29 mayo 2025

El ascenso de la ultraderecha explicado

Algo hemos hecho mal para que ascienda la ultraderecha

El extremismo no habría llegado a una posición tan relevante si la forma en que se hace política no le fuera tan favorable

Tribuna Innerarity 29/05/25

En la política se producen a veces constelaciones que favorecen a un actor que no ha hecho nada para merecerlo. No es posible que la ultraderecha haya conquistado una posición tan relevante si no fuera porque las condiciones en las que se practica hoy la política le han resultado muy favorables. Algo hemos tenido que hacer los demás para que los autoritarios hayan alcanzado una posición política que ellos mismos eran incapaces de conseguir. Si en buena parte del espacio público ha terminado por imponerse el marco de la extrema derecha, su modo de concebir los asuntos políticos, sus disposiciones emocionales, no es por su capacidad estratégica, ni porque hayan formulado unas ideas especialmente atractivas sino por desidia o torpeza de los demás.

El ruido en torno a las extremas derechas les ha favorecido y puede seguir haciéndolo si no actuamos con inteligencia. Nuestro griterío coincide con su silencio porque mientras callan no hacemos otra cosa que hablar de ellos. Se ha producido la paradoja de que cuando mejor les va es cuando callan, y que obtienen su peor valoración cuando tienen que hacer explícito su programa de gobierno, por ejemplo, tras la esperpéntica moción de censura de Tamames. Les viene bien el silencio y el modo incógnito, esa supuesta novedad que aparentan representar. El hecho de que se hayan colocado en el centro del debate sin que se les interrogue sobre sus propuestas concretas es debido, sobre todo, a errores ajenos. Tal vez yo contribuya a alimentar esa contradicción, pero lo hago para hablar de nosotros y no tanto de ellos.


 

Diversas circunstancias han provocado una perturbación de las coordinadas políticas que ha favorecido a la extrema derecha. Se han producido algunos cambios asombrosos que confieren una cierta credibilidad, por ejemplo, que ultrarricos resulten fiables cuando hablan en nombre de los trabajadores, que una parte de la casta lidere el combate contra la casta, que el reproche a las élites improductivas haya pasado de la izquierda a la derecha y ahora sea esta quien parece representar mejor la crítica a los parásitos. Especialmente inaudita es la apelación a la democracia por parte de la ultraderecha, hasta el punto de presentarse a sí mismos como el partido de la evidencia democrática. Que la extrema derecha hable en nombre de la democracia no es algo nuevo, pero sí que esa apropiación sea tan ampliamente aceptada. Podemos interpretarlo como pura demagogia, pero también como el resultado de haberse beneficiado de la desnaturalización del concepto y la práctica democrática. Más allá de la capacidad de la extrema derecha para hacerse con la lengua del adversario, habría que interrogarse sobre la manera como ha evolucionado la política contemporánea y hasta qué punto esa evolución desvela nuestra propia inconsistencia. La atención de los medios (no solo de las redes o los pseudomedios) a la polémica y el choque es el espacio que requieren provocadores como Donald Trump, cuyo histrionismo gozaría de mucha menos atención si la información no tuviera ese carácter de confrontación adictiva. La extrema derecha es una ideología que se alimenta del desprecio hacia la política, de manera que no solo el hecho de que la política se haga mal sino la descripción dramatizada de sus deficiencias favorece a quienes viven de su descrédito.

Para explicar por qué sobre ciertos temas la extrema derecha ha impuesto su manera de concebirlos es inevitable hablar sobre nuestra involuntaria colaboración, tanto en la derecha como en la izquierda. Este favor no pretendido puede realizarse adoptando el marco de los extremistas con la intención de neutralizar su empleo y lo que se consigue es que el marco se imponga sin perjudicar a quienes viven de él. Lo paradójico es que también sus más encarnizados antagonistas les presten inestimables servicios cuando plantean una forma de combate que corresponde exactamente con lo que más les conviene, extremista, sin transacciones posibles, de tosca contraposición.

