28 enero 2020

La casa de los años felices


Por CARLOS MARTÍN GAEBLER

Todo debió comenzar una mañana de primavera de 1965, tras un paseo que dieron mis padres por los jardines primigenios del Hotel Marbella Club, en la ladera de la Sierra Blanca malagueña, entre la montaña y el mar. Esta primera fotografía en blanco y negro, tomada por mi tío Fernando, plasma la fascinación que, ya por entonces, debieron experimentar ante un entorno tan idílico.


En abril de 1965, mis padres habían hecho un primer viaje a la zona de Artola, una zona a medio camino entre Marbella y Fuengirola, junto con mi tío Fernando, mi hermana Marta y yo, y nos habíamos hospedado todos en el Hotel Artola. De aquella fecha es la preciosa foto sobre el césped de Los Patios que imagino nos haría Manuel, el jardinero. Al fondo se aprecian las lomas aún vírgenes de la costa. Aquella foto de familia presagiaba la felicidad que estaba por venir, pues fue entonces cuando mis padres decidieron adquirir uno de los entonces 18 adosados (llamados Patios) de dicho conjunto, del que se conservan espléndidas fotos promocionales de 1965
Constaba el búngalo (así los llamaban) de 113 metros cuadrados repartidos en dos plantas: salón, dormitorio, baño, cocina, trastero bajo la escalera y patio a cielo abierto en la planta baja; y dos dormitorios, baño, balcón y terraza en la planta alta. Con este grupo de viviendas el arquitecto Julián Manzano Monis logró hacer una revisión de la idea de la casa-patio mediterránea desde la modernidad arquitectónica.

Los niños y niñas de Los Patios aguardábamos con impaciencia la llegada diaria a mediodía, siempre antes de la hora del almuerzo, de la furgoneta-tienda, con sus chucherías varias. Paraba junto al aparcamiento central, y nuestras madres o las sirvientas de algunas familias compraban alimentos de primera necesidad, en tiempos en los que apenas había supermercados a lo largo de la costa.

La fiesta de disfraces que se organizaba al final de las vacaciones era el punto álgido del veraneo para niños y niñas. Nuestros padres nos fotografiaban a todos puestos en fila, como muestra la foto. Luego jugábamos al escondite hasta la hora de cenar. Allí los niños y niñas teníamos mayor libertad de movimientos que en la ciudad. En aquella época analógica nos divertíamos físicamente, corriendo y revolcándonos sobre la tupida y mullida alfombra verde de césped que, con mimo y dedicación, cuidaban nuestros hacendosos jardineros, Manuel Benítez primero, y Juan Carlos Orellana después, que ejercían de hombres para todo, siempre dispuestos a arreglar cualquier avería con pericia y oficio. El jardín era el escenario de nuestras correrías. Sobre él jugábamos al backgammon, al parchís, al escondite, incluso al croquet. Interactuábamos sin artilugios electrónicos. Dentro de la casa jugábamos al dominó, al Monopoly o a las cartas. Mi madre nos enseñó, con mimo y paciencia, a jugar a la canasta y al continental, sofisticados juegos de naipes que encontré fascinantes desde la primera partida, y que seguí jugando de mayor. Aún conservo esas dos barajas de naipes. ¡Cómo añoro aquellas partidas de cartas!

¡Qué tiempos aquellos sin móviles cuando vivíamos la vida con intensidad sin estar empantallados ni enfrascados en dispositivos electrónicos, como les ocurre a los niños de la era digital! Nuestras madres nos criaron de cerca, sin distracciones electrónicas que llevarse a las manos, pendientes de nosotros con alegría y naturalidad. ¡Qué infancia tan afortunada tuvimos!
Mis padres, Manolo y María Luisa, nuestros vecinos Curro y Amelia Esteban, Juan Luis y Pilar Ruiz-Acal, y más tarde mis tíos Aurora Romera Ojeda y Carlos García Simeón, acostumbraban a sentarse a la sombra de un árbol que había junto a la alberca para tomar el aperitivo tras regresar de la playa. Era un precioso ritual colaborativo que daba pie a animadas charlas. Cada familia aportaba algo y, al finalizar, no quedaba ni un papel ni una colilla sobre la yerba. 

Mi recuerdo más imborrable de aquellos años felices gira en torno a la cabaña que, durante varios veranos, construíamos mi vecino Curro, su primo Carlos y yo sobre la ladera de la duna natural de Artola. Ya por entonces Currito apuntaba maneras de ingeniero, pues la cabaña nos quedaba estupenda. Nos íbamos a merendar allí, y (según me dicen) las chicas tenían terminantemente vetado acercarse a ella (no me pregunten por qué, porque ni yo lo recuerdo). Una tarde mi padre tuvo la feliz ocurrencia de hacernos una visita cámara en mano, y nos retrató a los tres posando orgullosos junto a nuestra obra constructiva.

