Por RAFAEL GUMUCIO
El País, 04/06/2009
Recuerdo como si fuera hoy la primera vez que vi a un barcelonés perderse en Madrid. No era un visitante ocasional; había estado, por motivos laborales y sentimentales, cientos de veces en la capital. En su desorientación creí sentir no sólo ignorancia o distracción, sino algo de orgullo y coquetería. Una forma extraña de lealtad. Para mi sorpresa, él no era una excepción. No pocos madrileños a los que les conté el caso, me confesaron que nunca habían viajado a Barcelona. En su defensa alegaban que en París, en Tánger o en Filadelfia, se sentían menos extranjeros que en la Ciudad Condal.
No sé si el AVE ha terminado con esos dos especímenes tan particulares de ciudadanos. Viví en España en la época del Puente Aéreo y sus perpetuos cambios de horarios y tarifas. Por entonces era más fácil y más corto viajar a París desde Madrid o Barcelona, que viajar de Madrid a Barcelona. Dificultad de conexión, que presentía quizás no era sólo logística, sino que tenía que ver con ese complejo tejido de desconfianzas y malentendidos que jalonan la historia de estas dos ciudades. Desconfianzas y malentendidos que explotan en el fútbol y el encuentro de sus dos equipos símbolo, pero que sigue flotando en el día a día como una delgada niebla que no les permite mirarse y admirarse mutuamente.
¿Cuál de las dos ciudades es más europea, cosmopolita, vivible, bonita, divertida? ¿Dónde vas a instalarte si vienes a vivir a España, cuál de las dos vas a abandonar cuando te vayas a vivir a la otra? Te preguntan insistentemente los fanáticos de ambos bandos. Por supuesto, hay barceloneses que aman Madrid y madrileños que admiran Barcelona, pero incluso los más tolerantes, los más cosmopolitas, sienten la tentación de comparar siempre las dos ciudades a propósito de cualquier cosa. O es Madrid o es Barcelona, nunca las dos, menos, las dos al mismo tiempo. Una maldición secular nos hace pensar a los hispanoparlantes que debemos amar y creer en una sola idea, una sola religión, una sola familia, patria o literatura porque la pluralidad en nuestras sociedades, en nuestras geografías, en nuestras historias plurales, es sinónimo de heterodoxia. Heterodoxia es decir herejía, san Benito, hoguera e Inquisición.
Eso, de partida, tienen en común ambas ciudades, el culto a sí misma en contra de la otra. El miedo a esa otra que piensan que puede desdibujar su identidad en vez de afirmarla. De alguna forma resulta inconcebible para la mayor parte de los madrileños y de los barceloneses que te puedan gustar igualmente dos ciudades tan diametralmente diferentes. Distintas incluso hasta en el clima, el color de sus muros, el ritmo de sus días, el tipo físico de sus habitantes. Más allá de la obvia distancia entre una ciudad que habla catalán y otra que lo desconoce completamente, son distintas también en el uso mismo del castellano. Completamente diferentes en su humor, su trazado urbano, sus horarios, sus travestis, sus fines de semana, sus panaderías, sus héroes y sus bandidos.
Curiosamente, es justamente esa diferencia total la que hace que Madrid y Barcelona sean profundamente compatibles. Porque mientras sus habitantes compiten, las ciudades no lo hacen. El barrio gótico o el Born no tiene equivalentes en un Madrid casi sin Edad Media. Las olas de tejas pardas entre las cúpulas barrocas de La Latina no compiten con una Barcelona a la que los Habsburgos parecen apenas haber tocado. El mar que, completamente apaciguado, baña Barcelona es justo el que le falta a un Madrid que gobierna una meseta muy lejos de cualquier playa posible. La sierra que refresca el aire de la capital templaría de manera eficaz la siempre húmeda Barcelona expulsando todo virus y contagio.
A no pocos intelectuales barceloneses no les vendría mal una temporada en la rugosa Madrid donde todo el mundo viene de lejos, y cambia de nombre y de identidad sin que nadie les culpe por ello. A no pocos madrileños algo del rigor, algo de la plasticidad, de la luminosidad de Barcelona les daría otra dimensión a sus trabajos. Lo supo hasta Cervantes que mandó a sus dos manchegos a dar sus últimos combates en Barcelona. Para el artista de cualquiera de las dos ciudades, la otra debería ser una asignatura obligatoria sin la cual la comprensión de lo que es su país, no sólo es incompleta sino falsa y deforme. Una comprensión falsa y parcial que es muchas veces la de los políticos de ambas comarcas, cuando resaltan las diferencias obvias y olvidan las menos obvias semejanzas.
