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Por qué merece la pena seguir viajando
Por GUILLERMO ALTARES, El País, 26 de junio de 2021
La pandemia llegó en un momento en el que se estaba produciendo un debate sobre el sentido del turismo, tanto por la necesidad de ser más sostenible como de proteger entornos únicos. Lentamente, las fronteras se abren de nuevo, lo que es una buena noticia porque sin los viajes la humanidad sería peor.
Annie Hall culmina con uno de los finales más emocionantes de la historia del cine. Alvy Singer, el personaje que interpreta Woody Allen, trata de explicar sus sentimientos tras reencontrarse con su antiguo amor. “Recordé aquel viejo chiste del tipo que va al psiquiatra y le dice: ‘Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina’. El doctor contesta: ‘¿Por qué no lo interna?’. Y el tipo le dice: ‘Lo haría, pero necesito los huevos’. Pues eso, más o menos, es lo que pienso sobre las relaciones humanas: son irracionales y locas, y absurdas, pero… supongo que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos”. De alguna forma, esta misma frase podría aplicarse a los viajes de placer: pueden ser inseguros, hace calor (o frío), la comida es rara, incluso mala, los aviones son un martirio y contaminan, los retrasos exasperantes, la habitación no es la que esperábamos, no hay forma de encontrar un hueco en la playa, ni una mesa para comer… Pero todos necesitamos los huevos y, además, sin ellos la humanidad sería mucho peor.
Después de un año y medio de pandemia, las vacunas y los pasaportes sanitarios vuelven a abrir la posibilidad de desplazarse. Lentamente, las fronteras se abren y el mundo vuelve a hacerse grande. Los viajes son de nuevo una esperanza y un desafío. Pocos textos literarios expresan con tanta certeza nuestra relación con el turismo como La vuelta al mundo de un novelista, de Vicente Blasco Ibáñez. Publicado por primera vez en 1924, se trata de un gran clásico de la literatura de viajes en castellano —el reportero Manu Leguineche estaba entre sus fans— en el que el escritor valenciano, que entonces era seguramente el novelista más famoso y mejor pagado del mundo, relata su periplo alrededor de la Tierra en el lujoso crucero Franconia. El autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis explica que se encontraba en el jardín de su villa de la Costa Azul, en Menton, y, cuando se acerca el momento de emprender la larga aventura, una voz interior comienza a poner pegas. “Quédate —dice la orquesta murmurante del jardín—; vas a perder nuestras flores y nuestros frutos, los dulces atardeceres del otoño, la compañía serena y luminosa de los libros”, escribe. “Perderás también las fiestas invernales de la Costa Azul, que atraen a los felices de la tierra: el Carnaval de Niza, las óperas y conciertos de Montecarlo, las regatas, los bailes en hoteles enormes como alcázares de leyenda, las batallas de flores. Vas a renunciar a las dulces horas vespertinas en tu biblioteca…”. Sin embargo, Blasco Ibáñez elige el viaje, como lleva haciendo la humanidad desde la noche de los tiempos.
“El turismo es una clarísima señal de progreso”, explica José María Faraldo, profesor de la Universidad Complutense y coautor, junto a Carolina Rodríguez-López, de Introducción a la historia del turismo (Alianza Editorial). “La turismofobia siempre me ha parecido un sentimiento bastante absurdo. Al principio viajaban los que podían hacerlo, los que tenían dinero y, sobre todo, tiempo. Mucha gente no tenía tiempo. Cuando la mayoría de la población trabajaba en el campo de sol a sol, no se podía ir más allá de la verbena del pueblo de al lado. Todo el mundo tiene derecho a viajar. Poner trabas a que la gente lo haga es siempre negativo”.
La pandemia llegó en un momento en el que se estaba produciendo un debate mundial sobre el sentido de los viajes y cuando la turismofobia se estaba convirtiendo en una palabra de moda en algunas ciudades, como Barcelona o Venecia, que habían sido tomadas al asalto por masas de visitantes, desplazando a sus vecinos. La llamada gentrificación, la pesadilla de los pisos turísticos, que disparan los alquileres y convierten los barrios en parques temáticos, se sumó a un concepto que popularizó la joven activista climática Greta Thunberg, flygskam: tener vergüenza de volar por la huella de carbono que produce la aviación comercial. “El futuro del turismo será ecológico o no será”, explica Faraldo, quien cree que el porvenir de los viajes pasa por establecer una relación “menos agresiva con el medio ambiente”. Eso no significa renunciar a ellos, sino que los desplazamientos se organicen y racionalicen de forma que las exigencias ecológicas sean mucho más elevadas.