Durante los años de mi adolescencia, los momentos más dolorosos eran los guateques, cuando los chicos bailaban con las chicas. Solían organizarse en nuestra casa o en casa de los Esteban, cuando nuestros padres salían a cenar. Bailábamos al ritmo lento de Samba pa ti de Carlos Santana, de Let it be de los Beatles, o de Morning has broken de Cat Stevens, canciones para bailar agarrao que la peña aguardaba con anticipación, menos yo, que no podía bailar con los chicos que me gustaban. Por aquel entonces, poco podía imaginarme que aquel sentimiento de aislamiento desaparecería un día de 1980 y se transformaría en gozosa liberación. Poníamos elepés y sencillos,
que nos traíamos de la ciudad, en mi radio-tocadiscos Philips, en el que también empecé a aficionarme a escuchar la radio en la sintonía de LVG (La Voz del Guadalquivir), mi particular escuela de música anglosajona, precursora local de Radio 3.

Durante los años 60 y 70 existía una alberca sobre el promontorio que describía el jardín. En aquellos tiempos no había sistemas de mantenimiento del agua en dichas albercas, por lo que el entrañable y tosco Manuel no paraba de vaciarla, encalarla, volverla a llenar, y, cuando el agua se ponía verde unos días después, vuelta a empezar. Como ya por entonces los propietarios comprendieron que este derroche no era sostenible, se optó por cegar la alberca y cubrirla de césped. Todos salimos ganando, pues se redujo considerablemente el consumo de agua del pozo comunitario y, por supuesto también, el nivel de ruido en el jardín.


La última foto familiar junto a la palmera
La palmera que había frente a nuestra casa (el patio número 11) fue testigo de nuestros mejores momentos en el microclima suave de aquel paraíso verde. Ya aparecía diminuta y recién plantada en las fotos promocionales de 1965. La vimos crecer durante cuatro décadas. Recuerdo a mi madre haciendo crucigramas o leyendo a Carlos Castilla del Pino o a Henry Miller bajo su sombra, a mi padre estudiando diligente sus revistas médicas o leyendo su ABC, las partidas de backgammon en el maletín que ha llegado hasta nuestros días, las siestas bajo su sombra sobre una tumbona, jugar con mis dos sobrinas, Paula y Sandra, cuando eran pequeñas sobre la alfombra vegetal que la rodeaba. Dos años antes de vernos obligados a vender la casa para hacer frente a los cuidados que mi madre enferma y dependiente requería, la palmera se infectó con el escarabajo rojo picudo, que acabó con ella en pocos meses. Fue un golpe penoso y una premonición de que nuestro tiempo allí estaba próximo a concluir. No obstante, el capital obtenido por la venta nos permitió tratar a mi madre como a una reina hasta su fallecimiento.

Tanto mi madre como mi padre eran personas ilustradas y, como tales, ávidos lectores. Nuestras primeras lecturas veraniegas de niños fueron las novelas de aventuras de Los cinco secretos, de Enid Blyton. Años después, hacia 1970, mis padres empezaron a comprar cada semana un volumen de la colección divulgativa de bolsillo RTV de Salvat, que, entre otros, publicaba clásicos españoles del siglo de oro: Fuenteovejuna, El Caballero de Olmedo, El Lazarillo de Tormes o El Buscón. Mi padre me animaba una y otra vez a leerlos. Terminarlos me costaba lo indecible; sin embargo, hoy me alegro de mi esfuerzo y de su insistencia, pues me despertaron la pasión por la lectura durante mi adolescencia, un hábito que me ha reportado grandes dosis de felicidad a lo largo de mi vida. También recuerdo devorar, recostado a la hora de la siesta en el dormitorio de arriba de la casa, las páginas de ¡Viven!, el emocionante relato (que aún conservo) de los supervivientes del equipo de rugby uruguayo cuyo avión se había estrellado contra una cumbre nevada de los Andes en 1972.

Entre tantas reminiscencias gloriosas, aún albergo algún recuerdo doloroso de aquel ambiente idílico, como los berrinches que cogía mi padre cuando jugaba al tenis conmigo. Las dotes pedagógicas de mi padre, de por sí autoritario por naturaleza, dejaban, a veces, mucho que desear. Cuando yo no acertaba a darle bien a la pelota, se irritaba tanto que hasta tiraba la raqueta al suelo y me recriminaba mis fallos con furia. Ver a mi padre perder los nervios con tanta frecuencia me dejaba bloqueado. Me sometía a un nivel de exigencia que nunca le demandaba a mis hermanas.
El jardín pintado por mi madre, visto desde el salón.

Los niños madrileños llegaban cada verano a la par que nosotros, los sevillanos. Aquellos aterrizaban con sus ruidosas motos, sus palabrotas y su indisimulada pijería capitalina. Nosotros éramos felices con nuestras bicis compartidas, nuestros libros y nuestros juegos. Había como un muro invisible que impedía nuestra convivencia con aquellas familias ostentosas y franquistas hasta la médula. Por aquel entonces, poco hacía presagiar que, décadas después, Madrid, la cosmopolita y acogedora Madrid de todos, se convertiría en mi ciudad adoptiva durante el resto de mi vida, la urbe que añoro cada día desde la cotidianeidad de una ciudad de provincias que se vanagloria catetamente de su pasado.

