12 agosto 2024

Naturaleza por pantallas, ¡y a cargar pilas!

Por PILAR JERICÓ
El País Semanal #2497, 4 de agosto de 2024

Muchos anhelamos el verano porque es sinónimo de descanso. Necesitamos ese tiempo para recargar pilas, nos llenamos de planes y de objetivos, pero no siempre es fácil cumplirlos. Incluso, si nos lo montamos mal, tenemos el riesgo de regresar aún más cansados. Para hacer frente a dicha amenaza, existe una alternativa que nos permite que nuestra mente descanse de verdad: el “efecto de los tres días”, como lo ha bautizado el psicólogo cognitivo David Strayer, profesor de la Universidad de Utah. Es una opción sencilla, económica y está al alcance de cualquiera; ya se intuía hace más de 2.500 años y la neurociencia lo ha demostrado recientemente. Veamos en qué consiste.

“Descansar proviene de la posibilidad de hacer exactamente lo contrario de lo que solemos hacer diariamente”, explica Joaquín Araújo, escritor y uno de los grandes naturalistas reconocidos en España. Nuestro cuerpo descansa física y mentalmente cuando dormimos, es decir, cuando hacemos lo opuesto de aquello que nos ocupa cuando estamos despiertos. Si lo tomamos como punto de referencia, descansar significaría recuperarnos del agotamiento no solo físico sino mental. Y qué mejor manera que regresar a nuestros orígenes que entrar en contacto con la naturaleza.

A lo largo de los millones de años de evolución hemos desarrollado la biofilia o conexión y amor con los seres vivos, pero no estamos diseñados biológicamente para que nuestra atención esté constantemente atrapada en la tecnología. Podemos recuperar dicho sentimiento a través de múltiples maneras, y una de ellas es el “efecto de los tres días”. Según el doctor Strayer, necesitamos disfrutar de la naturaleza sin ningún tipo de distracción de pantallas durante al menos tres días seguidos, sea en un bosque, en el campo o en el mar. Dicho efecto sería la situación ideal para recargar pilas en verano, pero los beneficios de estar en contacto con la naturaleza se pueden plasmar en rutinas incluso más accesibles. En una reciente investigación publicada, se comprueba el efecto positivo en nuestro cuerpo después de una caminata de 40 minutos por la naturaleza, en comparación con un paseo por entornos urbanos. A través del ECC, un dispositivo que registra las ondas cerebrales, aquellos que pasearon por entornos verdes mostraron un descenso de las ondas theta frontales. En otras palabras, estar en contacto con la naturaleza disminuye nuestra rumiación mental, además del estrés, y nos ayuda a tener una atención más sostenida. Equivaldría a pasar un limpiaparabrisas en nuestra mente para restaurarnos del cansancio acumulado.

Cuando disfrutamos de la naturaleza, aunque sea viendo verde desde nuestra casa, también algo nos sucede. Así lo atestiguan diversas investigaciones. Las personas que viven en las ciudades cerca de zonas ajardinadas tienen mayor esperanza de vida y menor incidencia en 15 enfermedades físicas y mentales, según estudios realizados en universidades de Canadá, Holanda e Inglaterra. Si no tenemos ese privilegio, podemos intentar sustituirlo por el contacto frecuente con la naturaleza a través de caminatas. La profesora Liisa Tyrväinen y su equipo del Instituto de Recursos Naturales de Finlandia recomiendan una dosis mínima de naturaleza de cinco horas al mes para sentir los efectos positivos en nuestro estado de ánimo. Todo ello, lógicamente, evitando que los dispositivos nos atrapen.

Además, el contacto con la naturaleza transforma nuestras emociones y nos hace ser más generosos, según otros hallazgos. Gregory Bratman, de la Universidad de Stanford, comprobó que, tras una caminata de 50 minutos en entornos naturales en comparación con un paseo en ambientes urbanos, quienes la practicaban registraban menor ansiedad, menor nostalgia y más emociones positivas. Es más, en la Universidad de Berkeley se observó que estar expuestos a entornos naturales, aunque fuera a través de pantallas que mostraran paisajes o rodeados de plantas de interior, tenía un efecto positivo en la generosidad de nuestras decisiones económicas.

