Por Najat El Hachmi
Las obras “basadas en hechos reales” tiene hoy una dimensión industrial. Tanto en literatura como en el entorno audiovisual parece que tal etiqueta constituya un sello de autenticidad y, sin embargo, resulta poco verosímil que los autores del presente podamos tener un conocimiento omnipotente sobre hechos que no hemos vivido directamente. Diría que incluso la propia experiencia pasa por un proceso de elaboración a través de los elementos de la narración y el lenguaje que hacen arriesgada la consideración de que un texto sea pura autobiografía. La transformación a la que sometemos los hechos cuando nos ponemos delante de la página en blanco con intención literaria es por fuerza una manipulación al servicio de nuestros propios objetivos creadores más que de la copia fidedigna de “la realidad”. Desconfíen del escritor que no albergue duda alguna sobre la veracidad de lo que cuenta, una veracidad que además es secundaria cuando de lo que se trata es de contar una historia y que el lector se la crea. A menudo, hay que mentir mucho para llegar a alguna certeza, y ese tipo de mentiras son buenas y deseables, porque la ordenación narrativa puede ser más útil que la simple observación del mundo.
A pesar de que haya sido desterrada a la inutilidad del puro entretenimiento espectacular, la ficción sigue vertebrando nuestro imaginario colectivo, y el proceso de reelaboración del pasado mediante novelas históricas o biografías que encajan en el molde de lo comercial tiene muchos peligros. Uno de ellos es leer todo lo que nos precede con la sensibilidad del presente, empañando así la posibilidad de conocer nuestras raíces reales, sumiéndonos en una especie de nebulosa llena de engaños y distorsiones. Como autora, puedo hacer suposiciones, imaginar, añadir y quitar elementos, pero no puedo decir que no estoy mintiendo en nada. No es ético hacer pasar por verdadero lo que es ficción solo para conseguir esa validación del “basado en hechos reales”, que está más al servicio de las ventas que de la creación en sí misma. Hay disciplinas que indagan con rigor en el pasado siguiendo unas directrices claras basadas en datos demostrables. Los escritores y los guionistas no somos historiadores, y si viajamos en el tiempo debería ser para desplegar las alas de la imaginación. Para mí, defender a ultranza que un texto es solamente real es renunciar a la ficción, hoy más necesaria que nunca por tratarse de una forma de comprensión del mundo compleja y matizada, mucho más reconfortante, quizás más auténtica, que la realidad pura y dura.
El País, 6 de diciembre de 2024
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