Entre los veraneantes que acudían cada año a Artola estaban los Antequera Soria, una familia madrileña, a cual más guapo. Venían de Madrid con sus motos Bultaco, y su presencia por la urbanización suponía un remolino de excitación y frenesí. Juan Carlos, el mayor de los cuatro hermanos varones, era un muchacho simpático de mi edad, un seductor nato, alto, bronceado, de melena rubia, que le daba el aspecto de un surfista adolescente. Acostumbraba a colgarse hermosas cadenas de plata al cuello y a lucir pulseras.


En la única fotografía que conservo de él, aparece rodeado de su cohorte de admiradoras en el jardín comunitario. Su belleza me dolía. En aquellos años de angustiosa represión personal, yo envidiaba su fama de precoz donjuán. Una vez, tras una mañana de playa, me llevó de paquete en su moto de vuelta a mi casa... Años más tarde, cuando, emocionado, vi por vez primera la imagen de Joe D’Allesandro (actor norteamericano de películas de culto dirigidas por Andy Warhol, e icono erótico de toda una generación de hombres gays en los 70 y 80), flipé al comprobar su semejanza física con quien fue, durante toda mi adolescencia, el rubio objeto de mi deseo.

Tras la separación de mis padres, la propiedad de la casa de la playa le había correspondido a mi madre. Recuerdo una vez que ella y yo pasábamos unos días en la casa, cuando muy de mañana sufrí un terrible cólico nefrítico. Yo le señalaba y me apretaba una zona de mi espalda con el dedo. Mi madre no se lo pensó dos veces, se puso algo de ropa sobre el camisón, me metió en su Renault 5 amarillo y me trasladó a toda prisa a Urgencias del Hospital de la Costa del Sol entre los chillidos que me causaba el intenso dolor en el riñón. El médico de turno que me atendió resultó ser un atractivo treintañero, varonil y peludo, y con buen ojo clínico. Creo que su sola presencia me alivió el dolor, jajaja. Cuando al poco rato, y tras hacer efecto la medicación, me repuse y me dio el alta, casi abrazo a la criatura. 

A mis padres les gustaba compartir aquella preciosa vivienda con familiares y amigos, y a menudo invitaban a recién casados a pasar allí su luna de miel. Muchos años después, Felipe y Teresa aún recuerdan la magia de aquel lugar tan singular. En la primavera de 1978 invité a mis compis de universidad (Curro, Isabel, Antonio, Carolina y Linda) a pasar juntos un puente en Los Patios y lo pasamos en grande. En la década de los 90, la casa de la playa también nos proporcionó alojamiento a mi rockera amiga del alma Alicia Martínez y a servidor para asistir al concierto de Dire Straits en Marbella o al mítico espectáculo de los Rolling Stones en el Puerto de Málaga.

Durante mis años de juventud, y ya libre y feliz, tuve la fortuna de compartir aquella casa mágica con los hombres más importantes de mi vida: Curro Bono, Dan Moseley, Julián Iñesta, Anselmo Ávila, Ángel de Quinta, José Manuel Garrido, Nick Drake, James McGinlay, Juanjo Roldán y Luis Ramos. En muchas ocasiones junto a mi madre, que los trataba como lo que eran, chicos que, de una forma o de otra, me amaban y a los que yo amé. Cuarenta y dos primaveras y cuarenta y dos veranos años dan mucho de sí.

Mi relación con la casa de la playa no fue meramente emocional, sino, sobre todo, física. Con el paso del tiempo y el deterioro consiguiente de la vivienda, me había convertido en el hombre-para-todo. Menos encalar paredes y hacer obras de reforma (qué alegría nos daba llegar muchas primaveras y encontrarnos con alguna mejora arquitectónica en la vivienda), me encargaba de fregar con amoniaco la verdina acumulada sobre el pavimento exterior del patio tras cada invierno, cuidar las plantas cuando ya mi madre no pudo hacerlo, reparar grifos y empalmes eléctricos, guardar calefactores, airear armarios y habitaciones, limpiar el hueco bajo la escalera, desoxidar y pintar maceteros, colgar cuadros y platos, colocar la cuerda del tendedero cada temporada, guardar mantas en plástico, fregar cuartos de baño y cocina, desapolillar y encerar muebles, y hasta retirar las colillas incrustadas en las macetas de gitanillas de la escalera. 

