27 septiembre 2024

“A ver si quedamos” y otros síntomas de que una amistad está acabada

Por EVA MACHÓN
El País, 27 de septiembre de 2024

El cambio de prioridades, la asunción de nuevos roles y el desarrollo de la vida profesional a menudo hacen que los lazos afectivos se debiliten. Además, las redes sociales dan una falsa sensación de cercanía con viejos amigos a los que ya ni siquiera vemos. Pero, ¿se puede revivir una relación? 

Pongamos que dos viejos conocidos —Lucas (32 años) y Lucía (33)— se encuentran de manera casual mientras esperan sus respectivos turnos en una sala de espera. Están sentados en asientos diferentes, pero bastante próximos, lo suficiente para que alcancen a verse y se acaben saludando: “Hola Lucas, ¿cómo estás? ¿Has vuelto de Londres? Ya he visto que has estado viviendo allí una temporada”. A lo que Lucas responde algo así como: “¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? Sí, me mudé un año por trabajo, pero ya estoy de vuelta. ¿Sigues trabajando en la clínica?”. La conversación continúa, aunque no se dilata mucho en el tiempo, comentan algunos aspectos superfluos de su vida reciente sin dar más información de la estrictamente necesaria. Para terminar, uno de los dos entona eso de “bueno, pues a ver si quedamos”, una frase que, más que reflejar una intención real de volver a verse pronto, es una manera de despedirse amablemente.

Lucas y Lucía fueron muy amigos durante varios años. Se conocieron en la universidad, compartían grupo de amigos, quedaban habitualmente y hablaban a diario. Tras graduarse, siguieron manteniendo vivo ese vínculo de amistad, pero conforme pasaron los años, sin existir conflicto de por medio, fueron perdiendo el contacto poco a poco. Hoy en día se siguen por redes sociales, se felicitan el cumpleaños, y poco más. No hablan, pero, sin embargo, tienen la sensación de saber mucho el uno del otro, de que la relación no se ha perdido. Los dos son activos en redes y más o menos se siguen los pasos. Si se le pregunta a cualquiera de los dos qué considera que es el otro, ambos dirían: amigos. Pero, ¿pueden sostener las redes sociales una amistad?

En la actualidad, una de cada cinco personas en España se siente sola, así lo confirma un reciente estudio promovido por la Fundación ONCE y la Fundación AXA. Este dato significa que un 20% de la población española sufre lo que se denomina soledad no deseada. Curiosamente, en un mundo en el que vivimos más conectados que nunca gracias al entorno digital, son especialmente los adultos jóvenes —entre los 18 y 24 años— los que más sensación de soledad sienten. La gravedad de esta situación es que en muchos casos se está cronificando en el tiempo, lo que influye directamente en el carácter y en la forma de relacionarse del individuo que la sufre que, a largo plazo, se vuelve más introvertido. De dicho estudio también se extrae que de los jóvenes adultos que no se sienten solos, el 36,6% considera que sí ha pasado por esa situación. En este contexto, se podría pensar que, en general, no estamos para perder amigos y, sin embargo, esto es un hecho que se produce de manera muy habitual.

“En la actualidad, las redes sociales han transformado significativamente la manera en que nos relacionamos y mantenemos el contacto con las personas. A través de nuestros perfiles, nos vemos expuestos a las vidas de gente que quizás ya no forman parte activa de la nuestra. Esto puede generarnos la sensación de que seguimos siendo cercanos a ellas, aunque en la práctica la conexión emocional y el vínculo de amistad se hayan debilitado”, explica a EL PAÍS la doctora Celia Incio del Río, psicóloga especialista en relaciones sociales, autoestima y desarrollo personal.

Esa exposición constante a la vida de otros no reemplaza la cercanía emocional, sino que incluso alimenta las sensaciones de soledad y frustración. Pero no solamente se puede culpar a la sobreexposición en este tipo de plataformas de ese vacío emocional palpable — sobre todo en los adultos más jóvenes—, también es justo señalar que la conciliación entre la vida personal y profesional no lo pone demasiado fácil a la hora de reavivar lazos de amistad o evitar perder los existentes. En este sentido, la psicóloga y miembro de Top Doctors, argumenta: “En la adultez, retomar una relación de amistad rota se vuelve más difícil por varios factores. Primero, las responsabilidades personales y profesionales se acumulan, dejando poco espacio para cultivar o revitalizar amistades. La vida adulta tiende a fragmentar el tiempo disponible, y la energía emocional se invierte más en la familia, el trabajo y otras obligaciones”. En segundo lugar, añade: “Muchas veces cargamos con la sensación de que si una relación se debilitó es porque, de alguna manera, ya no cumple un propósito en nuestras vidas. Esto nos lleva a postergar los esfuerzos por reavivar una amistad, hasta que, finalmente, esa idea queda relegada a frases sin compromiso real”.

