Por CARLOS MARTÍN GAEBLER
Todo debió comenzar una mañana de primavera de 1965, tras un paseo que dieron mis padres por los jardines primigenios del Hotel Marbella Club, en la ladera de la Sierra Blanca malagueña, entre la montaña y el mar. Esta primera fotografía en blanco y negro, tomada por mi tío Fernando, plasma la fascinación que, ya por entonces, debieron experimentar ante un entorno tan idílico.
En abril de 1965, mis padres habían hecho un primer viaje a la zona de Artola, una zona a medio camino entre Marbella y Fuengirola, junto con mi tío Fernando, mi hermana Marta y yo, y nos habíamos hospedado todos en el Hotel Artola. De aquella fecha es la preciosa foto sobre el césped de Los Patios que imagino nos haría Manuel, el jardinero. Al fondo se aprecian las lomas aún vírgenes de la costa. Aquella foto de familia presagiaba la felicidad que estaba por venir, pues fue entonces cuando mis padres decidieron adquirir uno de los entonces 18 adosados (llamados Patios) de dicho conjunto, del que se conservan espléndidas fotos promocionales de 1965.
Constaba el búngalo (así los llamaban) de 113 metros cuadrados repartidos en dos plantas: salón, dormitorio, baño, cocina, trastero bajo la escalera y patio a cielo abierto en la planta baja; y dos dormitorios, baño, balcón y terraza en la planta alta. Con este grupo de viviendas el arquitecto Julián Manzano Monis logró hacer una revisión de la idea de la casa-patio mediterránea desde la modernidad arquitectónica.
Los niños y niñas de Los Patios aguardábamos con impaciencia la llegada diaria a mediodía, siempre antes de la hora del almuerzo, de la furgoneta-tienda, con sus chucherías varias. Paraba junto al aparcamiento central, y nuestras madres o las sirvientas de algunas familias compraban alimentos de primera necesidad, en tiempos en los que apenas había supermercados a lo largo de la costa.
La fiesta de disfraces que se organizaba al final de las vacaciones era el punto álgido del veraneo para niños y niñas. Nuestros padres nos fotografiaban a todos puestos en fila, como muestra la foto. Luego jugábamos al escondite hasta la hora de cenar. Allí los niños y niñas teníamos mayor libertad de movimientos que en la ciudad. En aquella época analógica nos divertíamos físicamente, corriendo y revolcándonos sobre la tupida y mullida alfombra verde de césped que, con mimo y dedicación, cuidaban nuestros hacendosos jardineros, Manuel Benítez primero, y Juan Carlos Orellana después, que ejercían de hombres para todo, siempre dispuestos a arreglar cualquier avería con pericia y oficio. El jardín era el escenario de nuestras correrías. Sobre él jugábamos al backgammon, al parchís, al escondite, incluso al croquet. Interactuábamos sin artilugios electrónicos. Dentro de la casa jugábamos al dominó, al Monopoly o a las cartas. Mi madre nos enseñó, con mimo y paciencia, a jugar a la canasta y al continental, sofisticados juegos de naipes que encontré fascinantes desde la primera partida, y que seguí jugando de mayor. Aún conservo esas dos barajas de naipes. ¡Cómo añoro aquellas partidas de cartas!
¡Qué tiempos aquellos sin móviles cuando vivíamos la vida con intensidad sin estar empantallados ni enfrascados en dispositivos electrónicos, como les ocurre a los niños de la era digital! Nuestras madres nos criaron de cerca, sin distracciones electrónicas que llevarse a las manos, pendientes de nosotros con alegría y naturalidad. ¡Qué infancia tan afortunada tuvimos!
Mis padres, Manolo y María Luisa, nuestros vecinos Curro y Amelia Esteban, Juan Luis y Pilar Ruiz-Acal, y más tarde mis tíos Aurora Romera Ojeda y Carlos García Simeón, acostumbraban a sentarse a la sombra de un árbol que había junto a la alberca para tomar el aperitivo tras regresar de la playa. Era un precioso ritual colaborativo que daba pie a animadas charlas. Cada familia aportaba algo y, al finalizar, no quedaba ni un papel ni una colilla sobre la yerba.
Mi recuerdo más imborrable de aquellos años felices gira en torno a la cabaña que, durante varios veranos, construíamos mi vecino Curro, su primo Carlos y yo sobre la ladera de la duna natural de Artola. Ya por entonces Currito apuntaba maneras de ingeniero, pues la cabaña nos quedaba estupenda. Nos íbamos a merendar allí, y (según me dicen) las chicas tenían terminantemente vetado acercarse a ella (no me pregunten por qué, porque ni yo lo recuerdo). Una tarde mi padre tuvo la feliz ocurrencia de hacernos una visita cámara en mano, y nos retrató a los tres posando orgullosos junto a nuestra obra constructiva.