Dos personas maravillosas que residían de forma permanente en la zona se convirtieron, con el paso de los años, en grandes amigos de mis padres, y por extensión de nosotros: Brit Harder y Rafael Osorio. A los pocos años de llegar a Artola, mi madre trabó amistad con un matrimonio jubilado que vivía en una preciosa casa de traza vanguardista en Artola Alta, Oskar y Brit Harder, él alemán y ella noruega. Ambos gustaban de dar largos paseos desde su casa hasta la playa, y su caminata les llevaba inexorablemente a pasar por delante de Los Patios. El marido falleció a los pocos años.
María Luisa y Brit congeniaron porque ambas eran mujeres cosmopolitas, políglotas que rebosaban bondad. Brit solía visitarnos en Los Patios, pero cuando mi madre enfermó y perdió su autonomía motriz, Marta o yo la trasladábamos a su Casa Mariposa para merendar o cenar juntos las exquisiteces noruegas que nos había preparado con esmero. Era ávida lectora de El País y gran amante de la naturaleza. Una tarde conseguí retratarlas sentadas en el hermoso sofá antiguo de su salón. La imagen habla por sí sola.

Por su parte, otro de los recuerdos más vivos que atesoro son las partidas de petanca que mi padre jugaba con su amigo Rafael Osorio, un marbellí de inmenso corazón que, junto a su esposa María, regentaba con dedicación y pasión el chiringuito RA-MA en la urbanización de Marbesa. Ambos fueron muy amigos de mi familia. Mi padre fue el pediatra de sus hijos, y en un par de ocasiones Rafael me recogió en su Seiscientos del abominable internado religioso, a donde mi padre me había enviado dos cursos completos, para pasar unos días junto a su cariñosa familia en la costa. Una fotografía que conservo da fe de la sintonía entre ambos. A su lado aprendí a aficionarme yo también a la petanca de playa, una actividad que permite ejercitar el cuerpo y broncearse a la vez.

Por aquella época, tendría yo unos 13 años y estaba internado en aquel colegio religioso de Málaga de infausta reputación (algún día relataré aquel infierno), mis padres me dejaron una copia de la llave para que cogiera un autobús desde la ciudad y me dirigiera a la casa de la playa para reunirme con ellos un fin de semana invernal. Mi misión era airear los dormitorios, sacar los radiadores eléctricos de los armarios y encenderlos todos antes de su llegada para combatir la enorme humedad que acumulaba la casa. Me sentí muy responsable esa tarde en la que pude huir de aquella cárcel… Eso fue un día de 1972, y aquella llave me acompañó siempre hasta que la tuve que entregar con mucha pena de mi corazón al nuevo propietario el 31 de julio de 2009. 

Siete años antes, el 12 de septiembre de 2002 mi madre sufrió un terrible ictus cerebral que la dejó semipléjica y sin la capacidad de hablar ni de expresarse, ni siquiera de pintar o leer, actividades que la hacían inmensamente feliz. Entonces mi hermana Marta y yo tuvimos que hacernos cargo del mantenimiento y de las gestiones burocráticas de la casa de la playa, así como del alquiler de la misma durante los meses de agosto hasta el día de su venta. Tras tantas vivencias acumuladas, me resultó particularmente traumático tener que desprendernos de la casa de los años felices. cmg2020






24 enero 2020

Provincianos y cosmopolitas

Por RAFAEL ARGULLOL

Viajar mucho sin llegar a conocer nada, tener acceso a gran cantidad de información pero permanecer desinformado y tratar de unificar todo bajo una sola lengua no hace a nadie más universal. Todo lo contrario.

En 1794 el escritor saboyano, aunque ruso de adopción, Xavier de Maistre escribió un delicioso relato, Viaje alrededor de mi habitación, en el que se describe de modo autobiográfico la vida de un oficial que, obligado por una convalecencia a permanecer 42 días encerrado en su cuarto, viaja con su imaginación por un territorio riquísimo en referencias y en pensamientos. El protagonista del texto es un verdadero cosmopolita, un ciudadano del mundo en el sentido literal, a pesar de que está recluido entre cuatro paredes. Me acuerdo con frecuencia del libro de Xavier de Maistre cuando escucho los balances que muchos hacen de sus travesías del mapamundi en viajes organizados, y en los que se plantea una situación inversa a la del argumento literario de aquél: recorren vastos espacios pero su imaginación —o su falta de imaginación— los atrapa en un territorio pobrísimo, tanto en referencias como en pensamientos. Consumen grandes cantidades de kilómetros aunque, como viajeros, atesoran una escasa experiencia de sus viajes. Son, por así decirlo, la vanguardia de los provincianos globales y, en ningún caso, al contrario del oficial convaleciente de Xavier de Maistre, son cosmopolitas ni aspiran a serlo.

El provinciano global es una figura representativa de una época, la nuestra, que empuja al cosmopolita hacia una suerte de clandestinidad. El cosmopolita, personaje en extinción, o quizá provisionalmente retirado a las catacumbas del espíritu, es alguien que desea habitar la complejidad del mundo. Es un amante de la diferencia, ansioso siempre de explorar lo múltiple y lo desconocido para volver a casa, si es que vuelve, con el bagaje de los sucesivos saberes que ha adquirido. El cosmopolita, al no soportar la excesiva claustrofobia de la identidad propia, busca en el espacio absorto de lo ajeno aquello que pueda enriquecer su origen y sus raíces. El hijo pródigo de la parábola bíblica encarna a la perfección ese anhelo: el conocimiento de los otros es finalmente el conocimiento de uno mismo. El cosmopolita quiere saber.

