JAVIER MARÍAS
Si queremos combatir un poco la depresión diaria que producen las
noticias, la actitud entre despreciativa, acobardada e inepta de Rajoy y
las tonterías infinitas de sus ministros sin excepción, no cabe sino
empezar a mirar las posibles ventajas, y aun maravillas, que la crisis y
la recesión pueden traer. Son escasas, no nos engañemos, y en modo
alguno compensarán las penurias, tribulaciones y padecimientos de los
más desfavorecidos, que cada día serán más, ni el meticuloso
desmantelamiento de la sanidad y la educación públicas. No me tomen por
frívolo. Es sólo que el panorama se ve tan lúgubre que con algo hay que
animarse, por tenues que sean los ánimos. Así que pongámonos en lo
peor, en el momento en que la gente tenga lo justo -como mucho- y no
pueda gastar más que en lo fundamental Con ser eso un desastre personal
y colectivo, alguna bendición acarreará consigo.
Por ejemplo, ¿se imaginan un país en el que, en vez de haber más de
un móvil por habitante, sean poquísimos los que se lo puedan permitir?
Uno no tendría que viajar en tren o en autobús en medio de un guirigay
de conversaciones cretinas a voz en cuello (casi todo el mundo chilla a
sus móviles, como si éstos fueran extranjeros o sordos); ni que
enterarse de las supuestas hazañas de negocios llevadas a cabo por los
adictos, quizá hayan observado la frecuencia con que la gente llama para
presumir de sus logros o de sus viajes o de sus coches o de sus hijos o
de cómo se la ha jugado a algún pardillo, es decir, de cómo se ha
aprovechado o ha engañado, el gran mérito nacional. Los individuos no
irían por las calles ensimismados y abducidos por sus iPhones, y
contaríamos con una población más alerta, más vivaz, más al tanto de lo
que sucede a su alrededor y por tanto más considerada con los demás. Ah,
qué delicia no escuchar más sandeces impuestas, ni verse interrumpido
por musiquillas y rugidos imbéciles en los restaurantes ni en los cines,
todos sin dinero para pagar las facturas.
¿Se imaginan también un país en el que la corrupción y el robo no
estuvieran ya bien vistos? Hasta hace cuatro días, lo único que gran
parte de la ciudadanía lamentaba al respecto era no estar en posición de
corromper ni de ser corrompida, de robar directamente o al menos sacar
tajada de los latrocinios ajenos. Las incontables operaciones
fraudulentas le merecían mucha más admiración que condena, y los
estafadores, en consecuencia, pretendían no someterse a la acción de la
justicia merced a los reiterados votos con que los obsequiaban los
electores: ¿cuántas veces hemos oído, sobre todo en boca de políticos
del PP, “Las urnas me absolverán” o incluso “… me han absuelto”? Es
triste que sólo ahora, por las precariedades particulares de los
votantes, éstos empiecen a rebelarse contra los abusos, los
despilfarros, las comisiones sin cuento, las financiaciones ilegales y
los gastos privados cargados al erario público. Pero cualquier tipo de
reprobación -aunque provenga de los más bajos instintos- es mejor que la
complacencia con los bribones y la aspiración a engrosar sus filas.
¿Se imaginan un país en el que se pidieran cuentas de las obras y
construcciones arbitrarias y superfluas, en el que se forzara a explicar
a un alcalde -a los tres últimos de Madrid, por ejemplo- por qué
tapiza su ciudad de un espantoso, árido, sucio y caluroso granito, si no
es por favorecer a empresas, tal vez de amigos, especializadas en él? Y
así mil casos más.
¿Se imaginan un mundo en el que los niños no fueran pijos casi desde
su nacimiento? Independientemente del medio del que procedan y de la
fortuna de sus progenitores, casi todos son hoy “pijos de espíritu”. Sin
dinero ni créditos, dejarían de ser mimados a toda costa, caprichosos y
quejicas, presumidos por mandato, no se “frustrarían” tan fácilmente
porque tendrían la piel más curtida, no exigirían como si fuera un
derecho el último modelo de PlayStation o de Nintendo o de lo que sea
con lo que jueguen (lo ignoro), ni las zapatillas deportivas tal o cual,
ni las siete zamarras de colores distintos que lucen de vez en cuando
Messi o Cristiano. ¿Se imaginan un lugar en el que los niños, además de
niños, fueran también proyectos de adultos y como a tales se los tratara, aunque fuera a ratos?
¿Y una prensa sin periodistas envenenadores y sobornados, a los que
ya no podría comprarse? ¿Unas televisiones sin lenguas estúpidas y
viperinas porque no habría con qué pagarles y además la gente, afanada
en llegar a fin de mes y de semana y de día, carecería de tiempo para
ver cómo unos gañanes despellejan a otros que casi nadie conoce y que de
hecho a nadie le importan? ¿Un país en el que las personas desearan
aprender porque eso redundaría en su beneficio económico o las ayudaría
a hallar empleo, o simplemente las haría sentirse menos burras?
Sentirse menos burro equivale a sentirse menos indefenso ante las
adversidades, y el que aún no se haya dado cuenta de eso es porque es
burro con deliberación. No me digan que un país así no tendría sus
ventajas. Es más, yo creo que acabaría por prosperar. Claro que entonces
volvería el peligro de la abundancia y la necedad…
El País Semanal, 8 de julio de 2012
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