Decir cosas como “a ver si quedamos” o “nos vemos cuando quieras” son claramente un síntoma de que una relación está prácticamente acabada. Muchas veces esa vaga intención de retomar lazos solo esconde ciertas inseguridades sobre si la otra persona estaría realmente receptiva a la propuesta. En un contexto en el que muchas personas se sienten solas en España, carentes de lazos de afectivos, es común que la falta de confianza en uno mismo suponga una barrera para tomar este tipo de iniciativas.

Estos distanciamientos sociales se dan generalmente sin que haya existido un conflicto o malentendido de por medio y ocurren más bien por la falta de puntos comunes en la relación afectiva que hace que esta se vaya debilitando. Las personas evolucionan a lo largo del tiempo y son sus experiencias vitales y la adquisición de nuevos intereses lo que va transformando sus prioridades, valores o puntos de vista.

A veces, en los individuos con ciertos rasgos de egocentrismo en su personalidad, subyace el pensamiento de que la responsabilidad de retomar una relación debería recaer en la otra persona. La famosa frase de “quien te quiere, te busca” se ha repetido de forma tan recurrente que, aunque su aplicación original se asocie a las relaciones de pareja, muchos individuos lo han llevado a todo tipo de relaciones, incluso a las familiares. Esta idea se contrapone a lo que verdaderamente significa mantener viva una amistad, es decir, mantener un afecto personal, puro y desinteresado, de igual a igual con otra persona con la que se comparte una responsabilidad afectiva.

¿Cuál es el antídoto para revivir una relación de amistad?
Si se tiene una intención real de recuperar una relación de amistad es fundamental no dejar recaer la responsabilidad de dar el primer paso en la otra persona. Según la doctora especialista Incio del Río, “la clave, si se desea realmente retomar una amistad, es la autenticidad: dejar a un lado las frases vacías y, en su lugar, apostar por conversaciones honestas sobre lo que esa relación ha significado y cómo nos gustaría que evolucionara en el futuro. Las amistades, como cualquier otro tipo de relación, requieren tiempo y voluntad. Aunque en la adultez el contexto sea más complejo, no es imposible recuperar esos vínculos, pero solo si hay un deseo genuino de ambas partes de reconstruir el camino perdido”.

23 septiembre 2024

Por qué merece la pena seguir viajando

Por GUILLERMO ALTARES,  El País, 26 de junio de 2021

La pandemia llegó en un momento en el que se estaba produciendo un debate sobre el sentido del turismo, tanto por la necesidad de ser más sostenible como de proteger entornos únicos. Lentamente, las fronteras se abren de nuevo, lo que es una buena noticia porque sin los viajes la humanidad sería peor.


Annie Hall culmina con uno de los finales más emocionantes de la historia del cine. Alvy Singer, el personaje que interpreta Woody Allen, trata de explicar sus sentimientos tras reencontrarse con su antiguo amor. “Recordé aquel viejo chiste del tipo que va al psiquiatra y le dice: ‘Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina’. El doctor contesta: ‘¿Por qué no lo interna?’. Y el tipo le dice: ‘Lo haría, pero necesito los huevos’. Pues eso, más o menos, es lo que pienso sobre las relaciones humanas: son irracionales y locas, y absurdas, pero… supongo que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos”. De alguna forma, esta misma frase podría aplicarse a los viajes de placer: pueden ser inseguros, hace calor (o frío), la comida es rara, incluso mala, los aviones son un martirio y contaminan, los retrasos exasperantes, la habitación no es la que esperábamos, no hay forma de encontrar un hueco en la playa, ni una mesa para comer… Pero todos necesitamos los huevos y, además, sin ellos la humanidad sería mucho peor.