La cuestión de la migración es el terreno que les proporciona las mayores ventajas, sobre todo cuando lo presentamos como un “problema” o aceptamos el discurso de “una inmigración ordenada” y damos así a entender que el interior de nuestras sociedades está perfectamente ordenado y solo se perturba por lo que proviene del exterior; quien habla de “integración” suele tener una idea demasiado homogénea de la sociedad e infravalora el pluralismo interior. El modo de hablar de la inmigración (también el de quienes no son abiertamente xenófobos) tiene un efecto sobre los miedos y la hostilidad que se despliegan en la sociedad. La categoría de “extranjeros” beatifica a quienes no lo son, que quedan así eximidos de responsabilidad en materia de inseguridad. La fijación en los delitos pequeños cometidos por los inmigrantes invisibiliza los más grandes, que suelen ser cometidos por los de aquí. Con todo ese campo de cultivo no era difícil que la extrema derecha consiguiera convencer a buena parte de las clases medias de que las evoluciones del capitalismo contemporáneo no son las causas determinantes de su empobrecimiento ni de su malestar identitario, sino los migrantes.

El actual feudalismo tecnológico ha sido preparado por el culto a la eficacia, el pragmatismo despolitizado y la asepsia ideológica, que se ofrecen como soluciones a los fracasos burocráticos. Al prestigio del tecnosolucionismo contribuye un espacio público cuyas narrativas catastrofistas preparan el terreno para la justificación de formas de gobierno autoritarias, de urgencia sin deliberación, y confieren una atención inmerecida a quienes dramatizan el malestar, se ofrecen para proteger a cualquier precio, anuncian soluciones al margen de los procedimientos democráticos y sin respetar las instituciones. Este es el terreno en el que resulta creíble el autoritarismo tecnológico.

El viejo combate entre la izquierda y la derecha ha adoptado hoy un giro inesperado y lo que ahora se confronta es la prisa y la lentitud, el cohete contra la conversación, la rapidez contra la deliberación, el descontrol frente a la regulación. El Estado, los procedimientos y la misma democracia se presentan como instituciones de la lentitud. Se ha extendido aquella convicción de Peter Thiel, el libertario que fundó PayPal con Elon Musk, de que los problemas del mundo contemporáneo no se pueden resolver en el marco de los valores y los procedimientos democráticos. Los autoritarios ya no aparecen como los defensores del pasado sino como quienes prometen un futuro transhumano y posdemocrático. Impera en algunos países un exhibicionismo tecnológico que dice querer superar la pereza burocrática, pero en realidad desprecia los procedimientos democráticos. Si se presenta como democrático es porque considera que la gente quiere eficacia, rendimiento y soluciones inmediatas, algo que la política democrática parece haber dejado de proporcionar. El tecnosolucionismo desafía la reflexión y la rendición de cuentas; configura un entorno político sin un debate significativo ni oportunidades de impugnación. Ha impuesto un ritmo a la política tan rápido porque no pierde el tiempo en tomar en consideración sus efectos sociales y medioambientales. El mantra de que la regulación impide la creatividad es el discurso que necesita para una explotación oportunista de los vacíos legislativos; esa supuesta innovación actúa en el tiempo que discurre entre el descubrimiento de un método para hacer dinero y el momento en el que el Estado consigue elaborar una ley al respecto. Si el aceleracionismo ofrece resultados inmediatos es porque, a diferencia de la deliberación democrática, no pierde el tiempo en recabar la opinión de los afectados por sus decisiones; sin reflexión, debates e inclusión, podemos llegar muy rápido a un sitio despolitizado en el que es seguro que no estaremos todos, especialmente aquellos cuyos intereses no tienen otro medio de hacerse valer.