El provinciano global quiere acumular mientras, simultáneamente, elimina o aplana las diferencias. Hay muchos signos en nuestro tiempo que señalan en esa dirección, sin que se adivine cómo el que todavía posee la vieja alma del cosmopolita pueda oponerse. Por su espectacularidad y por su carácter reciente el turismo de masas es, sin duda, uno de esos signos. Cada vez se elevan más voces proclamando el carácter pandémico de un fenómeno que, paradójicamente, en sus inicios se consideró liberador porque el igualitarismo del viaje parecía la continuación lógica de la creencia ilustrada en el igualitarismo de la educación. Sin embargo, cualquiera que se pasee por las antiguas ciudades europeas o, con otra perspectiva, por las zonas aún consideradas exóticas del planeta, puede percibir con facilidad el alcance de una plaga que está solo en sus comienzos. Los centros históricos de las urbes ya son casi todos idénticos, como idénticos son los resorts en los que se albergan los huéspedes de los cinco continentes. La diferencia ha sido aplastada, dando lugar al horizonte por el que se mueve con comodidad el provinciano global.

Con respecto a la información —otra de nuestras deidades, si no la principal— Heráclito, hace 2.500 años, ya dejó dicho que no proporcionaba la comprensión. No parece probable que variara de posición, deslumbrado por nuestras tecnologías. La misma paradoja que afecta al turismo masivo, enfermo de velocidad y cuantificación, afecta a esa humanidad más informada que nunca pero proclive a la amnesia. Como lo demuestran hechos recientes, tal las guerras de Siria o de Ucrania, es imposible que la llamada opinión pública sepa tan poco de aquello que debería saber tanto en la era de la información total. El provinciano global quiere disponer de resortes informativos, si bien es dudoso que quiera saber. Quizá tampoco está en condiciones de hacerlo. Aquellos que detentan el poder, dirigentes políticos y económicos, están en la misma situación. Cuando a menudo nos lamentamos de la falta de estatistas en la política mundial aludimos, en realidad, al dominio del provincianismo global.

La desfiguración de la cultura cosmopolita puede ser clave a la hora de entender buena parte del desconcierto actual. Lo que hemos denominado globalización, vinculada a las grandes migraciones y a las nuevas tecnologías, ha sido, en parte, un fenómeno fructífero, al poner en relación tradiciones ajenas entre sí y al facilitar nuevas posibilidades frente a la desigualdad; no obstante, paralelamente, ha supuesto una devastación cultural de grandes proporciones al destrozar buena parte del sutil tejido de la diferencia. La uniformidad socava los alicientes que alberga toda visión cosmopolita.

Una de las grandes metáforas de este proceso en nuestra época es la rápida, universal y consentida mutilación de centenares de idiomas en favor de un idioma avasalladoramente hegemónico. Con toda probabilidad, hace solo tres décadas, nadie se hubiese aventurado a insinuar que para participar en un congreso en Lisboa sobre Camões —poeta nacional portugués— había que intervenir en inglés, o que en cualquiera de nuestras universidades se puede asistir al espectáculo de que un profesor explique a Baudelaire o a Goethe en medio inglés a un público estudiantil que entiende el inglés a medias. Y aún menos, desde luego, se hubiese podido imaginar que se llegaría a la situación de que un entero país —Corea del Sur— pretenda alcanzar a poseer el inglés, como nueva lengua propia, mediante el ingenioso método de llevar a las embarazadas a clases en aquel idioma, de modo que el feto pueda ya adaptarse a lo que prima en el cada vez más reducido universo lingüístico. Obviamente no tengo nada contra lo que los cursis llaman “lengua de Shakespeare” sino contra el reduccionismo que, al maltratar a todos los demás idiomas, también empobrece a la propia lengua inglesa: recientemente, un catedrático de Oxford me contaba que, mientras la mayoría de sus colegas apenas conocen otros idiomas que no sean el suyo, los escritores británicos contemporáneos utilizan una lengua drásticamente empobrecida.

Este sería un buen retrato del provinciano global: aquel que aspira a hablar un solo idioma, lo más utilitario posible, sin importarle la destrucción de los mundos que habitan en los otros idiomas; aquel que se mueve continuamente de aquí para allá, obseso coleccionista de imágenes, al tiempo que es incapaz de fijar la mirada, y no digamos el pensamiento, en paisaje alguno; aquel que está permanentemente informado con aludes de noticias y mensajes que sepultan su capacidad de comprensión. Es posible que un individuo de tal naturaleza se considere a sí mismo un cosmopolita. Pero vive en una pequeña aldea que ha confundido con el mundo. (El País, 2 de enero de 2016)

21 enero 2020

El veto parental, desenmascarado

El pin parental y otras armas de coacción
Por PURA SÁNCHEZ
Portal de Andalucía, 26 de diciembre de 2019

El concepto de “pin parental” surgió como un mecanismo de control de los progenitores sobre los contenidos audiovisuales que podían recibir o a los que podían estar expuestos sus hijos e hijas. Han sido las propias plataformas audiovisuales, que elaboran o difunden dichos contenidos, las que han ofrecido a progenitores o tutores legales la posibilidad de bloquear determinados canales o servicios, como el de vídeo bajo demanda.

