Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Moisés de León, eminencia de la Cábala, y dejar el móvil en casa tenía que ayudar necesariamente a conectar con la divinidad: nadie habla con Dios por WhatsApp (sea Dios lo que sea).

Fue curioso comprobar cómo nos echábamos la mano al bolsillo sistemáticamente en busca del aparato ausente o sentir vibraciones imaginarias como si nos estuvieran telefoneando desde otra dimensión (¿Sería esa la llamada de la divinidad?) Nos vimos obligados a preguntar las direcciones a los transeúntes y a mirar la hora en los campanarios. Nos concentramos como nunca en la ingesta de patatas revolconas con torreznos. Toda la información del mundo no estaba a golpe de clic: qué alivio.

En vez de peli de Netflix, consultábamos la prensa en papel cada mañana en el lobby del hotel y a las 22 horas en punto estábamos frente a la tele para ver una película en un canal lineal, aprovechando las pausas publicitarias para ir al baño como en los good old times. Lo cierto es que la cosa tenía su gracia. Nos dijimos de repetir aquella experiencia en otros viajes, pero nunca lo hicimos. “¿Y si pasa algo?”, nos fuimos convenciendo, como si antes del smartphone nunca hubiera pasado nada.

Hubo un momento en que la vida era esto (el aquí y ahora, etcétera) e internet estaba presa en los ordenadores, una red domesticada: uno tenía que acudir a un terminal para conectarse y navegar un rato y después de ese rato la vida real seguía su curso. Ahora es más real la vida que sucede entre pantallas, vivimos en internet e internet nos atraviesa y descuartiza: mi capacidad de atención ha disminuido tanto que, cuando intento leer (y mi trabajo consiste en gran parte en leer), cada tres frases mi cerebro exige con desesperación un estímulo nuevo, como los que dan las redes a cada instante. La pequeña inyección de dopamina: un like, un reel cachondo, una irresistible receta de smash burger, Amadeo Lladós haciendo burpees.

Pero venceremos.

L'origine du monde

L'origine du monde (Gustave Courbet, 1866)
AVISO: El Daesh y Facebook no quieren que usted mire este cuadro.