Podríamos decir que descansar significa regresar también a nuestra esencia. Somos seres vivos, y aunque hayamos creado grandes estructuras de hormigón e inmensas ciudades parece que algo en nosotros anhela nuestros orígenes. Así parece que se intentó evocar hace más de 2.500 años con los primeros jardines en las ciudades. Un buen propósito para recargar pilas en el verano es lo que propone Joaquín Araújo: “Aprender a sentarnos frente a un panorama inmenso para que se despierten nuestros sentidos”. Y añade: “Aunque el primer día haya que aguantar la ansiedad de no tener wifi”. Si estas vacaciones nos lo proponemos, es posible que nos recuperemos internamente. Y no tanto por lo que la ciencia nos diga, sino por lo que nos hace sentir la naturaleza cuando entramos en contacto con ella.

Laura Jericó es autora del blog Laboratorio de felicidad.

04 agosto 2024

Animales líquidos: por qué meternos en el agua nos sienta tan bien

Por MAR PADILLA, El País, 4 de agosto de 2024

Una mujer nada durante un chubasco el día de su cumpleaños, en la Costa de Bohuslän, en Suecia, en 2023.Jonas Bendiksen (Magnum Photos /Contacto)

Hace milenios que los humanos intuíamos los beneficios del líquido elemento, pero hasta hace muy poco la ciencia no lo había estudiado detenidamente.


No sabemos por qué, pero nos gusta sentirnos inundados por la idea del agua y su extraña —casi mágica— compañía. A veces no hace falta ni tocarla, con recordarla nos basta. “Quiero volver a tierras niñas, llévenme a un blando país de aguas”, escribió Gabriela Mistral.


Todos tenemos recuerdos acuáticos. Una investigación de la Universidad de Sussex pidió a 20.000 personas que registraran sus sentimientos en diferentes momentos a lo largo de su vida, y el resultado fue que una inmensa mayoría relacionaba sus momentos más felices con el agua. El asombro infantil ante la playa amarilla y azul, aquellas risas sazonadas con miedo ante los devaneos de una barca en alta mar, esos besos acuáticos, al punto de sal, o aquel camino ante un mar oscuro como nuestro pesar. “Di un paseo por el océano, comencé a nadar y perdí de vista la tierra; mi tiempo se acaba”, canta la banda de punk australiano Radio Birdman en Descent into the Maesltrom, basada en el cuento casi homónimo de Edgar Allan Poe.


Son retazos en carne viva que rememoramos ante viejas costas o en nuevos paisajes marítimos, al contemplar la playa de Agua Amarga, en Almería, junto al malecón habanero, paseando en los arenales daneses frente al Báltico de Nykobing o sumergiéndonos en la dulce ría de Arousa. Frente al mar, somos ya otros.


Dicen que nuestra vieja historia de amor con el agua tiene mucho que ver con el recuerdo del refugio amniótico, en el útero de nuestra madre. Y también por la indeleble huella del primer organismo unicelular de hace millones de años. Nos lo advirtió el filósofo británico Alan Watts: “No viniste a este mundo. Saliste de él, como una ola del océano. No eres un extraño aquí”. Entre el cielo y la tierra somos criaturas fronterizas que, de asombro en asombro, se sienten hermanadas en las infinitas transmutaciones “del mar vivo del gran mundo”, leemos en El libro del agua y el fuego: El enigma de Louis Cattiaux, de Raimon Arola (Herder, 2022).