Desde su aparición, el partido de nombre en latín ha dado sobradas muestras de su agilidad a la hora de hacerse con conceptos, ideas e incluso eslóganes de otros, para adaptarlos perversamente a sus intereses. Así ha ocurrido con el denominado “pin parental”, un mecanismo que, según sus propias declaraciones, tiene como objetivo evitar “el adoctrinamiento en ideología de género que sufren los menores en los centros educativos”; en la práctica, se trata de una solicitud dirigida a la dirección de los centros educativos “para que informen a los padres sobre cualquier materia, charla, taller o actividad que afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad”.

Para los negadores de la violencia machista, este ejercicio de control y coacción se presenta, no podía ser de otra forma, como un acto de protección. Esta manipulación suele ser un clásico de los sistemas autoritarios, que pretenden disolver la previsible reacción contraria al control, presentando las actuaciones coercitivas como actos protectores de un “duce” paternal que cuida de sus díscolos hijos a quienes hay que proteger, incluso de sí mismos.

Pero vamos por partes. En primer lugar, el llamado “pin parental” no está pensado para “las” escuelas, para todas las escuelas, sino solo para aquellas donde no llega, de momento, su control ideológico, es decir, la escuela pública. Por tanto, se trata de instrumentalizar a ciertas familias para que controlen al profesorado de sus hijos e hijas, al que no pagan directamente, porque al que pagan, directamente e indirectamente, en los centros con ideario, caso de la educación privada concertada, a ese ya lo controlan.

En segundo lugar, la supuesta protección se ejerce de manera que entorpezca todo lo posible el que otro alumnado reciba esos contenidos; es decir, por razones prácticas, para hacer factible el uso del “pin parental”, lo mejor sería eliminar determinados contenidos “controvertidos”, conformando de paso un alumnado que en poco tiempo pueda ser potencial votante del partido. Y tan contentos.

En tercer lugar, para tratar de justificar su petición, invocan “su” derecho a ejercer dicho control. De nuevo, en el contexto educativo, el concepto de derecho aparece manipulado, como cuando se invoca el presunto derecho de las familias a “elegir” la educación de sus hijos e hijas. Un derecho que puede ejercerse, sin duda, pero no hay obligación de que dicha elección la paguemos a escote todos y todas, tanto quienes  pueden permitirse elegir, como quienes no. En cuanto al derecho a controlar la formación moral o religiosa que reciben sus vástagos, efectivamente, pueden e incluso deben hacerlo, pero hay valores y contenidos que no están en cuestión. Por poner un ejemplo: no son cuestionables los valores éticos ligados a la defensa de los derecho humanos.

Ocurre además que sus ansias controladoras no se quedan en lo que se declara, que ya es lo suficientemente ambiguo, transversal, dicen, como para que se pueda intentar intervenir tanto los contenidos de ciencias sociales como los de valores éticos o los de ciencias físicas. De hecho, la memoria histórica, o cualquier contenido relacionado con la historia del siglo XX, en España o Andalucía, también quiere ser controlado e intervenido.

Traigo aquí a colación lo sucedido en Sevilla, en el mes de noviembre último, en un centro de Secundaria y Bachillerato, a propósito de unas jornadas de memoria histórica que quisieron impedir; presumiblemente una persona con acceso directo al grupo parlamentario del partido de nombre en latín movió ficha para movilizar a la inspección educativa provincial. Al objeto de darle a la posible intervención manu militari apariencia de protectora legalidad, se encargó expresamente analizar los contenidos que se iban a difundir por si contuvieran un nivel de violencia inadecuado para el alumnado. Vaya a ser que los y las jóvenes estudiantes se enteraran de que las fuerzas paramilitares de Falange rapaban y violaban sistemáticamente a las mujeres rojas, animados por las charlas radiofónicas del general genocida Queipo de Llano y ello hiriera su joven sensibilidad…

Y luego está la cuestión de la ideología. La secta abascaliana, y otros partidos que incluso se atreven a llamarse “constitucionalistas”, acostumbran a denominar “ideología” a todo cuanto no coincide con su esquema de pensamiento. Pretenden hacernos creer, por una parte, que ellos carecen de ideología y, por otra, que toda ideología manipula y oculta la realidad, cuando en verdad ideología es cualquier conjunto de ideas que caracterizan a una persona o a un colectivo y que componen su cosmovisión.

