Me pregunto cómo lo hacen esas personas que van con el tiempo justo a la terminal y no sufren un ataque de ansiedad. Yo nunca corro porque siempre voy con margen más que suficiente para realizar un vuelo transoceánico, aunque vuele a Santander.
A pesar de volar con asiduidad, hasta que no me encajono en el asiento del avión, mi estado de ánimo no deja de ser el de El grito de Edvard Munch. Estado que empiezo a adoptar cuando compro el billete, no sin esfuerzo y sin estar seguro del todo si no me habré equivocado en la fecha de mi nacimiento o en la de la ida y la vuelta o en algún número del DNI y/o pasaporte, y que, en realidad, ahora que lo pienso bien, no desaparece hasta que regreso. El aeropuerto es el peaje que se paga por volar a ciertos destinos. Destinos que no siempre merecen la pena. El aeropuerto es una trampa. Cambias el título de la inquietante película Cubo por el de Aeropuerto y no pasa nada.
Ya solo el primer paso de llegar al aeropuerto supone elegir cómo ir al mismo; en taxi, en metro o en autobús —no siempre te puede acercar un familiar o un amigo en coche—. En mi caso, escojo un medio de transporte u otro en función de la hora de despegue y si viajo solo o acompañado. Cada opción tiene sus riesgos y costes, económicos y personales. Una vez en la terminal de salidas, trato de localizar en las pantallas informativas el mostrador de facturación y me aseguro que mi vuelo ni va con retraso ni se ha cancelado. Llegar con tiempo y confirmar que todo va según lo previsto equivale a dos resoplidos de alivio. Y todavía no se ha hecho nada.
Son muchos los que dicen que ya no facturan maleta, sin embargo, sigue habiendo colas largas en los mostradores de facturación. Las aerolíneas compiten por ver cuál de ellas se lo pone más difícil a los pasajeros. Nos quieren al borde de un ataque de nervios y que la maleta que no hemos facturado (por el coste económico y de tiempo que supone) viaje en la bodega del avión. Mientras la fila avanza me aseguro de llevar conmigo toda la documentación en regla, en vigor e impresa; DNI o pasaporte y tarjeta de embarque, y cruzo los dedos para que mi maleta siga midiendo y pesando lo mismo que medía y pesaba la última vez que la medí y pesé. Diez kilos, con unas medidas que se han convertido en un estribillo pegadizo, 55 x 40 x 20 cm. Exceder el peso máximo permitido de equipaje supone pagar una cantidad de dinero muchísimo mayor de lo que cuesta todo lo que contiene la maleta o ponerse a reorganizar en plena terminal y sacrificar algo de nuestro excesivo equipaje a la vista del resto de pasajeros. No pasar vergüenza en un aeropuerto está al alcance de muy poca gente.
Con dos tarjetas de embarque, una de papel y otra digital, y con una mochila como equipaje de mano, toca pasar el control de seguridad. Toca hacer otra fila más. Una fila en la que a cada paso aprovecho para sacar el ordenador portátil, quitarme el cinturón, la sudadera y el reloj, meter en una bolsa transparente los botes con líquidos, y guardar el teléfono móvil y la cartera en la mochila. Parece mentira que haya muchos más olvidos que robos en esas cintas por las que no dejan de pasar las pertenencias más valiosas de los pasajeros. Una vez estoy listo para cruzar ese marco sin puerta sin pitar, disfruto de ese placer culpable de ver y escuchar a las personas de seguridad dirigiéndose a unos pasajeros que o no les entienden o no les quieren entender. Pasajeros a quienes les da pereza descalzarse, reacios a desprenderse de su recién comprada botella de aceite de oliva virgen extra o que prefieren beberse un litro de lo que sea que contenga la botella que llevan consigo antes que verterlo. Cuando me toca pasar el control de seguridad, si pito me lo tomo como una derrota. Puede darse el caso de que no pite, pero que tenga que abrir la maleta para mostrar a la persona de seguridad que eran infundadas las sospechas que había con el objeto que el escáner no reconocía. Tampoco le culpo, todavía no sé cómo puede identificar nada en esa pantalla en la que hay más colores que formas.
Después, es el momento de transitar por la terminal. Un espacio comercial que funciona como Ikea. Tiene atajos, pero hay que pasar por tiendas en las que todo lo que se vende es caro, aunque no lo parezca por la cantidad de gente que compra. Corbatas, auriculares inalámbricos, alcohol, almohadas, chocolatinas, camisas, etcétera. Ni siquiera comprando o mirando, el estrés, la angustia y la ansiedad desaparecen. En un aeropuerto siempre hay que estar alerta. La puerta de embarque puede cambiar sin avisar. Lo único que se avisa por megafonía en todos los aeropuertos del mundo es que no se avisa del cambio de puerta de embarque. Hay que consultar las pantallas informativas. Algo que suelo hacer cada dos o tres minutos. Estaría bien que las pantallas indicasen los destinos en vez de por su nombre por pinturas. De esta manera, los cuadros de Antonio López se identificarían con Madrid, los de Joaquín Sorolla con Valencia, los de Paul Gauguin con la Polinesia Francesa, los de Katsushika Hokusai con alguna ciudad japonesa, los de Fernando Botero con Medellín o Bogotá, los de Henri de Toulouse-Lautrec con París, los de David Hockney con Los Ángeles y los de Edward Hopper con Nueva York, por citar varios ejemplos. Seguiríamos siendo pasajeros estresados, pero ilustradosCuando lo tengo todo controlado y, si tengo tiempo antes de embarcar, me suelo regalar un café del McDonald´s. El único sitio en el que no tengo que hacer una tabla Excel para saber si me lo puedo permitir o no. Mientras me lo tomo me pregunto cómo lo hacen esas personas que van con el tiempo justo al aeropuerto y no sufren un ataque de ansiedad. Yo nunca corro por una terminal porque siempre voy con margen más que suficiente para realizar un vuelo transoceánico, aunque vuele a Santander. Cuando embarco, vuelvo a resoplar de alivio.
La relajación me dura hasta que el avión aterriza y me dirijo a recoger mi maleta. Mientras espero a que aparezca en la cinta transportadora, busco con la mirada dónde se encuentra el mostrador del equipaje extraviado. Pienso en mi maleta y me la imagino abandonada y sola en el hangar de algún triste aeropuerto de un país al que no creo que viaje nunca. También pienso qué haré en caso de que me digan que han encontrado en su interior droga o dinero sin declarar. Cosas que seguro alguien me ha metido, a pesar de haber candado mi maleta, con un candado que se abre con cualquier llave y/o con un palillo. Sin recurrir ni a la fuerza, ni a la maña. Hasta ahora nunca me ha pasado, pero estoy casi seguro que me pasará. Es mi fatal destino, pienso.
Al ver aparecer mi maleta siento alivio y ganas de llorar. Lágrimas que pronto se convierten en algo de resquemor por no ser el motivo de la algarabía que hay al otro lado de la puerta en la terminal de llegadas. Ni soy el motivo de la alegría que suele haber en ese espacio, ni nadie me espera sosteniendo y mostrando una tableta con mi nombre y apellidos. A partir de ese momento somos mi maleta golpeada, en el mejor de los casos, o con una rueda que no gira, y yo. Tras el viaje, será momento de pasar de nuevo por todo este tránsito que, al final, siempre merece la pena, ya sea para descubrir un lugar o para regresar a casa.
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