Nos creemos criaturas de campo, montaña o ciudad, pero el agua es también nuestro territorio. En el agua “te sumerges en otra dimensión donde rigen otros valores más elementales. Y mientras nos esforzamos por mantenernos a flote, recuperamos nuestra olvidada condición de animales”, explica por teléfono María Belmonte, autora de El murmullo del agua (Acantilado, 2024).

Sangre y sodio

Somos una de las muchas formas del agua, y asumirlo es una purificante bendición. “Cada uno de nosotros llevamos en nuestras venas la corriente salina de nuestra sangre, en la cual el sodio, el potasio y el calcio se hallan en proporciones muy semejantes a las que existen en el agua del mar”, explicó la bióloga marina estadounidense Rachel Carson en El mar que nos rodea, publicado en 1951.


De los océanos venimos y “por eso sumergirnos nos restaura”, afirma por videollamada Easkey Britton, doctora en Medio Ambiente y Sociedad por la Universidad Nacional de Irlanda. “Al meternos en el agua, especialmente si es fría, nos sentimos muy bien. Nos ayuda a conectar con otros y con nosotros mismos”, añade. Después de un baño de mar estamos más presentes, menos distraídos. “Vivimos una especie de reset del sistema nervioso”, según Britton, autora de Ebb and Flow (Flujo y reflujo, sin edición en español; Watkins, 2023).


Nuestra salud, tanto física como mental, está intrínsecamente ligada a la naturaleza. Hace milenios que el humano conoce el poder curativo del agua, pero hasta hace poco la ciencia occidental no lo había estudiado detenidamente. Ahora, la pérdida de interacción entre el ser humano y los espacios abiertos se relaciona con los trastornos mentales. Y nuevas investigaciones demuestran que pasar tiempo cerca del agua —dentro, frente o sobre ella, en alta mar, en la costa, en un río, un lago o un estanque— es un gran reconstituyente. El simple hecho de contemplar el agua reduce la presión arterial, la frecuencia cardiaca, y provoca rápidos cambios psicológicos y fisiológicos beneficiosos en el cortisol salival, el flujo sanguíneo y la actividad cerebral.


Esos estudios desarrollados por Britton y otros investigadores confirman que ante la presencia del agua disminuye el estrés, la ansiedad y la depresión. “El agua nos ayuda a mejorar nuestro estado físico y mental. De alguna manera nos devuelve a la conciencia de nuestro cuerpo”, explica Easkey, que también es una de las mejores surfistas de Europa —su padre le regaló su primera tabla con cuatro años—, cuyo nombre significa algo así como “pescado abundante” en gaélico.

El agua nos calma. En contacto con ella, nuestras conexiones neuronales reaccionan llevándonos a un estado de sedación que el biólogo marino Wallace J. Nichols denomina “azul”, según detalla en su libro Blue Mind (Mente azul, sin edición en español; Back Bay Books, 2015). Ante el agua, nuestros neurotransmisores para sentirnos bien se disparan: las endorfinas nos dan sentimiento de euforia; la dopamina nos ofrece sensación de novedad y recompensa; la oxitocina nos aporta la sensación de confianza y calidez, y la serotonina nos da un chute de relajación y satisfacción. Es el concepto de la terapia azul, la idea de sumergirnos en espacios azules. Pasar tiempo en ese tipo de espacios también nos beneficia porque incita a la actividad física, a socializar, a mejorar nuestra creatividad y nuestra autoconciencia.

Por eso después de un buen chapuzón sentimos paz y una maravillosa sensación de unidad con el entorno. Y, a la vez, nos sentimos tonificados, con una renovada energía.

Es como si hubiéramos restaurado nuestro cuerpo y nuestra mente, como si viviéramos un nuevo comienzo, como si estrenaras una nueva piel. “El mar ahoga el rastro”, escribe Herman Melville en Moby Dick.

Dinosaurios bajo la lluvia

No es fácil desentrañar el misterio acuático. Por la ciencia sabemos que desde hace cuatro millones de años hay la misma cantidad de agua en el planeta Tierra. Y esa “misma” agua se refiere también a que es exactamente el mismo elemento que ya llovió sobre los lomos de los dinosaurios.