La puesta en marcha de procesos de control, manipulación y coacción, con mecanismos tales como el llamado “pin parental”, está empezando a tener nefastas consecuencias dentro y fuera del sistema educativo público. En primer lugar, en no pocos claustros, de forma individual o colectiva, ha empezado a funcionar la autocensura. En segundo lugar, hay que decir que cuando se somete a alguien a este control arbitrario, injusto e injustificable, se arroja una sombra de sospecha sobre él, convirtiéndolo en persona no digna de confianza. Se tarda mucho en conseguir que familias y profesorado tengan una relación de confianza y está comprobado que es uno de los factores que inciden positivamente en la educación del alumnado. La quiebra de esta confianza, más pronto que tarde, vendrá a incidir también en el deterioro de la educación pública, de manera que sea todo el sistema el que resulte sospechoso.

En cuanto al adoctrinamiento, precisamente la clave para evitarlo no es el control ni la coacción, sino posibilitar que el alumnado pueda acceder al conocimiento a través de personas diversas, con ideologías diversas y formas de pensar diversas, de modo que la institución escolar sea ese lugar en el que, como en la vida, nos encontramos la diversidad dentro de la escuela. Por definición, una escuela adoctrinadora es aquella que deja la diversidad fuera.

Hay que decir de una vez que la escuela pública no adoctrina, excepto cuando se “imparte” religión, en días y horas concretos, por un no profesional de la enseñanza, elegido por la autoridad eclesiástica y pagado con fondos públicos, de un estado que se declara aconfesional. El resto de los contenidos de la escuela pública están regulados y presididos por los principios del rigor, el cientifismo y los valores que consagran los derechos humanos, esos que también garantizan la dignidad, la vida y la libertad de los liberticidas, los indignos y los intolerantes. La cuestión es paradójica y nuestra deficiente democracia soporta mal las paradojas; que quienes quieren acabar con la tolerancia y la libertad de ideas y de pensamiento, estén esgrimiendo para lograrlo precisamente la tolerancia y la libertad es una prueba de ello.

Es importante enfrentar esta situación redoblando los esfuerzos por trabajar colaborativamente desde los centros educativos con las familias, prestando apoyo a quienes se pretende desprestigiar o convertir en sospechoso, evitando la autocensura y combatiendo la coacción y el control de forma que a quienes pretenden acabar con la libertad de ideas y pensamiento no les salga gratis.

De nosotros y nosotras, del profesorado, pero también de la sociedad civil, de todos y todas depende que resolvamos la paradoja o que dejemos a quienes “oran y embisten, cuando se dignan usar la cabeza” que campen a sus anchas.

20 enero 2020

Próximo, una pasión por Skype


Por CARLOS E. CUÉ
Babelia, 23.09.17
Los únicos dos actores en escena, el argentino Lautaro Perotti y el español Santi Marín, están a medio metro. Pero jamás se tocan. Ni siquiera se miran. No pueden, porque sus personajes están a miles de kilómetros, uno en Madrid y otro en Australia. Nunca se han visto. Se han conocido por Internet y poco a poco se enamoran por Skype sin llegar a olerse, sentirse, mucho menos besarse. Pero la trama les va empujando hasta convertirse en lo único que les queda en el mundo. Es Próximo, la última obra de Claudio Tolcachir, la estrella del prolífico teatro independiente argentino, creador de la mítica sala Timbre 4 hace 15 años y conocido en España por La omisión de la familia Coleman, que en octubre se repondrá en los Teatros del Canal de Madrid.

“Es una obra difícil, porque los actores no pueden mirarse y uno siempre se alimenta de la mirada del otro para actuar. Me interesaba jugar con esa idea, están tan cerca en el escenario pero para el espectador uno está en invierno y otro en verano”, explica Tolcachir. El vibrante guión del argentino investiga sobre los cambios en las relaciones, la soledad, la búsqueda de la amistad y el amor a través de Internet, y trata de responder a la pregunta original: ¿se puede amar sin olerse, sin tocarse? “Creo que no hay esquemas, uno se puede enamorar de la forma que sea”, contesta Tolcachir, que en todas sus obras busca conectar al espectador con su mundo real. “Es algo muy actual. Yo vivo mucho tiempo lejos de casa, me ha tocado estar lejos con una operación de mi papá, conocí a mi sobrino por Skype. Uno se traslada cuando entra ahí”, cuenta.

La obra, un éxito como casi todo lo que hace este director en la capital argentina, donde se vive con pasión el teatro y se estrenan novedades cada día, introduce poco a poco al espectador en una pasión que empieza siendo un entretenimiento, un capricho, y acaba convirtiéndose en la razón de sus vidas.

