Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Babelia, El País, 25 de diciembre de 2021
Entré en una sala del Museo de Bellas Artes de Sevilla y el tiempo se detuvo. Se detuvo de golpe, sin aviso, cancelando el estado de ánimo que había tenido hasta ese momento, la distracción de una mañana de trabajo, hasta el propósito que me había llevado al museo, que era el de ver la exposición de Valdés Leal. Traía conmigo la modesta felicidad de encontrarme esa mañana soleada de diciembre en Sevilla, y de haberme recreado en la plaza que hay delante del museo, con la fantástica feracidad de una vegetación que parece de Lisboa, de un clima así de templado, con el grado ligero de humedad que da ese esplendor a los árboles, los ficus de tronco de paquidermo, las palmeras vertiginosas en lo alto del aire, el verde reluciente de las hojas diminutas de las jacarandas, los naranjos que parecen árboles del paraíso terrenal pintados por Fra Angelico. Era pronto y quedaba un frío de primera hora de la mañana en el aire. El frío era más intenso y más húmedo en los patios del antiguo convento, que aún no empezaba a caldear el sol, los patios de arrayán y de arcos de columnas esbeltas que están entre Florencia y la Granada nazarí. El museo fue durante siglos un convento de frailes mercedarios, y en los patios y en algunos corredores se intuye todavía un frío de baldosas desnudas y penitencia monacal. Las órdenes religiosas formaban la clientela principal de los pintores en el siglo XVII en Sevilla y en cualquier ciudad española, todas ellas sombríamente ocupadas por bloques de conventos, por iglesias con retablos barrocos, cuadros ennegrecidos de vírgenes y martirios, escalinatas pobladas por pedigüeños y tullidos.
En Holanda, en esa misma época, los pintores retrataban interiores burgueses tranquilos y aseados y caras joviales encendidas por la buena comida y la prosperidad del comercio. El repertorio de los pintores de Sevilla incluía milagros, martirios, mortificaciones, calaveras, ropajes de esparto, ásperas telas de hábitos de frailes. También la casquería espiritual de las dos postrimerías que Valdés Leal pintó para la entrada de la iglesia en el Hospital de la Caridad, “el horrendo / dictamen de que todo es del gusano”, según los versos de Borges. Una de ellas, Finis gloriae mundi, está ahora en el Bellas Artes, y es de lo mejor de la exposición. En ese género tan específico de las “vanidades” del Barroco, las facultades de Valdés Leal, a mi juicio limitadas, encuentran su mejor expresión: los negros de hollín, la truculencia de la pincelada, la complejidad compositiva.
Valme Muñoz Rubio, la directora del museo, se quejaba tristemente, y sin duda con justicia, de la resonancia escasa que tienen muchas veces en España grandes exposiciones que no se hacen en Madrid: “Es muy difícil traspasar Despeñaperros”. Valdés Leal es un pintor desigual, con frecuencia apresurado, con una propensión a las rutinas formales que serían favorecidas por el trabajo de taller y la monotonía temática de los encargos. Alguna vez tiene aciertos fulgurantes: un Sacrificio de Isaac de composición dislocada, en el que el cuerpo del joven recuerda el dramatismo de los desnudos masculinos de Caravaggio; y sobre todo algunos dibujos, de extraordinaria libertad expresiva, un Cristo con la cruz visto de frente y resuelto con unos pocos trazos ondulados, un retrato de hombre joven que mira con un estupor y una naturalidad como de fotomatón. Pintar cuadros no es ni mucho menos el trabajo único de un pintor en esa época: Valdés Leal era un especialista en escenografías de retablos, en arquitecturas efímeras, en policromía de tallas, con algo de productor teatral y empresario de un taller capacitado para cumplir encargos diversos. Las expresiones y los gestos de sus figuras pocas veces dejan de ser formularias. La pintura tiene ese empasto sombrío del que se libró Velázquez nada más irse de Sevilla, y más aún cuando vio la luz de Italia. Valdés Leal es ese artista que promete y que se queda empantanado en el espesor de su provincia.
Zurbarán también trabajó sobre todo para una desoladora clientela clerical, y también tuvo un taller que producía casi en serie dignas mediocridades destinadas al polvo de los retablos y a las estancias lóbregas de los conventos. Pero era mucho mejor pintor que Valdés Leal, y cuando ponía en un encargo los cinco sentidos podía lograr ese efecto supremo de la pintura que es el del tiempo detenido en un instante eterno: detenido en el interior del cuadro, pero también en la mirada y en la conciencia del espectador, en su presencia física.
He dejado atrás la obra extensa de Valdés Leal, que tiene más de aprendizaje histórico que de emoción estética, y cuando ya me disponía a marcharme, porque se me acababa este par de horas de respiro en la jornada de trabajo, he mirado de soslayo a una sala y he sido atraído de inmediato hacia ella. Es entonces cuando el tiempo se ha detenido, abriendo un paréntesis en el curso del día, en la secuencia de las tareas y las distracciones. El impacto es mayor porque no recordaba que este cuadro, San Hugo en el refectorio de los cartujos, estuviera aquí. Ahora que lo pienso, es probable que sea la primera vez que estoy viéndolo en mi vida: viéndolo en la realidad, no en las reproducciones, que nos dan una familiaridad útil, y también engañosa.
Las figuras inmóviles de Zurbarán tienen esa solemnidad maciza y sin embargo sin peso de Piero della Francesca. Es la inmovilidad del tiempo en el milagro que se cuenta en el cuadro: san Bruno y sus primeros seis cartujos están despertando de un sueño que ha durado 45 días, y que les sobrevino en el refectorio cuando debatían si sería lícito para ellos comer carne. Abren los ojos 45 días después y la respuesta es evidente a sus ojos porque la carne se ha convertido en ceniza. San Hugo, su criado, los siete monjes, observan maravillados y sobrecogidos la evidencia del milagro, pero da la impresión de que lo que de verdad los maravilla, lo milagroso de verdad, es la epifanía de los hábitos y los manteles blancos, del gris delicadísimo del muro del fondo, de las jarras de cerámica de Talavera, de los panes de corteza morena, cada pan tan austero y tan expresivo como la cara de un monje, cada monje igual a los otros en la monotonía de los hábitos y retratado en su plena singularidad humana. No hay muchos cuadros así: el tiempo se detiene en ellos porque no se terminan nunca de mirar.