Durante los años de mi adolescencia, los momentos más dolorosos eran los guateques, cuando los chicos bailaban con las chicas. Solían organizarse en nuestra casa o en casa de los Esteban, cuando nuestros padres salían a cenar. Bailábamos al ritmo lento de Samba pa ti de Carlos Santana, de Let it be de los Beatles, o de Morning has broken de Cat Stevens, canciones para bailar agarrao que la peña aguardaba con anticipación, menos yo, que no podía bailar con los chicos que me gustaban. Por aquel entonces, poco podía imaginarme que aquel sentimiento de aislamiento desaparecería un día de 1980 y se transformaría en gozosa liberación. Poníamos elepés y sencillos,
que nos traíamos de la ciudad, en mi radio-tocadiscos Philips, en el que también empecé a aficionarme a escuchar la radio en la sintonía de LVG (La Voz del Guadalquivir), mi particular escuela de música anglosajona, precursora local de Radio 3.
Durante los años 60 y 70 existía una alberca sobre el promontorio que describía el jardín. En aquellos tiempos no había sistemas de mantenimiento del agua en dichas albercas, por lo que el entrañable y tosco Manuel no paraba de vaciarla, encalarla, volverla a llenar, y, cuando el agua se ponía verde unos días después, vuelta a empezar. Como ya por entonces los propietarios comprendieron que este derroche no era sostenible, se optó por cegar la alberca y cubrirla de césped. Todos salimos ganando, pues se redujo considerablemente el consumo de agua del pozo comunitario y, por supuesto también, el nivel de ruido en el jardín.
La última foto familiar junto a la palmera |
Tanto mi madre como mi padre eran personas ilustradas y, como tales, ávidos lectores. Nuestras primeras lecturas veraniegas de niños fueron las novelas de aventuras de Los cinco secretos, de Enid Blyton. Años después, hacia 1970, mis padres empezaron a comprar cada semana un volumen de la colección divulgativa de bolsillo RTV de Salvat, que, entre otros, publicaba clásicos españoles del siglo de oro: Fuenteovejuna, El Caballero de Olmedo, El Lazarillo de Tormes o El Buscón. Mi padre me animaba una y otra vez a leerlos. Terminarlos me costaba lo indecible; sin embargo, hoy me alegro de mi esfuerzo y de su insistencia, pues me despertaron la pasión por la lectura durante mi adolescencia, un hábito que me ha reportado grandes dosis de felicidad a lo largo de mi vida. También recuerdo devorar, recostado a la hora de la siesta en el dormitorio de arriba de la casa, las páginas de ¡Viven!, el emocionante relato (que aún conservo) de los supervivientes del equipo de rugby uruguayo cuyo avión se había estrellado contra una cumbre nevada de los Andes en 1972.
Entre tantas reminiscencias gloriosas, aún albergo algún recuerdo doloroso de aquel ambiente idílico, como los berrinches que cogía mi padre cuando jugaba al tenis conmigo. Las dotes pedagógicas de mi padre, de por sí autoritario por naturaleza, dejaban, a veces, mucho que desear. Cuando yo no acertaba a darle bien a la pelota, se irritaba tanto que hasta tiraba la raqueta al suelo y me recriminaba mis fallos con furia. Ver a mi padre perder los nervios con tanta frecuencia me dejaba bloqueado. Me sometía a un nivel de exigencia que nunca le demandaba a mis hermanas.
El jardín pintado por mi madre, visto desde el salón. |
Entre los veraneantes que acudían cada año a Artola estaban los Antequera Soria, una familia madrileña, a cual más guapo. Venían de Madrid con sus motos Bultaco, y su presencia por la urbanización suponía un remolino de excitación y frenesí. Juan Carlos, el mayor de los cuatro hermanos varones, era un muchacho simpático de mi edad, un seductor nato, alto, bronceado, de melena rubia, que le daba el aspecto de un surfista adolescente. Acostumbraba a colgarse hermosas cadenas de plata al cuello y a lucir pulseras.
Tras la separación de mis padres, la propiedad de la casa de la playa le había correspondido a mi madre. Recuerdo una vez que ella y yo pasábamos unos días en la casa, cuando muy de mañana sufrí un terrible cólico nefrítico. Yo le señalaba y me apretaba una zona de mi espalda con el dedo. Mi madre no se lo pensó dos veces, se puso algo de ropa sobre el camisón, me metió en su Renault 5 amarillo y me trasladó a toda prisa a Urgencias del Hospital de la Costa del Sol entre los chillidos que me causaba el intenso dolor en el riñón. El médico de turno que me atendió resultó ser un atractivo treintañero, varonil y peludo, y con buen ojo clínico. Creo que su sola presencia me alivió el dolor, jajaja. Cuando al poco rato, y tras hacer efecto la medicación, me repuse y me dio el alta, casi abrazo a la criatura.
A mis padres les gustaba compartir aquella preciosa vivienda con familiares y amigos, y a menudo invitaban a recién casados a pasar allí su luna de miel. Muchos años después, Felipe y Teresa aún recuerdan la magia de aquel lugar tan singular. En la primavera de 1978 invité a mis compis de universidad (Curro, Isabel, Antonio, Carolina y Linda) a pasar juntos un puente en Los Patios y lo pasamos en grande. En la década de los 90, la casa de la playa también nos proporcionó alojamiento a mi rockera amiga del alma Alicia Martínez y a servidor para asistir al concierto de Dire Straits en Marbella o al mítico espectáculo de los Rolling Stones en el Puerto de Málaga.