17 mayo 2025

Iconos que un joven (gay) cosmopolita debe conocer

Por CARLOS MARTÍN GAEBLER

El gay contemporáneo, el homosexual salido del armario, vive, le guste o no, en una sociedad globalizada, no sólo en lo económico sino también en lo cultural. Si en nuestra era digital la cultura es un fenómeno internacionalizado, para el hombre gay moderno lo es aún más pues éste se construye a sí mismo sobre la obra o el legado de figuras mundiales cuya contribución a la libertad de las personas gays les ha convertido en iconos que aquél debe conocer. En este hipertexto me propongo presentar al lector personas eminentes y logros artísticos que han moldeado la vida y la cultura occidentales a partir de 1969, el año en el que algunos armarios empezaron a abrirse de par en par.

Empezar por Harvey Milk no es sino hacer justicia al primer cargo público electo en EEUU abiertamente gay. Su valentía para defender la causa de la igualdad de derechos le costó la vida, pues murió asesinado por un homófobo ultra tras ganar el escaño de concejal por San Francisco. Activistas como él inauguraron la lucha política contra las legislaciones homófobas. Fue él precisamente quien en 1978 le encargó al artista Gilbert Baker el diseño de la bandera arcoíris. Su vida fue llevada al cine en la excelente cinta Milk, protagonizada por Sean Penn.
Si Marilyn Monroe se erigió en el símbolo sexual femenino para el hombre hetero de la segunda mitad del siglo XX, el actor Joe D’Allesandro fue sin duda el primer mito erótico occidental para generaciones de gays a partir de los años 70. Su participación en la trilogía fílmica del alternativo Paul Morrissey (Flesh, Trash y Heat) catapultó a este joven italo-americano como el primer chulazo de la historia del cine. Su rubia naturalidad y su generosidad epidérmica ante la cámara (desnudos integrales incluidos) siguen hoy cautivando a todo aquel ávido de contemplar la hermosura viril. Joe era el canon de belleza masculina sin necesidad de musculación, depilaciones ni demás marikonadas, con perdón.

El artista neoyorquino Keith Haring revolucionó el diseño gráfico en la década de los 80. Su obra, pletórica de alegría y colorido, parecía ilustrar aquel mantra del “Gay Is Good,” y su estilo particular creó escuela por doquier. Fue un creador comprometido con la denuncia de las injusticias sociales desde el apartheid hasta la homofobia, y sus grafismos, copiados hasta el infinito, forman hoy parte del imaginario de la sociedad globalizada.

En Europa la obra de los franceses Pierre et Gilles representa la apoteosis del kitsch como objeto estético y jovial.  Como resulta patente en su célebre retrato pacifista “Un monde parfait,” contribuyeron a crear un mundo idealizado pero posible, al menos en la imaginación del espectador. Sus barrocas fotografías retocadas son una de las más importantes aportaciones a la cultura popular de nuestro tiempo. Por otro lado, la obra fotográfica del norteamericano Robert Mapplethorpe ha sido fuente de inspiración para generaciones de artistas plásticos. Sus retratos, desnudos y bodegones son una celebración de la vida en blanco y negro y forman parte del acervo cultural del siglo XX. Mapplethorpe fue el pionero en retratar al hombre negro en todo su esplendor, más allá de rancias controversias moralizantes. Su legado hedonista pertenece por derecho propio al imaginario contemporáneo.

En la que podríamos denominar prehistoria gay hay que situar al brillante científico británico Alan Turing, el matemático e informático homosexual que durante la Segunda Guerra Mundial fue capaz de descifrar los códigos secretos de la aviación nazi, salvando así miles de vidas humanas. Imaginó la inteligencia artificial y creó una máquina precursora de los ordenadores actuales. Más tarde fue condenado a la exclusión social y denostado públicamente por su condición sexual. Las autoridades de su tiempo le aplicaron un “tratamiento” profundamente agresivo para “curar” su homosexualidad que acabó provocándole la muerte.