Vista de la ciudad de Menton, en la Costa Azul.
Vista de la ciudad de Menton, en la Costa Azul.  GETTY IMAGES

Después de un año y medio de pandemia, las vacunas y los pasaportes sanitarios vuelven a abrir la posibilidad de desplazarse. Lentamente, las fronteras se abren y el mundo vuelve a hacerse grande. Los viajes son de nuevo una esperanza y un desafío. Pocos textos literarios expresan con tanta certeza nuestra relación con el turismo como La vuelta al mundo de un novelista, de Vicente Blasco Ibáñez. Publicado por primera vez en 1924, se trata de un gran clásico de la literatura de viajes en castellano —el reportero Manu Leguineche estaba entre sus fans— en el que el escritor valenciano, que entonces era seguramente el novelista más famoso y mejor pagado del mundo, relata su periplo alrededor de la Tierra en el lujoso crucero Franconia. El autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis explica que se encontraba en el jardín de su villa de la Costa Azul, en Menton, y, cuando se acerca el momento de emprender la larga aventura, una voz interior comienza a poner pegas. “Quédate —dice la orquesta murmurante del jardín—; vas a perder nuestras flores y nuestros frutos, los dulces atardeceres del otoño, la compañía serena y luminosa de los libros”, escribe. “Perderás también las fiestas invernales de la Costa Azul, que atraen a los felices de la tierra: el Carnaval de Niza, las óperas y conciertos de Montecarlo, las regatas, los bailes en hoteles enormes como alcázares de leyenda, las batallas de flores. Vas a renunciar a las dulces horas vespertinas en tu biblioteca…”. Sin embargo, Blasco Ibáñez elige el viaje, como lleva haciendo la humanidad desde la noche de los tiempos.

“El turismo es una clarísima señal de progreso”, explica José María Faraldo, profesor de la Universidad Complutense y coautor, junto a Carolina Rodríguez-López, de Introducción a la historia del turismo (Alianza Editorial). “La turismofobia siempre me ha parecido un sentimiento bastante absurdo. Al principio viajaban los que podían hacerlo, los que tenían dinero y, sobre todo, tiempo. Mucha gente no tenía tiempo. Cuando la mayoría de la población trabajaba en el campo de sol a sol, no se podía ir más allá de la verbena del pueblo de al lado. Todo el mundo tiene derecho a viajar. Poner trabas a que la gente lo haga es siempre negativo”.

Máscaras venecianas en el Carnaval de Venecia.
Máscaras venecianas en el Carnaval de Venecia. GETTY IMAGES

La pandemia llegó en un momento en el que se estaba produciendo un debate mundial sobre el sentido de los viajes y cuando la turismofobia se estaba convirtiendo en una palabra de moda en algunas ciudades, como Barcelona o Venecia, que habían sido tomadas al asalto por masas de visitantes, desplazando a sus vecinos. La llamada gentrificación, la pesadilla de los pisos turísticos, que disparan los alquileres y convierten los barrios en parques temáticos, se sumó a un concepto que popularizó la joven activista climática Greta Thunbergflygskam: tener vergüenza de volar por la huella de carbono que produce la aviación comercial. “El futuro del turismo será ecológico o no será”, explica Faraldo, quien cree que el porvenir de los viajes pasa por establecer una relación “menos agresiva con el medio ambiente”. Eso no significa renunciar a ellos, sino que los desplazamientos se organicen y racionalicen de forma que las exigencias ecológicas sean mucho más elevadas.

Se trata de algo en lo que ya está trabajando la Organización Mundial del Turismo, un organismo dependiente de Naciones Unidas, para evitar que se cumplan sus propias previsiones: si no se hace nada, calcula que para 2030 las emisiones relacionadas con los viajes de placer aumentarán un 30%. La idea no es parar el mundo y bajarse, sino buscar fórmulas para que la huella de carbono se reduzca drásticamente, desde evitar el uso de plásticos desechables hasta cambiar los medios de transporte para desplazamientos cortos. Y lo mismo ocurre con los problemas derivados de la alta concentración de turistas en algunos lugares del mundo. Ciudades como Ámsterdam o Berlín están llevando a cabo políticas muy activas contra los pisos turísticos y para proteger el comercio local.

Visitantes ante 'La Gioconda', en el Louvre (París)
Visitantes ante 'La Gioconda', en el Louvre (París)  GETTY IMAGES

Lugares que enriquecen

Sin embargo, hay ciudades en las que la presencia masiva de viajeros tiene difícil arreglo. Resultará inevitable que barrios de París, Barcelona, Madrid, Venecia, Berlín, Nueva York, Ámsterdam, Marraquech, Túnez, Buenos Aires, Cartagena de Indias o Londres vuelvan con los meses a llenarse de turistas por un motivo insoslayable: son únicos, han enriquecido a millones de personas desde los tiempos del Gran Tour, de los siglos XVII y XVIII, o incluso antes. Son ciudades globales y maravillosas que han mejorado el mundo.