Durante mis años de juventud, y ya libre y feliz, tuve la fortuna de compartir aquella casa mágica con los hombres más importantes de mi vida: Curro Bono, Dan Moseley, Julián Iñesta, Anselmo Ávila, Ángel de Quinta, José Manuel Garrido, Nick Drake, James McGinlay, Juanjo Roldán y Luis Ramos. En muchas ocasiones junto a mi madre, que los trataba como lo que eran, chicos que, de una forma o de otra, me amaban y a los que yo amé. Cuarenta y dos primaveras y cuarenta y dos veranos años dan mucho de sí.
Mi relación con la casa de la playa no fue meramente emocional, sino, sobre todo, física. Con el paso del tiempo y el deterioro consiguiente de la vivienda, me había convertido en el hombre-para-todo. Menos encalar paredes y hacer obras de reforma (qué alegría nos daba llegar muchas primaveras y encontrarnos con alguna mejora arquitectónica en la vivienda), me encargaba de fregar con amoniaco la verdina acumulada sobre el pavimento exterior del patio tras cada invierno, cuidar las plantas cuando ya mi madre no pudo hacerlo, reparar grifos y empalmes eléctricos, guardar calefactores, airear armarios y habitaciones, limpiar el hueco bajo la escalera, desoxidar y pintar maceteros, colgar cuadros y platos, colocar la cuerda del tendedero cada temporada, guardar mantas en plástico, fregar cuartos de baño y cocina, desapolillar y encerar muebles, y hasta retirar las colillas incrustadas en las macetas de gitanillas de la escalera.
Dos personas maravillosas que residían de forma permanente en la zona se convirtieron, con el paso de los años, en grandes amigos de mis padres, y por extensión de nosotros: Brit Harder y Rafael Osorio. A los pocos años de llegar a Artola, mi madre trabó amistad con un matrimonio jubilado que vivía en una preciosa casa de traza vanguardista en Artola Alta, Oskar y Brit Harder, él alemán y ella noruega. Ambos gustaban de dar largos paseos desde su casa hasta la playa, y su caminata les llevaba inexorablemente a pasar por delante de Los Patios. El marido falleció a los pocos años.
María Luisa y Brit congeniaron porque ambas eran mujeres cosmopolitas, políglotas que rebosaban bondad. Brit solía visitarnos en Los Patios, pero cuando mi madre enfermó y perdió su autonomía motriz, Marta o yo la trasladábamos a su Casa Mariposa para merendar o cenar juntos las exquisiteces noruegas que nos había preparado con esmero. Era ávida lectora de El País y gran amante de la naturaleza. Una tarde conseguí retratarlas sentadas en el hermoso sofá antiguo de su salón. La imagen habla por sí sola.
Por su parte, otro de los recuerdos más vivos que atesoro son las partidas de petanca que mi padre jugaba con su amigo Rafael Osorio, un marbellí de inmenso corazón que, junto a su esposa María, regentaba con dedicación y pasión el chiringuito RA-MA en la urbanización de Marbesa. Ambos fueron muy amigos de mi familia. Mi padre fue el pediatra de sus hijos, y en un par de ocasiones Rafael me recogió en su Seiscientos del abominable internado religioso, a donde mi padre me había enviado dos cursos completos, para pasar unos días junto a su cariñosa familia en la costa. Una fotografía que conservo da fe de la sintonía entre ambos. A su lado aprendí a aficionarme yo también a la petanca de playa, una actividad que permite ejercitar el cuerpo y broncearse a la vez.
Por aquella época, tendría yo unos 13 años y estaba internado en aquel colegio religioso de Málaga de infausta reputación (algún día relataré aquel infierno), mis padres me dejaron una copia de la llave para que cogiera un autobús desde la ciudad y me dirigiera a la casa de la playa para reunirme con ellos un fin de semana invernal. Mi misión era airear los dormitorios, sacar los radiadores eléctricos de los armarios y encenderlos todos antes de su llegada para combatir la enorme humedad que acumulaba la casa. Me sentí muy responsable esa tarde en la que pude huir de aquella cárcel… Eso fue un día de 1972, y aquella llave me acompañó siempre hasta que la tuve que entregar con mucha pena de mi corazón al nuevo propietario el 31 de julio de 2009.
Siete años antes, el 12 de septiembre de 2002 mi madre sufrió un terrible ictus cerebral que la dejó semipléjica y sin la capacidad de hablar ni de expresarse, ni siquiera de pintar o leer, actividades que la hacían inmensamente feliz. Entonces mi hermana Marta y yo tuvimos que hacernos cargo del mantenimiento y de las gestiones burocráticas de la casa de la playa, así como del alquiler de la misma durante los meses de agosto hasta el día de su venta. Tras tantas vivencias acumuladas, me resultó particularmente traumático tener que desprendernos de la casa de los años felices. cmg2020