29 mayo 2013

Educación para la web: Fuera matones de nuestro Twitter

Insultar en las redes sociales no es libertad de expresión, sino una manera de difamar de gente que se nutre, como parásitos, de la fama de los demás y no construye una sociedad más sincera, sino peor.

Roberto Saviano
El País, 25 de mayo de 2013

Ha nacido un nuevo derecho. El derecho a las redes sociales. El derecho de poder tener una cuenta, de poder publicar, de leer y de comentar. En países como China, Cuba, Corea del Norte e Irán, el acceso a las redes sociales está restringido o es incluso negado. A menudo puede tener lugar solo de forma clandestina. Los regímenes represores de las primaveras árabes prohibían las redes sociales, las cuales se convirtieron en vectores de las informaciones que sustentaban las protestas y en símbolos de un renacer democrático.

Pero todo derecho tiene sus reglas. Y nadie debiera sentirse fuera de lugar al ejercerlo, nadie debiera verse obligado a hacer un slalom entre insultos y difamaciones. Y, sin embargo, eso es lo que sucede cada vez con mayor frecuencia. El periodista y presentador italiano Enrico Mentana anuncia que se quiere ir de Twitter por los muchos insultos recibidos. Utiliza la metáfora del bar. Si el bar que sueles frecuentar empieza a ser un lugar de encuentro de personas que no te gustan ¿qué haces, te quedas o cambias de bar? Davide Valentini, un joven documentalista, hace una reflexión interesante. En su opinión, Twitter provoca el efecto Gialappa’s Band (trío de comentaristas radiofónicos italianos). Muchos comentarios pretenden llamar la atención de sus propios seguidores sobre lo que se considera estúpido más que interesante, lo cual se hace con palabras cargadas de sarcasmo. El efecto deseado, y obtenido, es el de hacer que esos seguidores se sientan inteligentes mientras disfrutan de un contenido considerado de bajo nivel. ¿Cuántos hay que no han visto nunca Gran Hermano pero que adoraban Nunca digas ‘Gran Hermano’, el programa en el que Gialappa’s Band lo satirizaba?

En Twitter hay un esfuerzo por dar con la ocurrencia brillante, que a menudo es feroz. O el tuit es cínico o se da por descartado. Lo que no es cruel, desencantado, se convierte en blanco del desprecio colectivo. Lo políticamente incorrecto dicta su ley, la aberración se considera de culto, cada provocación es cool porque rompe los esquemas. Una lógica neocínica parece llevar las de ganar.

Pero se trata de una degeneración del medio, ya que Twitter nace para comunicar: es una plataforma que pone en conexión a cualquiera con cualquiera. Todo está abierto. Puedes seguir a quien quieras, puedes leer lo que escribe Obama, Lady Gaga o tu colega, el de la mesa de al lado en la oficina. Es la capacidad de poder asistir en tiempo real a lo que sucede diariamente y de comprender los puntos de vista de los otros, de compartir sus conocimientos. Retuiteas si encuentras interesante una noticia y crees que vale la pena proporcionársela a tu comunidad. Creas tus topics, y puedes hacerlo quienquiera que seas. Luego puede pasarte que te retuitee alguien que tiene centenares de miles de seguidores y tu pensamiento comienza a viajar.

Pero también puede suceder que en una plaza atestada, si estás falto de contenidos o se carece de capacidad de síntesis, se grite para hacerse oír. Cuando el pensamiento se simplifica, a veces solo hay lugar para la expresión radical o la ocurrencia extrema. La seriedad es banal, razonar está descartado. Por tanto, a insultar. El que te insulta en Facebook no es capaz de hacer lo mismo, sin embargo, cuando te tiene delante en persona, porque no tiene el valor de ponerle cara a un desahogo personal que se alimenta de lugares comunes y de leyendas urbanas. He leído que si un post presenta cierto número de comentarios negativos, el que lo lea se verá influenciado por esos comentarios. Las críticas son siempre bienvenidas, los insultos no.

