29 agosto 2020

Qué ganas de verte, Madrid

Por NURIA LABARI
El País, 29 de agosto de 2020

Foto: Carlos Spottorno
Madrid no es un lugar cualquiera, porque es la ciudad más grande y más de todos de España. “Soy de Madrid porque nací en Cádiz”, decía Elvira Lindo en el pregón del último San Isidro sin covid. También es motor económico y, más importante aún, motor de los sueños de miles, de millones de madrileños, visitantes y futuros ciudadanos. Pero ahora dicen que la covid-19 la va a matar. Que no quedará nada de mi ciudad, que se ha cebado con ella, como con tantas otras víctimas.

Supongo que es normal. Madrid siempre ha sido un lugar interrogativo, plagado de incertidumbres y de miedos, de desorden y de azar. Y desde que estalló la pandemia todo eso que ya era Madrid ha crecido tanto que quizás la haga estallar. Es posible que cuando haya regresado el último madrileño, con la puntualidad del uno de septiembre, la ciudad haya desaparecido. A mí me faltan horas para volver pero no paro de recibir mensajes: “está tristísima”, “solo queda el asfalto”, “no hay nadie en la puerta de nuestros bares”, “esta vez nos vamos a encerrar nosotros solos”…

Quienes me escriben estos mensajes son madrileños de pura cepa, gente de cualquier parte, quiero decir, hasta nacidos en Madrid. Somos nosotros, los madrileños por elección, los que estamos más tristes cuando escuchamos que nuestra ciudad se muere. Se supone que todos podríamos vivir mejor en otra parte. Porque todos aceptamos un piso más pequeño del que podríamos pagar si viviéramos en otro lugar, todos respiramos un aire más sucio, todos pasamos más horas en el atasco que los que se fueron. Y, sin embargo, elegimos Madrid.

Creo que la elegimos porque además de incertidumbres y de miedos, Madrid ha estado siempre plagada de deseo. Esa siempre ha sido su pandemia, la de las ganas y el anhelo. Por eso le han escrito tantas canciones. Porque por encima de los números y de las cúpulas, por encima de sus Cuatro Torres, sobrevolando incluso sus hospitales, Madrid siempre se ha escrito con poesía. Y con ambivalencia, con casualidad, con improvisación, también con pánico.

Yo me crie en una ciudad de provincias y fui a la universidad en otra así que sé bien lo que es mirarla de lejos. Cuando tenía nueve años, un niño me contó en un campamento que los domingos en Madrid se vendían todos los libros y discos del mundo. Que se hacía un mercado en la calle y en los bajos de algunas casas plagado de videojuegos usados y de muebles y de espejos con marcos dorados que antes habían estado en palacios y se vendían ahora por casi nada. Luego no pisé El Rastro hasta los 18, pero antes me había hartado de imaginarlo. Supongo que aquel lugar nunca existió salvo en mi imaginación. Creo que Madrid es, como cualquier otro lugar, lo que imaginamos de ella tanto como lo que hacemos con ella.

Después llegué. Y me crucé por primera vez con la Puerta del Sol, que era mucho más fea que en las canciones de Sabina. La encontré llena de toda esa gente que iba a alguna parte. Recuerdo que llovía, que ya es raro, pero todo el mundo caminaba por encima de la lluvia, pegado a su determinación y a su prisa. De donde yo venía, la gente se vestía para caminar de un lado a otro del mismo paseo marítimo cada tarde, muchas tardes. Y allí estaba por fin en medio de ese asfalto plagado de esfuerzos y de valentía, también de mentiras. Plagado de todo.

Creo que por eso Madrid no es solo de los madrileños. Es también de todos los que la imaginan desde lejos. Soñarla es tan bueno, a veces más, que vivirla. Pero ahora todos los de fuera —y los de dentro— nos dan el pésame a quienes nos quedamos, como si tuviéramos que volver al peor lugar de la tierra. Desde luego al peor de España. Como si Madrid no fuera más que la estadística de la covid, con lo poco que le gustan las cifras a mi ciudad, que siempre ha sido más de letras.

Confieso que no hay quien se escape de esta nueva tristeza que se ha pegado a mi ciudad y creo que a muchas más. La cosa está tan fea que he llegado a pensar en abandonar el barco, en huir. Ese momento en que entras en Idealista y piensas que quizás equivocaste el ideal. Creo que muchos hemos abierto esa ventana desde lugares muy distintos. Así de mal se han puesto las cosas. Tan mal que hasta hemos dejado de imaginar los lugares que un día deseamos habitar. Pero ha llegado el momento de rebelarnos. En Madrid y en todas partes donde la covid pretenda infectar hasta los sueños. No debemos entregar nuestra ciudad ni nuestros pueblos ni una sola esquina, en realidad. Que nadie deje de habitar sus deseos ni sus sueños, los parques y las calles, los cielos rasos y abiertos de las alcobas donde la imaginación cumple incluso lo que promete. Por eso es hora de poner freno a las pesadillas tramposas y traidoras. Después de todo, como todo el mundo sabe, los verdaderos sueños son los que resisten en el alma de cada uno, los que permanecen en medio de la tempestad y de la pena.

