04 marzo 2025

Bésale, bésale mucho

Por CARLOS MARTÍN GAEBLER

Los españoles nos besamos y tocamos tanto en público que es una alegría. Debe ser el lado tierno de la marca España. Recuerdo que, ya en el añorado 1992 del olímpico 
Amics per sempre, lo resaltaba la escritora Rosa Montero en un artículo titulado Besos y otras cosas. Hasta nuestros waterpolistas se besan en los morros cuando conquistan un título de relumbrón. Pero no todos los hombres se sienten libres para besar o acariciar a sus novios, maridos o amigos en público. Un reciente y original anuncio publicitario australiano anima a las parejas del mismo sexo a cogerse de la mano, estén donde estén.

La visibilidad es un derecho orgullosamente conquistado. Fruto de la lucha por la igualdad son las bodas entre personas del mismo sexo, cuya difusión mediática ha contribuido a normalizar la visión que los heteros tienen de nosotros. Sin embargo, cada uno de nosotros puede hacer más por esa normalización, porque la visibilidad sí que importa. ¿Te vas a perder la incomparable sensación de libertad que da ir cogido de la mano de tu amado/a por la calle? Échale huevos, y disfruta de la vida ahí fuera (del armario). Si escondes la mano y sucumbes al miedo, les haces el juego a los homófobos, a los machistas, y ganan ellos. Que no nos dé miedo el amor. 

Para que los heteros aprendan a mirarnos con naturalidad debemos comportarnos con la naturalidad que proporciona la ternura, también en la vía pública, en las playas, en un restaurante, en el cine, en la universidad, en el metro. Muchos gays y lesbianas deben aún guardarse la mano en el bolsillo cuando pasean junto a su pareja por la calle. No nos reprimamos nunca cuando queramos acariciar o besar a nuestro chico o chica, o nos apetezca ir cogidos de la mano, por miedo a fascistas homófobos. Mostrando nuestro amor podemos parar su odio. Pásalo. cmg2019

¡Nos queda Portugal!

Por VÍCTOR LAPUENTE

El País, 12 de marzo de 2024

Los progresistas españoles solían recurrir al “menos mal que nos queda Portugal”. Pues era lo más parecido al ideal: una república (no monarquía) ibérica con mayoría absoluta (no relativa) de los socialistas y una extrema derecha arrinconada. Las elecciones del domingo han cambiado el panorama, pero nuestro país vecino lleva tiempo emitiendo señales que deberíamos escuchar. Portugal es el mejor maestro para España, y viceversa, simplemente por nuestra cercanía, que es una variable que despreciamos al buscar ejemplos con quienes compararnos. Preferimos mirar a naciones más al Norte, obviando las múltiples diferencias histórico-geográficas que nos separan. El mejor modelo a seguir en la vida es una hermana o un primo, no los lejanos Elon Musk o Taylor Swift.

La pareja España-Portugal me recuerda a Suecia-Noruega. El Goliat peninsular que es superado por el diminuto David: Noruega adelantó en renta per cápita a Suecia hace unos cuantos años y, según la OCDE, Portugal lo hará con España en unas décadas. Esos sorpassos entre vecinos son, en parte, el resultado de que la nación pequeña aprende de la grande (para empezar, su idioma; pero, luego, sus políticas exitosas) mientras esta, vanidosa, le da la espalda y mira a las “potencias europeas”. Y, sobre todo, a su propio ombligo.

En política, Portugal nos ofrece dos lecciones importantes. La primera es que el lenguaje hiperbólico palidece ante un desempeño económico sensato. Hace una década, la derecha portuguesa trató de desprestigiar el acuerdo entre los socialistas y la izquierda radical (el Bloque de Izquierda y los comunistas) calificándolo de geringonça (galimatías). En teoría, el país se encaminaba al desastre porque el Gobierno pactaba con formaciones antisistema que hablaban de salir de la OTAN, dejar el euro o no pagar la deuda. Pero, en lugar del apocalipsis, resulta que el Gobierno de Costa manejó bien los retos económicos y la ciudadanía se lo agradeció con una mayoría absoluta en 2022 —que fue tan sorprendente para la opinión pública  portuguesa como la victoria de facto de Sánchez el 23-J—. La gestión se impone a la exageración. Señor Feijóo, tome nota.

La segunda es que la gente puede perdonar casos esporádicos de corrupción, pero castiga a un Gobierno en el que, aunque su máximo dirigente no se haya enriquecido personalmente, se reproducen conductas irregulares en varios puntos y no se explica con transparencia qué mecanismos sistemáticos permitieron esa podredumbre y cómo limpiarla. Señor Sánchez, tome nota.