Se trata de algo en lo que ya está trabajando la Organización Mundial del Turismo, un organismo dependiente de Naciones Unidas, para evitar que se cumplan sus propias previsiones: si no se hace nada, calcula que para 2030 las emisiones relacionadas con los viajes de placer aumentarán un 30%. La idea no es parar el mundo y bajarse, sino buscar fórmulas para que la huella de carbono se reduzca drásticamente, desde evitar el uso de plásticos desechables hasta cambiar los medios de transporte para desplazamientos cortos. Y lo mismo ocurre con los problemas derivados de la alta concentración de turistas en algunos lugares del mundo. Ciudades como Ámsterdam o Berlín están llevando a cabo políticas muy activas contra los pisos turísticos y para proteger el comercio local.
Lugares que enriquecen
Sin embargo, hay ciudades en las que la presencia masiva de viajeros tiene difícil arreglo. Resultará inevitable que barrios de París, Barcelona, Madrid, Venecia, Berlín, Nueva York, Ámsterdam, Marraquech, Túnez, Buenos Aires, Cartagena de Indias o Londres vuelvan con los meses a llenarse de turistas por un motivo insoslayable: son únicos, han enriquecido a millones de personas desde los tiempos del Gran Tour, de los siglos XVII y XVIII, o incluso antes. Son ciudades globales y maravillosas que han mejorado el mundo.
El centro de Roma es incómodo, deslavazado, lleno de centuriones de cartón piedra, de palos de selfi y de pizzerías dudosas. Da igual: visitarlo es una experiencia tan intensa que hasta puede provocar el llamado síndrome de Stendhal, desatado por el exceso de belleza. Los museos del Prado, Orsay, Van Gogh, Metropolitan, El Cairo o el Louvre pueden llenarse de visitantes que se apelotonan para contemplar Las meninas, La Gioconda o los impresionistas del siglo XIX. Pero son espacios que albergan la memoria de la humanidad, que atesoran toda la belleza del mundo.
Algunos sitios, en cambio, resultan especialmente frágiles y su conservación para el futuro plantea dudas y debates. Que siga aumentando de forma exponencial el número de turistas en ruinas como Pompeya o las tumbas del Valle de los Reyes no resulta sostenible. De alguna manera será necesario establecer cupos, como ocurre, por ejemplo, en las cuevas con arte parietal: la mayoría de las grutas con dibujos prehistóricos que pueden visitarse los tienen. Machu Picchu también, aunque desde el pasado diciembre se incrementó su capacidad de admisión de 675 a 1.116 visitantes diarios (que deben realizar una reserva previa). Eso sí, tampoco tiene sentido hurtar a las generaciones del futuro (y del presente) yacimientos que nos permiten entender mejor nuestro pasado y que, por encima de todo, proporcionan una experiencia estética y humana enriquecedora y única.
La profesora de Cambridge y clasicista Mary Beard, siempre divertida, polémica y acertada, provocó un cierto escándalo cuando declaró a la prensa británica que tal vez la destrucción de Pompeya sea inevitable, pero que sería mucho peor privar al mundo de la posibilidad de poder visitar la ciudad romana. “Tengo una opinión bastante sólida sobre el daño que el turismo ha hecho a Pompeya y sobre cómo deberíamos gestionarlo”, escribió en su blog. “Hacemos lo que podemos razonablemente para preservar el sitio (y no, no apruebo —como algunos pensaron que estaba diciendo— que cualquier visitante saque lo que le apetece). Pero tenemos que aceptar que las ruinas son ruinas, y la regla es que se arruinarán más, especialmente cuando fueron destruidas por un volcán en el año 79 de la era cristiana y, no lo olvidemos, bombardeadas seriamente por los aliados en la II Guerra Mundial”. “Lo bueno de Pompeya es que un tercio de la ciudad está sin excavar, a salvo bajo tierra; y todo el mundo, hasta donde yo sé, se ha comprometido a dejarla allí para que las generaciones futuras la exploren y analicen”, proseguía Mary Beard. “El resto es inevitablemente frágil y podemos retrasar su eventual colapso, pero no evitarlo. Mientras tanto, creo que debemos decir que nos corresponde estudiarlo, explorarlo, disfrutarlo y compartirlo. Si tenemos una responsabilidad con el pasado, esa es”.
El turismo seguirá aumentando en un mundo global con más conexiones áreas que nunca, en el que cada vez más personas tienen la posibilidad de viajar, con el surgimiento de clases medias en los dos países más poblados del mundo, China y la India, y en el que la tecnología limita el impacto de barreras que antes resultaban disuasorias (como orientarse en una ciudad desconocida o incluso poder comunicarse sin hablar un idioma). Además, parar ese movimiento universal es insostenible desde un punto de vista económico. Basta con constatar el daño que la ausencia de turistas por la pandemia ha hecho a la economía española: el sector pasó de representar el 14,1% del PIB en 2019 al 5,9% en 2020, de acuerdo con el informe anual de impacto económico del Consejo Mundial de Viajes y Turismo, un organismo internacional que aglutina a 200 compañías.