El centro de Roma es incómodo, deslavazado, lleno de centuriones de cartón piedra, de palos de selfi y de pizzerías dudosas. Da igual: visitarlo es una experiencia tan intensa que hasta puede provocar el llamado síndrome de Stendhal, desatado por el exceso de belleza. Los museos del Prado, Orsay, Van Gogh, Metropolitan, El Cairo o el Louvre pueden llenarse de visitantes que se apelotonan para contemplar Las meninas, La Gioconda o los impresionistas del siglo XIX. Pero son espacios que albergan la memoria de la humanidad, que atesoran toda la belleza del mundo.

Las ruinas de la antigua ciudad inca de Machu Picchu, en Perú.
Las ruinas de la antigua ciudad inca de Machu Picchu, en Perú. GETTY IMAGES

Algunos sitios, en cambio, resultan especialmente frágiles y su conservación para el futuro plantea dudas y debates. Que siga aumentando de forma exponencial el número de turistas en ruinas como Pompeya o las tumbas del Valle de los Reyes no resulta sostenible. De alguna manera será necesario establecer cupos, como ocurre, por ejemplo, en las cuevas con arte parietal: la mayoría de las grutas con dibujos prehistóricos que pueden visitarse los tienen. Machu Picchu también, aunque desde el pasado diciembre se incrementó su capacidad de admisión de 675 a 1.116 visitantes diarios (que deben realizar una reserva previa). Eso sí, tampoco tiene sentido hurtar a las generaciones del futuro (y del presente) yacimientos que nos permiten entender mejor nuestro pasado y que, por encima de todo, proporcionan una experiencia estética y humana enriquecedora y única.

La profesora de Cambrid­ge y clasicista Mary Beard, siempre divertida, polémica y acertada, provocó un cierto escándalo cuando declaró a la prensa británica que tal vez la destrucción de Pompeya sea inevitable, pero que sería mucho peor privar al mundo de la posibilidad de poder visitar la ciudad romana. “Tengo una opinión bastante sólida sobre el daño que el turismo ha hecho a Pompeya y sobre cómo deberíamos gestionarlo”, escribió en su blog. “Hacemos lo que podemos razonablemente para preservar el sitio (y no, no apruebo —como algunos pensaron que estaba diciendo— que cualquier visitante saque lo que le apetece). Pero tenemos que aceptar que las ruinas son ruinas, y la regla es que se arruinarán más, especialmente cuando fueron destruidas por un volcán en el año 79 de la era cristiana y, no lo olvidemos, bombardeadas seriamente por los aliados en la II Guerra Mundial”. “Lo bueno de Pompeya es que un tercio de la ciudad está sin excavar, a salvo bajo tierra; y todo el mundo, hasta donde yo sé, se ha comprometido a dejarla allí para que las generaciones futuras la exploren y analicen”, proseguía Mary Beard. “El resto es inevitablemente frágil y podemos retrasar su eventual colapso, pero no evitarlo. Mientras tanto, creo que debemos decir que nos corresponde estudiarlo, explorarlo, disfrutarlo y compartirlo. Si tenemos una responsabilidad con el pasado, esa es”.

Una curtiduría en Fez (Marruecos).
Una curtiduría en Fez (Marruecos).  GETTY IMAGES

El turismo seguirá aumentando en un mundo global con más conexiones áreas que nunca, en el que cada vez más personas tienen la posibilidad de viajar, con el surgimiento de clases medias en los dos países más poblados del mundo, China y la India, y en el que la tecnología limita el impacto de barreras que antes resultaban disuasorias (como orientarse en una ciudad desconocida o incluso poder comunicarse sin hablar un idioma). Además, parar ese movimiento universal es insostenible desde un punto de vista económico. Basta con constatar el daño que la ausencia de turistas por la pandemia ha hecho a la economía española: el sector pasó de representar el 14,1% del PIB en 2019 al 5,9% en 2020, de acuerdo con el informe anual de impacto económico del Consejo Mundial de Viajes y Turismo, un organismo internacional que aglutina a 200 compañías.