Depende de nosotros darles o no derecho de ciudadanía. Facebook y Twitter permiten poder eliminar el insulto baneándolo, es decir, dejándolo fuera. Ello forma parte de las reglas del juego. No creo que sea correcto excluir al que hace un razonamiento diverso del propuesto; el que critica con lenguaje respetuoso siempre supone un recurso. Pero es justo banear a quien utiliza sus comentarios para hacer propaganda, a quien repite siempre el mismo concepto hasta el punto del acoso, a quien —por ejemplo— dice guardar una botella de champán que abrirá el día de mi muerte, a quien dice haberme visto a bordo de un Twingo rojo o de un Panda verde en Caivano o en Maddaloni, sobreentendiendo con ello que no vivo bajo protección. A los extremistas de la red que objetan —“pero eso es censura”—, respondo que quien quiera puede abrirse una página en la que insultarme. Y es que en realidad el insultador quiere vivir de la luz reflejada por el insultado. Sin embargo, es sencillo comprender cómo no hay nada más dañino que el insulto: nada garantiza más seguridad al poder si todo el lenguaje de la crítica se reduce al habla soez, a la tempestad de mierda de los mensajes sin contenido relevante.

Esa es la razón de que la necesidad de reglas no puede tomarse por censura. Comprendo que la libertad de las redes no puede quedar estrangulada por restricciones, comprendo que las restricciones pueden resultar peligrosas puesto que peligrosa es su valoración: ¿Qué es crítica legítima y qué es difamación? Pero la gestión de las reglas no es una restricción, es funcional para el medio, para su supervivencia, para los intereses que los usuarios continuarán o no nutriendo. Por eso creo que Enrico Mentana se equivoca cuando dice que o estás dentro o fuera y que no hay que banear. Pero banear es decidir dar una impronta al espacio propio: es ejercer un derecho propio.

La educación en la web, mejor dicho, la educación para la web, todavía está naciendo. La elección de utilizar un lenguaje en vez de otro es fundamental. Cada contexto tiene su lenguaje y el de las redes sociales, por directo que sea no es en absoluto coloquial. Se nutre de la ficción de hablar confidencialmente a cuatro amigos, pero en realidad todo lo que se dice se multiplica inmediatamente hasta el infinito, y resulta ser por tanto el más público de los discursos. No se trata de ser hipócritas o políticamente correctos, sino de comprender que utilizar un lenguaje disciplinado, no agresivo, es construir un modo de estar en el mundo. Los lingüistas Edward Sapir y Benjamin Whorf han teorizado la relatividad lingüística según la cual las formas del lenguaje modifican, permean, plasman las formas del pensamiento. El modo en que hablo, las cosas que digo, y sobre todo cómo las digo, las palabras que utilizo, harán del mundo en el que vivo uno idéntico al que está conectado a mis palabras. Si utilizo (no si conozco, sino simplemente si utilizo) 100 palabras, mi mundo se reducirá a esas 100 palabras. Nosotros somos lo que decimos. Por tanto el lenguaje soez, el insulto o la agresividad no construyen una sociedad más sincera sino una sociedad peor. Seguramente, más violenta. Los comentarios biliosos de los usuarios de Facebook y Twitter solo aportan bilis y veneno a las vidas de quien los escribe y de quien los lee. Por desgracia, esta entropía del lenguaje está contagiando a la comunicación política, siempre en busca de la gran simplificación, de la cháchara divertida y ligera, de la ocurrencia resolutoria. Con frecuencia palabras liberadas sin mediar reflexión, continuas meteduras de pata a las que es preciso poner remedio. La verdad es que si repites en público las sandeces dichas en privado no es que seas sincero y los demás hipócritas, eres sencillamente maleducado y, en muchos casos, irresponsable.