Beautiful Thing es la película que todos hubiéramos deseado y necesitado ver cuando éramos unos adolescentes invadidos por dudas y temores. Esta cinta británica de 1996 es hoy de obligado visionado para jóvenes en formación, pues ilustra el logro de la visibilidad pública y la belleza de la valentía gay. Otra historia de amor imprescindible es la magistralmente narrada por Ang Lee en Brokeback Mountain (2006): los vaqueros Jack Twist y Ennis del Mar son ya iconos del cine universal. Probablemente la mejor historia de amor entre hombres jamás filmada, Brokeback Mountain ayudó a cambiar la vida de muchos hombres armarizados en todo el mundo. La excelente película británica God's Own Country (2017), deudora de la anterior, ofrece un novedosa reflexión sobre la nueva masculinidad basada en la empatía, la ternura y la inteligencia emocional, en un historia situada en Europa medio siglo después de la ambientada en la America profunda de 1963.

La cultura pop arranca con la música electrónica de club que los británicos Pet Shop Boys empezaron a tocar allá por los años 80, cuando su primer éxito, West End Girls, les catapultó al estrellato. Con el tiempo, y con su casi himno gay Go West, el dúo formado por Chris Lowe y Neil Tennant, se han convertido en uno de los iconos musicales de la sociedad global, igual que le ocurrió al cantante George Michael, el blanco que bailaba como los negros, convertido en luchador institucional contra la homofobia en el Tercer Mundo. Sus vídeos hedonistas y rompedores contribuyeron a engrosar la imaginería visual de la cultura pop internacional.

Debo hacer mención de dos novelas imprescindibles en el imaginario homosexual: The Swimming Pool Library, del escritor británico Allan Hollinghurst, y The Lost Language of Cranes, del novelista norteamericano David Leavitt, quizás dos de los textos mejor narrados y más cautivadores que ha producido la literatura occidental de temática gay. Incluso traducidos, son dos títulos para disfrutar de la lectura en estos aciagos tiempos de prisas y gratificación inmediata. Los amantes de la belleza más intimista deben leer los sublimes Sonetos del amor oscuro, de Federico García Lorca, cumbre de la poesía homoerótica en lengua española.

En el terreno del deporte, es de justicia mencionar a varios deportistas que hoy en día son un referente de tesón y lucha para los jóvenes de todo el mundo: el saltador Greg Louganis, el deportista gay más laureado de la historia olímpica, y la tenista Martina Navratilova, la más grande de todos los tiempos, ganadora de 18 títulos (individuales y mixtos) en Wimbledon. Ambos tuvieron que luchar denodadamente contra la homofobia y el machismo enquistados en el deporte de alta competición y en al actualidad son un modelo a seguir por muchos y muchas atletas gays y lesbianas en su esfuerzo por visibilizarse y salir del armario. Ellos abrieron la puerta para que grandes deportistas contemporáneos dieran la cara transmitiendo valores como el respeto por la diversidad y facilitar así la visibilidad de deportistas gays, como hicieron el waterpolista español Víctor Gutiérrez o el saltador británico Tom Daley (saliendo del armario mediante un vídeo en YouTube).

La contemporaneidad nos ofrece compañías de danza tan innovadoras como la neoyorquina Madboots Dance, una compañía de hombres que celebran la identidad masculina en todos sus bailes. Fragmentos de sus hermosísimas piezas de danza contemporánea se pueden visionar en su sitio web. Puro gozo.

The Boys in the Band (Los chicos de la banda), la obra teatral de Mart Crowley y la posterior película de William Friedkin, es una obra seminal dentro de la ficción sobre la homosexualidad, pues plantea una catarsis colectiva, al estilo de la tragedia griega, que pone al espectador frente a distintos prototipos humanos que pululan por la sociedad homosexual: el católico atormentado por la culpa, el judío cínico, el afeminado ingenioso, el gay normal, el negro gay, el chulazo ignorante, la pareja de amantes en crisis, y el homosexual reprimido que se cree heterosexual. Esta pieza teatral se estrenó en 1968, tan solo meses antes del estallido de Stonewall, que inauguró el movimiento de liberación de gays y lesbianas en junio de 1969, y medio siglo después mantiene toda su vigencia. The Boys in the Band es una ficción para ser apreciada especialmente por personas leídas y cultas, capaces de mantener la atención durante dos horas sin sucumbir a distracciones tecnológicas. Verla es redescubrir un clásico del cine y del teatro norteamericanos del pasado siglo.