Elogio de lo pequeño

Por ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS
El País, 1 de marzo de 1999

El otro día, un lector amistoso y con curiosidad por el funcionamiento de las tripas ocultas del cine, me preguntó si sabía por qué las películas de Hollywood parecen fotografiadas en celuloide mucho más limpio y brillante que el de las europeas. No encuentro otro medio de decirle lo que presumo que invitarle a que cuente, cuando una película termina, los nombres que abarcan los títulos de crédito, la extensión de la nómina del equipo de filmación. Descubrirá que en un filme californiano esta nómina es mucho mayor que en cualquier otro, proceda de donde proceda. En un rodaje de Hollywood, si hace falta iluminar medio kilómetro de una calle, para que toda ella aparezca con rebuscamiento de tiralíneas en la pantalla y sea cada esquina perceptible de forma tan pulida como una imagen de revista de glamour impresa en papel cuché, pues se hace, por irreal o relamida que sea una imagen que busca ante todo la explicitud, lo que en cine es una ambición casi siempre encubridora de mediocridad, pues además de desterrar el misterio, la bruma, los fondos granulados y eludir el juego con el tenebrismo, encarece mucho la imagen. En Hollywood ya no se hacen películas baratas, por barata que sea su enjundia. Se hacen, como chorizos, pequeñeces a lo grande y a lo caro, y así se entra en una espiral de ricos amaneramientos visuales paradójicamente empobrecedores, pues esa lujosa fotografía tan espectacular y refitolera es casi siempre artísticamente inútil e insignificante. Entra con facilidad en las oquedades del estómago televisivo, se vende bien, como todo lo hortera, y de eso se trata: envoltura de solomillo para una hamburguesa de plástico sin sustancia; aspecto lujurioso para una sosería que haga parecer apetitoso a lo intragable. Es una de las reglas de oro del cine considerado como mentira. Y, en este sentido, Hollywood es un enorme Patio de Monipodio donde la moneda de cambio es la imagen cosmética, la arruga y la roña endomingadas, la verdad sepultada bajo una capa de imágenes huecas.

¿Por qué Woody Allen termina su Celebrity pidiendo socorro en un espolique que nada tiene aparentemente que ver con la película? Digo aparentemente, porque en la trastienda del filme sí tiene sentido, y mucho, la llamada de auxilio. Celebrity encontró serias dificultades para terminarse. Los tentáculos de Hollywood comienzan a imponer su juego a las pequeñas producciones, con objeto de ahogarlas, cuando creen ver en ellas un rival peligroso en su dominio colonial de los mercados audiovisuales exteriores, y exigen a la producción casera que se atenga a los pactos gremiales y alarguen hasta el delirio los títulos de crédito, con el consiguiente encarecimiento del rodaje. No quieren películas pequeñas, a no ser que se disfracen de grandes. Si se observa cualquier película de Allen, salta de la pantalla que su imagen desmiente el sistema estándar hollywoodense. Parece una película europea, en la que la cámara se desentiende de la primacía del envoltorio y de las superficies inútiles, tramposas y encarecedoras. En el recién acabado festival de Berlín vimos media docena de películas con gran inteligencia fotográfica. Una es la norteamericana, fuera de norma, A Thin Red Line (Una delgada línea roja); el resto fueron la bellísima luminosidad de Ça commence aujourd'hui (Hoy comienza todo), del francés Tavernier; la penetrante oscuridad de la alemana Nachtgestalten (Encuentros nocturnos); la fastuosa indagación en la risa negra de Mifune, filme danés hecho a la manera de Lars von Trier, cuya premeditada tosquedad en Los idiotas es, en realidad, un prodigio de finura fotográfica; la mínima película vietnamita Tres estaciones, que más que fotografiada parece bordada; y la precisión casi documental de la española Solas, cuya pegada tiene una inmediatez que entusiasmó al público berlinés, tal vez el que mejor y con más sutileza sabe ver cine de toda Europa.

Todas ellas son películas pobres, incluso muy pobres. Por ejemplo, Solas ha costado algo más de 600.000 euros, aproximadamente lo que cuestan dos días de rodaje en celuloide de papel cuché de cualquier hollymemez de Bruce Willis y compañía. Pero esta pequeñez española dio un baño de verdad fotográfica a algunas opulentas intrusas del escaparate berlinés, que el público de esta ciudad ignoró, cuando no abucheó. Porque lo que está haciendo esa reluciente fotografía encarecedora es desterrar del cine la vieja mirada amiga, veraz, borrosa unas veces, imprecisa otras, pero humana siempre, por una mirada infalible de robot de laboratorio, nacida muerta.