No es libertad —ni mucho menos libertad de expresión— insultar. Es difamación. Algunos intérpretes talmúdicos, parangonan la calumnia con el homicidio. Y si pienso en Enzo Tortora (periodista y presentador víctima de graves calumnias) no creo que se equivocaran mucho. La democracia es responsabilidad y estoy convencido de que las reglas y la marginalización —no la represión— de la violencia y de la trivialidad salvarán la comunicación en las redes sociales. El que quiera usar la red social solo para hacer matonismo mediático podrá abrir su fight club personal, sin nutrirse —como un parásito— de la fama de los demás.

Roberto Saviano es periodista y escritor italiano. © 2013, Roberto Saviano.

22 mayo 2013

El gran Forges


12 mayo 2013

José Manuel CABALLERO BONALD escribe:

Si las cuentas no me fallan, hace ahora justamente dos tercios de siglo que empecé a adiestrarme en el oficio de escritor, por lo que quizá merezca -eso sí- un premio a la constancia. Ya apenas si puedo evocar aquellas primeras sensaciones, tan remotas y difusas, de mi noviciado literario. Pero algo permanece imborrable: la certeza de que me hice escritor porque antes había leído a escritores que me abrieron una puerta, enriquecieron mi sensibilidad, me incitaron a usar la misma herramienta que ellos para interpretar la vida, para aprender a descifrarla. Sin esa enseñanza previa, nada habría sido lo mismo, claro. Tampoco yo estaría aquí ahora. Soy consciente de que mi biografía literaria depende tanto de los libros que he escrito como de los que he leído. (...)

Es posible que encontrara en aquellas lecturas algo parecido a una contrapartida, una compensación frente a la falta de asideros o los desconciertos de la edad. ¿Quién duda que leer es reconocernos en los otros, desentrañar lo que somos, recuperar lo que hemos vivido, incluso lo que no hemos vivido, resarciéndonos de nuestras propias carencias? Recuérdese que todos aquellos que se han valido de la opresión (desde los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura dictatorial) para programar el mantenimiento de sus poderes, han coartado la libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han recurrido desde siempre a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes o quemaban libros. En las ficciones futuristas de un mundo amorfo, despersonalizado, regido por computadoras, la quema de libros representa algo más que un mandamiento atroz: es una metáfora de la esclavitud. Bien sabemos que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir, destruir ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos. Y quien no almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De lo que fácilmente se deduce que conocimiento y libertad vienen a ser nutrientes complementarios de toda aspiración a ser más plenamente humanos.

Pienso que tal vez pueda permitirme una modesta jactancia en este sentido. Quiero decir que esa alianza que el escritor mantiene con sus primeras lecturas, con las fuentes literarias de su historia personal, tiene en mi caso -o yo deseo que tenga- un preámbulo inolvidable. Estoy refiriéndome a la inmediata posguerra, cuando se cimentaba el infortunio histórico del franquismo y cundían por el país muy variadas formas de desolación. Siempre me he hecho una pregunta obstinada: ¿empezaba yo a indemnizarme con la lectura de lo que me negaba aquel tiempo desdichado, pretendía remediar con el placer de un libro los sinsabores y privaciones de la historia? No creo que fuera consciente de nada de eso, claro. Pero puedo aventurar algunas pistas. Tengo muy presente, por ejemplo, que en el colegio de los Marianistas de Jerez, cuando yo cursaba el cuarto o quinto curso de Bachillerato, tuve un profesor de literatura, culto y afectuoso, que me facilitó una especie de florilegio hecho por él de las más llamativas aventuras de don Quijote. Quizá tardara en empezar a leerlas, quizá no había superado todavía esa prevención ante lo que se supone árido o dificultoso, pero cuando lo hice libremente algo inesperado se filtró en mi capacidad receptiva. No fue ninguna lección prematura, fue simplemente una conmoción insospechada.