Conocer las dos ciudades es tan importante como comprender la relación que las anima y distancia. Esa relación, más que una u otra ciudad, está en el centro de lo que España es y ha sido. Sólo a medianoche, sólo a media voz, los madrileños y los barceloneses admiten que los liga algo más que la costumbre, las leyes o el comercio. Más que rivales, enemigos o socios, estas dos ciudades son marido y mujer, de esas parejas que se amenazan todos los meses con el divorcio pero que no se separan nunca. Una pareja que se complementa en la diferencia y se necesita porque no se parecen. El gamberro madrileño que trabaja a escondidas, que bromea, que se ríe, necesita a la gran dama del Mediterráneo, que vende y compra libros, muebles, afiches, cuadros, colores. La señora Barcelona, en la que la seducción, el color, la apariencia lo es casi todo, pero como tantas damas quiere ser recordada como seria, callada, alemana. Gran señora que se complementa, no sin conflicto, con la apurada Madrid en que la estética nunca importa demasiado, en que todo se resuelve en cantidad y casi nunca en calidad, en la que todo es ruido y chismes y comidas con infinidad de platos y una cierta sabiduría de tierra adentro que comprende el tiempo de una manera a veces más eficaz que su contraparte.
Los conflictos entre las dos ciudades tienen así la virulencia, la urgencia, la insubstancialidad de las peleas conyugales. "Tú me dijiste esto, tú esto otro, tu mamá es insoportable. No me gusta cómo hablas, cómo te vistes, la cara que pones o no pones cuando vienen visitas a la casa". Una pareja en que ambos cónyuges recuerdan de distintas formas el noviazgo y la boda. "Tú me obligaste, la familia me apuró, y yo quería mucho más a este otro, ese de más allá era el hombre o la mujer para mí". Una pareja que siempre juega con el posible quiebre de su relación, que coquetea cada cierto tiempo con el divorcio, pero que cuando se le ofrece el divorcio retrocede, se disculpa, se reconcilia, para volver a pelear apenas consumada la reconciliación. Una pareja que sueña con un amante, otro que disuelva la tensión, pero que sabe que con nadie más que con el otro puede pelear, distanciarse, volver a encontrarse con tanta paz, con tanta intimidad, con tan secreta complicidad.
Un antiguo matrimonio que confiesa seguir juntos sólo por los hijos, pero que de tarde en tarde, cuando nadie los ve, confiesa que hay amor en esa costumbre, que donde las cenizas arden tibiamente, hubo antes fuego. Matrimonio en eterno tironeo, que se da el lujo de dudar y no creer pero que a la hora de los verdaderos conflictos, en el momento de los más temidos dolores, están milagrosamente juntas. Así en el frente de Madrid y en el de Barcelona en la Guerra Civil, viviendo ambos una resistencia paralela, y paralelos bombardeos, hambrunas, fusilamientos, como recuerda el ciclo Defensar Madrid es defensar Catalunya, cuya tercera cita tiene lugar hoy en el Círculo de Bellas Artes.
Por más que lo intenten, ni una ni otra ciudad puede echarle en cara la guerra a la otra. La Edad Media, el Renacimiento, la Edad Barroca fueron para Madrid y Barcelona experiencias diferentes, el siglo XIX los obligó a mirarse la cara, pero fue el siglo XX, su guerra, su tiranía, los que los sorprendió entrelazados, sufriendo el mismo dolor, celebrando el mismo olvido.
"No nos une el amor sino el espanto", le dijo alguna vez Borges a Buenos Aires. Puede ser que este sea el núcleo central de cualquier pareja que se respete, unida tanto por el amor como por el espanto ante la soledad y la muerte. A esta pareja, la que forman Barcelona y Madrid, el verso de Borges les sienta a la maravilla. A estas dos formidables ciudades no las une el amor sino el espanto, es por eso -parafraseando nuevamente al poeta argentino- que se quieren tanto.
Rafael Gumucio es escritor chileno.
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