Man in an Orange Shirt (El hombre de la camisa naranja) es una de las ficciones más elegantes y hermosas que he visto jamás en una pantalla. Escrita por el novelista británico Patrick Gale, narra (en sendos episodios de una hora producidos por la BBC) dos historias de amor entre hombres en dos tiempos, que permanecerán en la memoria imaginaria del espectador de por vida. Disponible en Filmin. De obligado visionado es también la cinta 
de 2015 Stonewall, que narra, a través de un joven forzado al sexilio, los acontecimientos que desembocaron en la histórica revuelta en el Greenwich Village neoyorquino el 28 de junio de 1969, cuando un grupo de homosexuales se cansaron de sufrir las constantes humillaciones y redadas de la policía y devolvieron el golpe, dando origen al movimiento de liberación gay.

La miniserie norteamericana FELLOW TRAVELERS (Compañeros de viaje), narra de forma minuciosa y sobrecogedora la persecución de homosexuales y comunistas instigada por el funesto senador McCarthy, quien promovió una caza de brujas institucionalizada durante los años 50 en EEUU. Contemplamos un friso de la política norteamericana, y en concreto de este periodo negro de su historia, precursor, sin duda, del neofascismo actual de medio país, y por la historia de gays y lesbianas desde 1952 hasta 1986. A lo largo de más de tres décadas, la serie navega entre amoríos clandestinos, Vietnam, los Kennedy, el catolicismo, la hipocresía sexual, el periodismo de investigación, los derechos civiles recién conquistados, el asesinato de Harvey Milk, el hedonismo de la cultura disco setentera, Fire Island, y la crisis del sida. Enormemente instructiva para las jóvenes generaciones. CMG

14 mayo 2025

¿Merece la pena aprender a hacer una cosa que una máquina puede hacer por ti?

Por ELIA BARCELÓ

eldiario.es 12 de mayo de 2025

¿Merece la pena aprender a hacer una cosa que una máquina puede hacer por ti? Se trata de una pregunta que nos puede llevar a una reflexión importante. Estamos en el punto de tomar decisiones que van a tener una poderosa influencia sobre nuestro futuro y el de las siguientes generaciones.

Por ejemplo, leí hace poco que en la mayor parte de los países europeos está bajando mucho la cantidad de personas que se inscriben en una autoescuela y hacen los exámenes del carnet de conducir. Las razones que se barajaban eran que cada vez hay más gente que vive en ciudades, donde hay una buena red de transportes públicos; comprar un coche es caro y tenerlo acarrea muchos gastos de seguro, aparcamiento, reparaciones, combustible, etc.; muchos jóvenes deciden conscientemente no circular más que en transporte público por cuestiones medioambientales. Dentro de poco tendremos también coches autónomos que no necesitarán conductor. En esas circunstancias, parece que tiene sentido no aprender a conducir vehículos de motor.

En los últimos tiempos he observado también que los mapas y planos de papel han quedado anticuados, si no obsoletos. Todo el mundo utiliza Apps para llegar a los sitios que buscan, tanto si van en coche como si van a pie. Cuando alguien tiene que venir a tu casa y tratas de explicarle cómo llegar, no tiene la paciencia de escucharte. “Mándame la ubicación”, te dicen. “Pero… si es muy fácil. Escucha…”. “No, no; mándame la ubicación”. Luego siguen religiosamente la voz incorpórea que los guía y nunca tienen una idea amplia de la ciudad por la que se están moviendo; incluso en muchos casos no saben ni siquiera dónde están el norte y el sur ni saben reconocerlos por el sol. “¿Para qué quiero yo saber eso?”, me han llegado a decir.