Aún puedo revivir las emociones que me transferían esas precisas andanzas de don Quijote. No conservo el recuerdo sino el sedimento del recuerdo, la constancia placentera de haber descubierto un mundo fascinante, de haber roto un sello, abierto una ventana por la que podía asomarme a una nueva experiencia de lector, es decir, a una nueva enseñanza de la vida. Quiero recordar que medio entendí entonces que un libro te habla, pero también te escucha, que el hecho de elegir un libro y compartir con él una misma aventura también supone un ejercicio de libertad. Tal vez pudo ser ese el punto de partida de mis iniciales tentativas literarias, tal vez se inició en aquel ya distante tramo biográfico una vaga atracción sensible por el cultivo de la poesía. Aunque lo más seguro es que todo eso no sea sino una conjetura que me planteo al cabo del tiempo, cuando admitir su veracidad tiene ya mucho de licencia poética. (...)

He pensado con frecuencia en esa parcela de la vida de Cervantes medio emborronada por la incertidumbre, los equívocos, las zonas de penumbra. (...) ¿Por qué Cervantes escribió o -mejor dicho- por qué publicó tan poco en su juventud, incluso en su edad madura, y dio a conocer, culminó el ejemplo universal de su obra ya a las puertas de la vejez, de regreso de todas sus anteriores alianzas con la adversidad? No se trata ya de trabas editoriales o desarreglos viajeros, sino de evidencias cronológicas. (...)

Me importa insistir fugazmente en ese prolongado alejamiento de las letras a que alude Cervantes como de pasada, pero que constituye un atractivo foco de deducciones. Siempre me ha conmovido, y ahora más, imaginarme al autor del Quijote navegando sin brújula entre los boatos de la Italia renacentista o los intramuros argelinos del cautiverio, por la corte encumbrada de Felipe II o la babilónica Sevilla de finales del XVI y principios del XVII. Asiduo a los garitos y corrales de comedias, al trato de pícaros y cómicos, un Miguel de Cervantes solitario y meditabundo, apenas conocido por nadie, iría trasegando desde la vida a la memoria algunos de los hechos y personajes que pasarían a figurar en muchas de sus historias. La experiencia del escritor que no escribe, que malvive de oficios indeseados, comparece aquí como una contradicción in terminis. Más que la imagen del vencido por la vida, lo que ese Cervantes acaba sugiriendo es la del vencedor literario de todas las batallas por la libertad. Siempre nos ha dado respuestas el autor del Quijote, incluso antes de escribirlo. Y luego, en el mismo momento en que Cervantes saca de su casa a Alonso Quijano, Alonso Quijano otorga a Cervantes una nueva coyuntura para recorrer los caminos irrestrictos de la libertad.

Y no deseo finalizar este recuento de emociones sin hacer una mención fugaz a mis débitos personales con la poesía, ese engranaje de vida y pensamiento que tanto amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó. La poesía también tiene algo de indemnización supletoria de una pérdida. Lo que se pierde evoca en sentido lato lo que la poesía pretende recuperar, esos innumerables extravíos de la memoria que la poesía reordena y nos devuelve enaltecidos, como para que así podamos defendernos de las averías de la historia. Afirmaba Pavese que la poesía es una forma de defensa contra las ofensas de la vida y ese es para mí un veredicto inapelable. Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla. Siempre hay que esgrimir esa palabra contra los desahucios de la razón. Más de una vez he comentado que mi palabra escrita reproduce obviamente mis ideas estéticas, pero también mi pensamiento moral, mis litigios personales, mi manera de buscar una salida al laberinto de la historia. El prodigio instrumental del idioma me ha servido para objetivar mi noción del mundo, y he procurado siempre que esa poética noción del mundo se corresponda con mi más irrevocable ideario. Como suele decirse, en mi poesía está implícito todo lo que pienso, y hasta lo que todavía no pienso, que ya es meritorio. Cada vez estoy más seguro que la poesía en la que creo, esa que ocupa más espacio que el texto propiamente dicho, me retrata y me justifica. Incluso podría añadir que me ha enseñado todo lo que sé sobre mí mismo a medida que he ido valiéndome de ella para elegir mis propios diagnósticos sobre la realidad.