Según un informe de la Organización Mundial de Turismo, entre enero y marzo de 2021, los destinos del mundo recibieron 180 millones menos de llegadas de turistas internacionales en comparación con el primer trimestre del pasado año. Asia y el Pacífico siguieron mostrando los niveles más bajos de actividad, con una caída del 94%. Europa registró la segunda mayor caída (-83%), seguida de África (-81%), Oriente Próximo (-78%) y América (-71%). Esos datos se traducen en pérdidas de empleos, en personas que no pueden ganarse la vida, pero, sobre todo, describen un mundo mucho más pequeño y pobre.

The Edge, un mirador en Nueva York.
The Edge, un mirador en Nueva York.  GETTY IMAGES

Viajar no es solo una cuestión económica, es una cuestión vital. “Mi vida ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas. Ese es para mí el verdadero sentido de la vida”, explicó el gran reportero y viajero polaco Ryszard Kapuscinski en una entrevista con Ramón Lobo en este diario cuando se publicó su libro Viajes con Heródoto (Anagrama), una reflexión sobre su existencia como trotamundos. “Hay que aventurarse en lo desconocido, dejarse guiar por la magia de viajar que actúa como una droga y en la que el camino es el tesoro”, escribió el reportero polaco.

Antes de que se inventase la palabra turismo —a principios del siglo XIX en el Reino Unido y Francia, aunque no llegó al Diccionario de la Real Academia Española hasta 1925 para definir la “afición a viajar por gusto de recorrer un país”—, los viajes de placer ya eran muy intensos. José María Faraldo y Carolina Rodríguez-López explican en su Introducción a la historia del turismo que “la palabra usada en el castellano clásico para viajero era la de peregrino, que tenía un sentido mucho más amplio que el que le damos hoy. Esta palabra provenía del término latino peregrare, que significaba simplemente ‘viajar por el mundo’. San Agustín de Hipona escribía en el siglo IV después de Cristo que todos somos peregrinos, gente de paso en el mundo, y su metáfora del mundo como viaje ha llegado hasta nuestros días”.

Jeroglíficos en una tumba del Valle de los Reyes (Egipto).
Jeroglíficos en una tumba del Valle de los Reyes (Egipto). GETTY IMAGES

‘Wanderschaft’, una palabra clave

En su último libro, El hilo de oro (Ariel), el profesor de Clásicas de la Complutense y escritor David Hernández de la Fuente describe la larga época, antes de la Primera Guerra Mundial, en la que Europa vivía sin fronteras a través de una palabra, Wanderschaft: “de origen medieval, fervor romántico y aún vigente: son años errantes que los aprendices de un oficio deben pasar sin residencia fija, con una vestimenta especial de su gremio y un pasaporte que les abre las casas, las ciudades y los saberes de su especialidad”. Sin esta institución que permitió viajar a los artesanos no hubiesen existido ni las catedrales, ni las universidades, ni los saberes comunes que hacen de Europa lo que es.

Mucho antes, Heródoto pudo realizar sus viajes porque los antiguos griegos, cuenta Kapuscinski, crearon la figura del proxenos, “el amigo del huésped, una institución al uso en aquellos tiempos, una especie de cónsul que, por voluntad propia o por encargo remunerado, se ocupaba de los viajeros llegados a la polis de la que él era originario”. Es una figura más profunda que la de nuestros guías turísticos porque, como explica Hernández de la Fuente, “hay que recordar aquel viejo proverbio entre los griegos que decía que ‘de Zeus vienen los extranjeros’ (Homero, la Odisea). Bajo el calificativo de xenios, el ‘protector de los extranjeros’, gobernaba el próvido dios del Olimpo las relaciones humanas cuidando de la fidelidad entre huésped y anfitrión como sagrada ley”.

La historia humana solo se puede explicar como un largo viaje, que empieza hace millones de años en África, de donde salió en diferentes oleadas un homínido que acabó poblando el planeta: el Homo sapiens, nosotros. De todas las hazañas de la prehistoria, la más extraña y desafiante es la llegada del hombre moderno a Australia, un continente que siempre fue una isla. En algún momento, hace unos 60.000 años, un grupo de Homo sapiens llegó a una playa, miró hacia el mar inmenso y desconocido y, de algún modo que ignoramos porque no sabemos cómo se navegaba entonces y mucho menos cómo se orientaba alguien en mar abierto, decidió seguir adelante y continuó viajando para poblar un continente hasta entonces deshabitado. Es sorprendente que llegase a Australia 20.000 años antes que a Europa, mucho más cercana a África. Solo una pandemia ha logrado parar durante unos meses ese viaje interminable que nos convierte en humanos. Ahora toca volver a empezar.