Recuerdo que, cuando aprendíamos un idioma, una de las primeras lecciones básicas era preguntar cómo llegar al mercado, a correos, a la estación… a los lugares que se consideraban necesarios para la vida. Era también una manera de entablar conversación con desconocidos y de practicar la lengua que uno aprendía.

Ahora lo de hablar con desconocidos ya no se lleva. ¿Se han dado cuenta de la cara de horror que se les pone a algunos –sobre todo de generaciones jóvenes– cuando alguien trata de dirigirse a ellos para lo que sea?

En este contexto de aprendizaje de lenguas, una de las cosas que más me preocupan es, precisamente, que, desde que existen los sistemas de traducción automática por IA, muchísima gente piensa que ya no hace falta aprender idiomas. ¿Para qué? Suponen que si quieres una cerveza y la máquina, o tu mismo móvil, puede decirlo en alemán, en japonés o en suahili, lo importante es que te den la cerveza que querías. Sin embargo, el aprender lenguas es mucho, muchísimo más que conseguir una cerveza, reservar una mesa en un restaurante o contratar una habitación de hotel. Esas cosas las hacemos ya en línea sin tener que hablar con nadie.

Aprender una lengua es entrar en otro mundo, ir descubriendo un paisaje mental desconocido, darnos cuenta de cómo categoriza otra sociedad la realidad en la que vive, cómo piensan otras personas, cómo sienten, qué las caracteriza… Es entrar en otra cultura, otro sentido del humor, otra forma de ver la vida.

Si dejamos de aprender las lenguas de los demás, nuestro mundo se empequeñece, vamos perdiendo la empatía y dejamos de poder relacionarnos con ellos porque no los comprendemos y no sabemos lo que les parece correcto y adecuado y lo que no.

Yo he vivido casi toda mi vida en otras lenguas que no eran la mía y he enseñado español a personas de otras nacionalidades. No se trata –más que en las primeras lecciones– de aprender o enseñar equivalencias de palabras –“mesa” es “table”, es “Tisch”– sino que, en cuanto subes mínimamente de nivel, tienes que saber cómo dirigirte a las personas, cuándo usar el tú o el usted, por ejemplo (algo que en alemán es fundamental, y que en España lo fue y se está perdiendo), cómo terminar una conversación, cómo saludar a cada hora del día, cómo responder a un cumplido… mil cosas que no funcionan con una traducción automática y que nos estamos perdiendo si no nos tomamos el tiempo y el esfuerzo de aprender un idioma para entender cómo piensa otra cultura.

Mis estudiantes austriacos, al volver de España después de un Erasmus, siempre me contaban, enormemente sorprendidos, que cuando los invitaban a comer o a tomar café en alguna casa, la anfitriona les llenaba el plato constantemente aunque ellos ya hubieran dicho que tenían bastante. Descubrimos el porqué. En Austria se enseña a los niños a comerse todo lo que hay en el plato, hasta la última miga, especialmente si uno no está en su propia casa. Mis estudiantes, haciendo gala de buena educación, rebañaban el plato que les habían puesto, de manera que la señora de la casa, pensando que se habían quedado con hambre y que no querían confesarlo por educación (la española), les servía otra vez. Y los pobres austríacos se lo comían todo para no ofender y porque iba en contra de sus buenas maneras el dejarse un par de trozos en el plato. Y así sucesivamente. (...)

Estos modales se aprenden al estudiar una lengua nueva, una mentalidad, una sociedad distinta a la propia. Los idiomas aumentan la empatía, abren la mente y te permiten descubrir otras formas de ver el mundo que son igual de tontas o igual de válidas que la tuya.

Si seguimos por el camino de no aprender lo que una app puede hacer en tu lugar acabaremos convertidos en idiotas profundos y, lo que es peor, en gente encerrada en una burbuja, convencida de que lo único que vale es lo que piensa, siente y desea uno mismo. Porque sí. Por pura ignorancia.