Lo que no sabemos es cómo el agua llegó a nuestro planeta. Quizás fue un meteorito, o tal vez porque hace miles de millones de años el planeta se enfrió tanto que el vapor acabó condenándose en forma de agua. Lo que sí se sabe es que a lo largo de siete octavas partes de la historia de la vida en nuestro planeta ha existido y se ha desarrollado exclusivamente en el mar, donde surgieron esponjas, gusanos, medusas, corales y artrópodos. Y que no fue hasta hace menos de 600 millones de años cuando los primeros organismos, por alguna razón, dejaron el agua y empezaron a poblar la tierra.


“Los ancestros de las ballenas estuvieron viviendo en la tierra y otros animales también. Pero después de un tiempo, muchos acabaron volviendo al océano. Es algo científico. Pero también es una imagen muy poética, ¿verdad? Demuestra la extraordinaria atracción del mar”, comenta por teléfono Patrik Svensson, escritor sueco y autor de Un inmenso azul (Libros del Asteroide, 2024).


El mar y la vida en la Tierra tienen una historia de 4.000 millones de años, mientras el ser humano racional nació hace aproximadamente 200.000 años. Para hacernos una idea, “si el globo terrestre tuviera un solo día de vida, el Homo sapiens habría existido 4 segundos”, detalla Svensson. Por eso la influencia del agua en nosotros es totémica. Porque venimos de ella y vivimos rodeados de ese elemento. Queda claro en la famosísima foto de la NASA publicada en la Navidad de 1972. La primera imagen del planeta visto desde el exterior —la fotografía más reproducida del mundo— es una pequeña canica azul, cálida, iridiscente y viva, flotando en un manto de oscuridad y frío espacial. “El nuestro es un planeta llamado de forma inapropiada Tierra, porque es claramente un océano”, observó el escritor Arthur C. Clarke.


Lo cierto es que vivimos en un gran contenedor de H₂O, repleto de vegetales y animales mutantes que son a la vez —en multitud de formas y tamaños— contenedores de agua. Como nosotros mismos. En un porcentaje muy alto, estamos hechos de ese material que tanta calma nos da. Al nacer, el 80% de nuestro cuerpo contiene agua, hasta disminuir al 60% en la edad adulta; nuestra agua corporal está distribuida en un 60% en las células, un 20% alrededor de ellas, un 10% en la sangre y otro 10% en los órganos. Y están hechos de agua el 95% de nuestros ojos, entre el 80% y el 90% de nuestra sangre, entre el 70% y un 85% de nuestro corazón, pulmones, riñones e hígado, el 75% de nuestra piel y el 22% de nuestros huesos. Tal vez por eso, al nadar y sumergirnos en la costa, cerca de una playa, nos sentimos completos.


“Investigando sobre el mar me he dado cuenta de lo vulnerable que es el océano. Yo también pensaba que el mar era un recurso infinito, tan poderoso y grande que nada lo puede afectar. Pero eso no es cierto. Hay que cuidarlo”, reflexiona Svensson desde las costas de Mälmo, en Suecia.


Se calcula que anualmente se matan entre dos y tres billones de peces, de los que solo una pequeña proporción llega a la mesa, porque la inmensa mayoría se pesca para transformarlos en pienso para alimentar otros animales. Hay que prestar atención a lo que queremos y preservar de la explotación salvaje lo que nos aporta tantos beneficios físicos y mentales.

Hay que proteger costas, playas y océanos, y no solo por el ecosistema en sí, sino por todo lo que nos ofrece y aporta en el terreno personal y social. Estos días de descanso, sumergidos en el agua, entre baño y baño, contemplando playas, ríos y lagos, quizás entendamos un poco mejor al poeta inglés Philip Larkin cuando dijo que si tuviera que crear una religión, sería una que idolatraría el agua.