Creo honestamente en la capacidad paliativa de la poesía, en su potencia consoladora frente a los trastornos y desánimos que pueda depararnos la historia. En un mundo como el que hoy padecemos, asediado de tribulaciones y menosprecios a los derechos humanos, en un mundo como éste, de tan deficitaria probidad, hay que reivindicar los nobles aparejos de la inteligencia, los métodos humanísticos de la razón, de los que esta Universidad -por cierto- fue foco prominente. Quizá se trate de una utopía, pero la utopía también es una esperanza consecutivamente aplazada, de modo que habrá que confiar en que esa esperanza también se nutra de las generosas fuentes de la inteligencia. Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un cuadro, son vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que impide nuestro acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el pensamiento crítico prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal vez una sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores, tienda así a convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio esfuerzo regenerador. Quiero creer -con la debida temeridad- que el arte también dispone de ese poder terapéutico y que los utensilios de la poesía son capaces de contribuir a la rehabilitación de un edificio social menoscabado. Si es cierto, como opinaba Aristóteles, que la “la historia cuenta lo que sucedió y la poesía lo que debía suceder”, habrá que aceptar que la poesía puede efectivamente corregir las erratas de la historia y que esa credulidad nos inmuniza contra la decepción. Que así sea.

 
Extractos del discurso de aceptación del Premio Cervantes 2013 por parte de José Manuel Caballero Bonald.

04 mayo 2013

Los viejos reporteros nunca mueren

Manuel Chaves Nogales es un filón inagotable: ahora se presentan un documental y reediciones de nuevo material narrativo y periodístico. Por Tereixa Constenla, Babelia, 4 mayo 2013

Cada vez se saben más cosas de Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944). Que escribía en una Underwood. Que fumaba cigarrillos sin filtro. Que los domingos llevaba a su hija Pilar al Retiro. Que siempre estaba allí, donde había que estar: la Rusia comunista, el desierto africano, la sombra de Belmonte, la Francia ocupada o el Londres bombardeado por los alemanes. Desde que María Isabel Cintas se sumergió en la investigación de la biografía de este hombre como si su propia vida dependiese de ello se ha ido descorriendo un velo tras otro. Se han reeditado sus obras. Se han rastreado sus pasos. Se le han rendido honores. Escritores y periodistas contemporáneos como Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina, Ana R. Cañil, Arcadi Espada, Félix de Azúa o Elvira Lindo han caído a sus pies y —lo que es más importante— lo han pregonado a los cuatro vientos. En las últimas dos décadas, el chavesnogalismo se ha convertido en una corriente que recorre el espinazo cultural español, aunque resultaría frívolo tildarlo de moda. Demasiados títulos notables harían difícil ahora un giro histórico que lo barriese otros cincuenta años. Hasta donde podemos leer, ha llegado para quedarse.

Chaves, que murió lejos, enfermo e incomprendido por sus compatriotas —estuvieran en el exilio o en España—, ha revivido gracias a una cohorte de entusiastas que piensan que le deben algo. Como si de alguna manera ajustaran las cuentas con todos aquellos que le vilipendiaron o, peor aún, le enterraron en amnesia. A la cabeza de ellos está María Isabel Cintas, su biógrafa, que lleva dos décadas reconstruyendo su trazo, pero la lista se ensancha cada año. Dos incorporaciones recientes son Daniel Suberviola (Madrid, 1975) y Luis Felipe Torrente (Albany, Estados Unidos, 1967), que han producido, escrito y dirigido El hombre que estaba allí, su tercer documental cultural tras los dedicados a Gonzalo Torrente Ballester (GTB×GTB) y la Biblioteca Nacional (La memoria del mañana).

