Por GUILLERMO ALTARES
El País, 25 de julio de 2021
Algunos países parecen atrapados por su historia y no precisamente de forma positiva. Da la sensación de que temen que reconocer los horrores del pasado condicione su presente y afecte a la visión que los ciudadanos tienen de sí mismos. El Gobierno polaco se niega a reconocer el antisemitismo antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial; una parte cada vez más significativa de la derecha española sonríe mientras la ultraderecha explica que no hubo golpe de Estado en 1936 –o peor incluso, que estaba justificado– y llama “hurgar en el pasado” a dar una digna sepultura a miles de represaliados que siguen enterrados en fosas comunes; mientras Turquía convierte en afrenta contra el Estado el reconocimiento del genocidio armenio o la Rusia de Putin blanquea sin complejos los crímenes del estalinismo.
En todos los casos, existe un consenso entre los historiadores serios sobre lo que ocurrió, millones de documentos que lo prueban, miles de libros indiscutibles de testigos y de investigadores… Pero no importa: la ceguera ante la historia responde a la vieja frase de Groucho Marx: “¿A quién va a creer? ¿A mí o a lo que ven sus ojos?”. Esta tendencia a falsear el pasado se ha instalado en EEUU, donde cinco Estados han aprobado leyes que dificultan la enseñanza en la escuela de la esclavitud o del trato discriminatorio que los ciudadanos negros han recibido a lo largo de la historia.
Los argumentos esgrimidos, como señalaba el investigador Timothy Snyder en un artículo titulado ‘La guerra contra la historia es una guerra contra la democracia’, son que estas enseñanzas pueden provocar malestar entre los alumnos. “La historia no es una terapia y el malestar forma parte del proceso de crecer”, escribe Snyder. La dificultad para admitir el pasado esclavista y segregacionista por parte de la sociedad estadounidense es uno de los temas del libro de Susan Neiman titulado Learning from the Germans (Aprendiendo de los alemanes), en el que comparaba la forma en que Alemania se enfrentó al pasado nazi y EEUU a las huellas de la esclavitud, que persisten en forma de racismo institucionalizado en muchos aspectos de la vida civil. Neiman, estadounidense asentada en Berlín, sostenía que en inglés no existe una palabra similar al Vergangenheitsbewältigung alemán, que quiere decir algo así como “hacer las paces con el pasado”. En castellano, de hecho, no ha prosperado ninguna expresión similar.
“El mal es lo que hacen otras personas. Nuestra gente siempre es muy buena gente”, escribe Neiman para ilustrar hasta qué punto resultar difícil lidiar con el pasado. Y ese es precisamente el problema: detrás de todos estos esfuerzos para falsificar la historia –en el fondo no se trata de otra cosa– se esconde de forma indisimulada la voluntad de dividir a la sociedad entre ellos y nosotros, entre los ciudadanos de bien y los demás, entre los patriotas y los traidores. Al final, solo la verdad, la investigación sincera de la historia y el reconocimiento de los crímenes del pasado y su repercusión en el presente es lo único que puede unir a una sociedad. Todas esas falsificaciones no son solo una mentira, son, como sostiene Snyder, un ataque contra la democracia.