De
forma periódica, escucho decirlo a mis mayores: este país todavía huele a
Franco. Lo sentenciaba el gran Paco Rabal antes de morir. En actitudes y
hábitos, parece como si no acabáramos de desprendernos de esa costra casposa de
efecto retardado que nos inoculó a los españoles la larga noche del franquismo.
El franquismo dura ya demasiado tiempo.
En
su día escuché a Albert Boadella señalar que la peor herencia de la dictadura
franquista fue imponer un desdén por las cosas bien hechas, una cierta
indolencia en el trabajo y en la vida cotidiana. Me atrevo a añadir que este
rasgo se manifiesta también en la baja calidad de nuestra democracia. En España
no se ha instalado aún lo que a mí me gusta llamar la democracia de la calle,
que antes se denominaba civismo, un valor que cada vez echo más en falta a mi
vuelta de cualquier viaje por Europa. Educar en valores cívicos es la
asignatura pendiente de la sociedad española, y, en este sentido, toda una
generación de padres y madres ha fracasado.
El
escritor gallego Suso de Toro, al echar la vista atrás, reconoce ahora que las
movilizaciones contra la gestión medioambiental del desastre del Prestige no
pasaron factura electoral a los responsables en Galicia porque “nuestra
historia familiar, y nuestra cultura personal y cívica, están troqueladas por el
franquismo. Vivimos en una sociedad educada para unas relaciones políticas
sadomasoquistas y que tolera comportamientos que no toleraría una sociedad con
una cultura democrática más profunda.” Esto es el franquismo sociológico del
estás conmigo o contra mí.
El
maestro Eduardo Haro Tecglen va incluso más lejos: “Siempre Franco; sin él no
se entiende este país de hoy.” Y Juan Luis Cebrián piensa que Franco es una
consecuencia de ver, entender y hacer España que todavía está viva y coleando.
Hoy, muchos de nuestros jóvenes no conocen en qué medida el franquismo afectó a
la vida de los españoles. La España actual no se puede entender sin saber qué
fue el franquismo, una etapa muy compleja que duró cuarenta años y concluyó con
el dictador muerto en la cama, una metáfora que significa que no pudimos
echarlo ni eliminarlo.
De
aquella España negra quedan los rescoldos del sempiterno odio cainita, el
machismo asesino, el nacionalismo patriotero y trasnochado que afecta a algunos
sectores de nuestra sociedad, la generalización de la corrupción y del fraude
fiscal, la ausencia de una ética social, la chulería individualista provocada
por tantos años de autarquía, y, sobre todo, el preocupante desprecio por la
educación. Pienso que es urgente poner en marcha una socialización o educación
política en democracia; podríamos empezar por universalizar la educación
medioambiental y sexual.
Para
Ana María Moix, una de las tragedias de la Guerra Civil de nuestros abuelos fue
la extinción de un espíritu que consistía, entre otras cosas, en saber, creer
de verdad, y enseñar algo muy simple: que hay cosas que no se hacen. Tras unos
años en que, dada la imagen, la actitud, los hechos y el discurso de cierta
clase política, los ciudadanos no prestan ningún crédito a quienes se ocupan de
la cosa pública, es imprescindible que existan personas que sepan y enseñen que
hay cosas que no se hacen. Siempre me ha llamado poderosamente la atención la
enorme permisividad de muchos de nuestros conciudadanos con los comportamientos
incívicos.
Alejandro
Pizarro, profesor del la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la
Complutense asegura que, en España, las élites culturales tenían más peso e
influencia antes de la Guerra Civil que ahora. Estamos pagando el precio de
cuarenta años de fascismo y la pérdida de esa oportunidad de oro para levantar
el listón medio de cultura y civismo que fueron los 13 años de gobierno socialista
para haber entroncado con la tradición ilustrada de instrucción pública de la
Segunda República. Se podría decir que España es un país analfabeto funcional
porque hemos logrado, afortunadamente, niveles de democracia (vamos a ser el
quinto país del mundo en legalizar el matrimonio entre personas del mismo
sexo), de desarrollo económico y de infraestructuras semejantes a los países de
nuestro entorno, pero no ocurre lo mismo con los niveles de cultura y civismo.
Una sociedad que no lee es una sociedad enferma.
Por muy simplista que suene, estoy con Ortega y Gasset cuando
dijo aquello de si España es el problema, Europa es la solución. No se puede
decir más con menos. Hoy en día, Europa es el respeto al otro, la civilización
de la convivencia. Por eso, necesitamos más Europa. Con todo, seamos optimistas
pues los europeos nos aprestamos a refrendar la primera constitución
genuinamente laica por la que se va a regir este país. Estoy seguro de que
Azaña votaría sí. cmg2004
Artículo publicado en el número 3.830 de
la revista El faro el 29 de octubre de 2004