Según un informe de la Organización Mundial de Turismo, entre enero y marzo de 2021, los destinos del mundo recibieron 180 millones menos de llegadas de turistas internacionales en comparación con el primer trimestre del pasado año. Asia y el Pacífico siguieron mostrando los niveles más bajos de actividad, con una caída del 94%. Europa registró la segunda mayor caída (-83%), seguida de África (-81%), Oriente Próximo (-78%) y América (-71%). Esos datos se traducen en pérdidas de empleos, en personas que no pueden ganarse la vida, pero, sobre todo, describen un mundo mucho más pequeño y pobre.
Viajar no es solo una cuestión económica, es una cuestión vital. “Mi vida ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas. Ese es para mí el verdadero sentido de la vida”, explicó el gran reportero y viajero polaco Ryszard Kapuscinski en una entrevista con Ramón Lobo en este diario cuando se publicó su libro Viajes con Heródoto (Anagrama), una reflexión sobre su existencia como trotamundos. “Hay que aventurarse en lo desconocido, dejarse guiar por la magia de viajar que actúa como una droga y en la que el camino es el tesoro”, escribió el reportero polaco.
Antes de que se inventase la palabra turismo —a principios del siglo XIX en el Reino Unido y Francia, aunque no llegó al Diccionario de la Real Academia Española hasta 1925 para definir la “afición a viajar por gusto de recorrer un país”—, los viajes de placer ya eran muy intensos. José María Faraldo y Carolina Rodríguez-López explican en su Introducción a la historia del turismo que “la palabra usada en el castellano clásico para viajero era la de peregrino, que tenía un sentido mucho más amplio que el que le damos hoy. Esta palabra provenía del término latino peregrare, que significaba simplemente ‘viajar por el mundo’. San Agustín de Hipona escribía en el siglo IV después de Cristo que todos somos peregrinos, gente de paso en el mundo, y su metáfora del mundo como viaje ha llegado hasta nuestros días”.
‘Wanderschaft’, una palabra clave
En su último libro, El hilo de oro (Ariel), el profesor de Clásicas de la Complutense y escritor David Hernández de la Fuente describe la larga época, antes de la Primera Guerra Mundial, en la que Europa vivía sin fronteras a través de una palabra, Wanderschaft: “de origen medieval, fervor romántico y aún vigente: son años errantes que los aprendices de un oficio deben pasar sin residencia fija, con una vestimenta especial de su gremio y un pasaporte que les abre las casas, las ciudades y los saberes de su especialidad”. Sin esta institución que permitió viajar a los artesanos no hubiesen existido ni las catedrales, ni las universidades, ni los saberes comunes que hacen de Europa lo que es.
Mucho antes, Heródoto pudo realizar sus viajes porque los antiguos griegos, cuenta Kapuscinski, crearon la figura del proxenos, “el amigo del huésped, una institución al uso en aquellos tiempos, una especie de cónsul que, por voluntad propia o por encargo remunerado, se ocupaba de los viajeros llegados a la polis de la que él era originario”. Es una figura más profunda que la de nuestros guías turísticos porque, como explica Hernández de la Fuente, “hay que recordar aquel viejo proverbio entre los griegos que decía que ‘de Zeus vienen los extranjeros’ (Homero, la Odisea). Bajo el calificativo de xenios, el ‘protector de los extranjeros’, gobernaba el próvido dios del Olimpo las relaciones humanas cuidando de la fidelidad entre huésped y anfitrión como sagrada ley”.
La historia humana solo se puede explicar como un largo viaje, que empieza hace millones de años en África, de donde salió en diferentes oleadas un homínido que acabó poblando el planeta: el Homo sapiens, nosotros. De todas las hazañas de la prehistoria, la más extraña y desafiante es la llegada del hombre moderno a Australia, un continente que siempre fue una isla. En algún momento, hace unos 60.000 años, un grupo de Homo sapiens llegó a una playa, miró hacia el mar inmenso y desconocido y, de algún modo que ignoramos porque no sabemos cómo se navegaba entonces y mucho menos cómo se orientaba alguien en mar abierto, decidió seguir adelante y continuó viajando para poblar un continente hasta entonces deshabitado. Es sorprendente que llegase a Australia 20.000 años antes que a Europa, mucho más cercana a África. Solo una pandemia ha logrado parar durante unos meses ese viaje interminable que nos convierte en humanos. Ahora toca volver a empezar.