Por amor al arte. A excepción de un patrocinio de 3.000 euros de la Junta de Andalucía —que aún no han recibido—, su cinta sobre la vida del periodista sevillano ha salido por arte de birlibirloque. Sin dinero. Con horas gratis y devoción sincera. El documental, de 29 minutos (aspira a participar en festivales en la categoría de cortometrajes), intercala la narración biográfica del personaje con las intervenciones de quienes le conocieron (su hija, Pilar Chaves Jones), quienes, sin conocerle, le admiran (Muñoz Molina, Trapiello, Martínez Reverte) y quienes le conocen más que si le hubiesen conocido (María Isabel Cintas). El origen es, como acostumbra, una pasión. Hace 15 años, cuando Suberviola concluyó El maestro Juan Martínez que estaba allí pensó que había leído una obra genial. Así comenzó a seguir al autor allá por donde podía y, dado su perfil audiovisual, especular con una película era natural. “Quería saldar una deuda. Chaves es un personaje magnético. Su vida parece casi de ficción. Si te subes a un avión en 1920, como hizo él, dejas de ser un periodista para convertirte en un aventurero. Aunque no lo fuera”, señala Suberviola.

El documental, que se estrenó ayer en la Feria del Libro de Sevilla, después de la presentación de la reedición de la Obra periodística, publicada por la Diputación de Sevilla, descubrirá algo nuevo. A Luis Felipe Torrente le obsesionaba ver a Chaves en movimiento. Visionó cintas y cintas hasta dar con una grabación inesperada realizada por una cadena estadounidense el día de la toma de posesión de Niceto Alcalá Zamora como presidente de la Segunda República en 1931. En ella, tal vez en una rara ocasión en su vida, Chaves se hace una concesión a sí mismo. Durante unos segundos, aplaude entusiasmado al nuevo jefe del Estado. El ciudadano se impone al periodista. Un aliado de la República, de principio a fin. Como él mismo confesó en el prólogo que escribió a comienzos de 1937 para A sangre y fuego: “Cuando el Gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República española no me obligaba a más ni a menos”.

El clásico libro de cuentos sobre la Guerra Civil acaba de ser reeditado por Renacimiento con dos nuevos relatos, Hospital de sangre y El refugio, localizados en dos publicaciones de México e Inglaterra por María Isabel Cintas, responsable de la edición, que incluye un prólogo de Trapiello. Simultáneamente sale a la calle la nueva versión de la Obra periodística —la primera es de 2001— en tres tomos, que incluye numeroso material desconocido. “Hay artículos publicados en periódicos ingleses, franceses, estadounidenses y latinoamericanos. En la revista cubana Bohemia, para la que trabajaba de corresponsal, se publican sus crónicas de la II Guerra Mundial, que llegan hasta 1944, el año de su muerte. Era una visión del periodista internacional que nos faltaba”, observa su biógrafa.

Porque Chaves Nogales, en su destierro tras la Guerra Civil, se convirtió en un cronista global. “Aunque estaba exiliado, se sentía orgulloso de trabajar en el centro neurálgico de la información mundial. Desde Londres enviaba crónicas sobre el conflicto para medios de numerosos países”, afirma Cintas. Desde que ella comenzó su tesis, la presencia editorial de Chaves ha pasado de un escuálido título (Juan Belmonte) a una galería de escritos narrativos y periodísticos, comercializados por distintos sellos (Renacimiento, Espasa, Libros del Asteroide, Almuzara…) y una institución, la Diputación de Sevilla, la primera que le dio tratamiento de hombre de Estado con la difusión en 1993 de su Obra narrativa. ¿Habrá nuevas entregas en el futuro? Su biógrafa da “casi por concluida” su investigación, aunque admite que “es difícil dejarlo porque he establecido muchas conexiones y es un personaje apasionante”. El proceso de recuperación incluso ha desbordado el cauce editorial: su ciudad natal, Sevilla, le ha dedicado una calle. Chaves Nogales es al fin el maestro que está aquí.