Era un amor improbable. Perotti es un argentino de clase baja que acabó en Australia buscando trabajo pero no tiene papeles y vive con terror a ser deportado. Marín es un actor exitoso hijo de un millonario. Uno vive feliz en Madrid y otro sufre solo a miles de kilómetros de su familia y sin hablar inglés. Uno tiene clara su homosexualidad, el otro se avergüenza. Pero poco a poco los papeles van girando, el fuerte se vuelve débil y el desvalido se refuerza. Los dos luchan contra el terror a verse y que las cosas no sean como en la pantalla. “Hay un elemento de clase social, pero quedan igualados porque se necesitan. Uno tiene más oportunidades pero también más mentiras. El otro es más sólido. Eso lo hace más interesante”, remata Tolcachir, sorprendido por lo conmovidos que salen los espectadores, especialmente los hombres. Como otros éxitos del argentino, la obra no tardará en viajar a España.
Teatro Central, Sevilla, 24 y 25 de enero, 20h

17 enero 2020

El placer del arte para nuestro cerebro

Por ANDREA NOGUEIRA CALVAR
El País, 12 de enero de 2020

La faceta artística forma parte nuclear del Homo sapiens. Desde las cavernas, hemos expresado nuestra visión del mundo a través de la pintura y la escultura primero, de la literatura o la música después. El ser humano es arte. Ahora la ciencia investiga la base y el sentido biológico de la experiencia artística, más allá de los beneficios reconocidos.

Ocho figuras humanas cazando sobre piedra. Esta es, hasta el momento, la obra de arte más antigua conocida. Está datada en al menos 43.900 años atrás. Por aquel entonces, Paleolítico Superior, el Homo sapiens se extendía por Europa y dejaba cientos de estatuillas con forma humana talladas en hueso o madera o esculpidas en arcilla. El arte forma parte esencial del ser humano de una manera todavía misteriosa y fascinante para quienes buscan su base y sentido biológico. ¿Por qué y cómo el cerebro crea, procesa y entiende el arte? Durante siglos se han producido muchas reflexiones filosóficas y acercamientos científicos; ahora la neuroestética intenta resolver el enigma.

Aunque los estudios sobre neuroestética son anteriores, no fue hasta el año 2002 que el término se adoptó de manera oficial. Esta disciplina investiga la interacción entre la observación de un objeto artístico y los mecanismos y redes cerebrales que influyen en la respuesta emocional al mismo. “La belleza es una manifestación de la alta organización de nuestro sistema neuronal y no existiría sin el concurso de nuestro cerebro”, explica el doctor Juan Carlos Portilla, vocal de la Sociedad Española de Neurología. El experto enumera que son múltiples las áreas cerebrales que interaccionan durante la experiencia artística. En primer lugar, cuando se observa un cuadro o se escucha una canción, se produce una respuesta sensorial y motora. En el proceso interviene también el conocimiento y el significado, que dependen de la experiencia, el contexto y la cultura de cada individuo. Por último, entra en juego la emoción y la valoración, sujetas al sistema de la recompensa que involucra al placer.

Las herramientas de las que se sirve la neurociencia para analizar estas situaciones son principalmente la neurofisiología y la neuroimagen, especialmente la funcional, aquella que permite ver el espectáculo del cerebro trabajando en directo. Portilla detalla que en los estudios existentes se ha observado cómo las zonas asociadas con la recompensa y el placer se activan como respuesta a un estímulo artístico, pudiendo variar los circuitos que ponen en marcha dichas áreas dependiendo del tipo sensorial: visual, auditivo, etcétera. Es decir, nuestro cerebro disfruta ante una pintura hermosa al igual que ante un plato de deliciosa comida.

Este hecho trae consigo consecuencias. “Existe cada vez más evidencia de los beneficios físicos y del estado de salud general a los que se asocia la percepción y los procesos creativos artísticos, existen incluso proyectos que evalúan de manera concreta estos beneficios”, apunta el neurólogo. Así, algunos estudios vinculan la práctica artística con el desarrollo de una mayor plasticidad cerebral, además de los beneficios psicológicos. Por estos motivos, el arte se emplea como complemento terapéutico en numerosas dolencias: la música en el Alzheimer o las artes plásticas para controlar la ansiedad.

La experiencia artística produce “un bienestar” en la persona, bien sea creador o simplemente espectador, una ganancia que Portilla, matiza, no se puede deslindar de los aspectos culturales: “Aunque existen unos mecanismos comunes cerebrales de respuesta ante un objeto artístico, la influencia cultural y la relación individual con el objeto observado son determinantes”.

Los beneficios se multiplican cuando hablamos de niños. “Teniendo en cuenta los complejos mecanismos cerebrales que entran en marcha durante los procesos creativos, el estimular la participación en el desarrollo de estos procesos facilita una mejor función cerebral y mejor desarrollo de conectividad entre las distintas áreas y funciones cerebrales implicadas. Funciones como la atención, memoria, capacidad visuoespacial, etcétera están directamente asociadas a los procesos de creación artística”, enumera el neurólogo.

06 enero 2020

80 Aniversario del Exilio Republicano

Arquería de Nuevos Ministerios, Madrid, hasta el 31 de enero de 2020