Por Josep Ramoneda
El País, 8 de noviembre de 2012
Después de siete años y veintidós mil matrimonios, el Tribunal Constitucional ha validado el matrimonio homosexual al rechazar el recurso del PP contra la ley que lo legalizaba. A menudo, los tribunales llegan tarde. La sociedad había ya decidido, asumiendo con toda normalidad una ley que no ha traído ninguno de los terribles males que el PP y su coro de acompañamiento episcopal auguraban.
Afortunadamente, el tribunal en esta ocasión no ha querido enmendar lo que la ciudadanía ya había asumido con toda naturalidad. No podía ser de otra manera. El Constitucional es garante de los derechos y libertades de los ciudadanos. Difícilmente podía objetar una ley que reconoce a un sector importante de nuestros conciudadanos un derecho que se les negaba y amplía, por tanto, las opciones de vida, sin perjudicar a nadie, salvo a las atormentadas mentes homófobas. Es un triunfo de Zapatero, que tuvo el coraje de impulsar una serie de reformas en los derechos civiles que sitúan a España junto a los países más avanzados en el campo de las libertades personales, después del enorme retraso acumulado por tantos años de imposición del nacional-catolicismo. El fracaso de la presidencia de Zapatero, por su errática gestión de la crisis económica y social, que ha hundido el proyecto socialista, no debe impedir el reconocimiento a una serie de reformas que han ampliado las opciones y los derechos de los ciudadanos. Reformas que a su vez no justifican una de sus extrañas maniobras compensatorias. Zapatero fue el presidente de la democracia que más dinero dio la Iglesia Católica. Una vela al diablo, una dádiva a Dios.
Pero la decisión del Constitucional es también un fracaso del PP, que ve rechazado su recurso. Y un golpe al proyecto de restauración conservadora que Mariano Rajoy ha encargado a Alberto Ruiz-Gallardón y a José Ignacio Wert. Dicen en el entorno del PP que la decisión del Alto Tribunal ha sido un alivio, porque libra al gobierno de las consecuencias que habría tenido una rectificación de la ley. Son niveles de cinismo difíciles de superar. La ley era inadmisible para ellos hace siete años, por razones, al decir de los sobreactuados discursos de la época, de profundo calado moral y social. Y ahora es una suerte no tener que tocarla porque nos ahorramos un gran lío. ¿Cómo se justifica entonces la que montaron en su momento? ¿Es aceptable jugar con la suerte de un colectivo de millones de personas por espurios intereses políticos? El gobierno ni siquiera ha pedido disculpas a las 22.000 parejas que han vivido estos años con la zozobra de que el Constitucional pudiera anular la ley y dejarlas en la ilegalidad.
Se trata de uno de tantos episodios de los años negros del PP en la oposición en que, con tal de desgastar al gobierno socialista, buscó sistemáticamente ganar en los tribunales lo que perdía en el parlamento, utilizó la lucha antiterrorista como materia de confrontación política y se lanzó a campañas desaforadas recorriendo las calles del brazo de los obispos o recogiendo firmas y promoviendo boicots contra el Estatuto catalán de 2006.
La decisión del Constitucional llega precisamente cuando Francia está en pleno debate sobre el matrimonio homosexual. También allí la derecha se alía con la Iglesia Católica para dar la batalla contra el gobierno socialista. Que lo hiciera una derecha como la española, que bebió del nacional-catolicismo en un pasado no tan lejano y que todavía tiene una parte de la parroquia atenta a los prelados, podría ser explicable, que lo haga la derecha republicana francesa (o una parte de ella) es inquietante, porque puede dar pistas sobre el calado de la revolución conservadora. Afortunadamente, Barack Obama ha ganado las elecciones en Estados Unidos y ha frenado la ofensiva cultural que habría seguido a una victoria de Mitt Romney. Pero Obama ha ganado en un país profundamente dividido, “como nunca lo había estado desde la II Guerra Mundial”, en palabras del periodista John Lee Anderson. Lo que habla de una fractura cultural profunda.
La derecha parece decidida a aprovechar la crisis para reinstalar los valores conservadores: sálvese quien pueda, religiosidad como lenitivo, laboriosidad como destino, rechazo a las minorías, familia convencional, desprecio a los perdedores, estado débil al servicio del dinero. Y, sin embargo, son incapaces de capitalizar el deseo conservador de los homosexuales de vivir en matrimonio y formar una familia como los demás. Son unas derechas muy patriarcales, que detestan las minorías por encima de todo porque las ven como una amenaza a su cerrada estructura de poder.
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