Así que escribo para todos los que regresan. Nuestra es la ciudad y nuestra la decisión sobre adónde volvemos. Al final terminaremos caminando sobre nuestros sueños, que diría el poeta Yeats. Soñemos pues la ciudad que es nuestra. Y nunca digamos adiós a lo que nos pertenece.

Digan lo que digan, ya tengo ganas de verte, Madrid.

Nuria Labari es periodista y escritora. Autora de La mejor madre del mundo (Literatura Random House).

25 agosto 2020

Los chicos de la banda, 50 años después

Cincuenta años después del estreno de la versión cinematográfica, Los chicos de la banda sigue apareciendo en las listas de filmes LGTB que hay que ver. Tanto es así que Netflix acaba de rodar un remake que se estrenará en otoño


Por BLANCA LACASA
ICON, 25 de agosto de 2020



Los actores de la versión cinematográfica de 'Los chicos de la banda' (1970): Frederick Combs, Kenneth Nelson, Reuben Greene, Cliff Gorman y Keith Prentice.
Los actores de la versión cinematográfica de 'Los chicos de la banda' (1970): Frederick Combs, Kenneth Nelson, Reuben Greene, Cliff Gorman y Keith Prentice. Foto: Alamy

“La película tuvo una gran promoción, pero las críticas no fueron unánimes y la taquilla fue decepcionante. A mucha gente le encantó e incluso ahora escucho a personas decir que tuvo un profundo efecto liberador en ellas. Hoy en día, se la suele considerar una película de referencia. Digo esto con toda modestia porque creo que su poder radica en el guion de Mart y en las brillantes interpretaciones de todo el reparto, que en su momento pasaron prácticamente inadvertidas”. Quien esto afirma es el director de cine William Friedkin en su fascinante libro de memorias The Friedkin Connection: A Memoir (2013) y el filme al que se refiere es un de sus obras cumbre, Los chicos de la banda (1970), una película que supuso un hito en muchos sentidos.
Los chicos de la banda es la adaptación de una obra teatral estrenada en el circuito off-Broadway en 1968. En ella, un grupo de amigos gays se reúnen en una casa para celebrar el cumpleaños de uno de ellos, Harold. La tensión va creciendo y lo que empieza con intenciones festivas acaba convirtiéndose en un encuentro claustrofóbico. La acción transcurre en Nueva York y supuso un verdadero fenómeno cuando se estrenó.

¿Qué tenía la obra para resultar tan atractiva? Ser abiertamente gay. Hasta entonces, los personajes homosexuales en los escenarios o pantallas del circuito mainstream solían ser objeto de lástima o de burla o eran dibujados de un modo difusamente ambiguo, ocultando un secreto que no acababa de ser revelado

Por primera vez se presentaba una historia exclusivamente centrada en hombres gays (salvo uno de los personajes que parece vivir el conflicto de una homosexualidad no aceptada) que no se movía en la más absoluta de las marginalidades. Aunque en principio las representaciones iban a ser cinco pases en una pequeña sala, el éxito fue tal que acabó interpretándose en más de mil ocasiones, en un teatro más grande y ante espectadores –según un artículo del New York Times de 2017– de la talla de Jackie Kennedy, Rudolf Nureyev o Groucho Marx. ¿Qué tenía la obra para resultar tan atractiva? Ser abiertamente gay. Hasta entonces, los personajes homosexuales en los escenarios o pantallas del circuito mainstream solían ser objeto de lástima o de burla, o eran dibujados de un modo difusamente ambiguo, ocultando un secreto que no acababa de ser revelado.
Mart Crowley, autor de la obra (luego escribió el guion gracias al apoyo incondicional de Natalie Wood, de quien fue secretario una temporada), volcó en el libreto todos sus dolores. “El tratamiento más franco de la homosexualidad que se ha visto en un escenario”, dijo el New York Times. No olvidemos que, en aquel momento, la homosexualidad estaba catalogada como trastorno mental por la American Psychiatric Association y el acoso policial a este colectivo era constante. De hecho, las primeras respuestas que Crowley recibió por parte de los productores a los que les presentó el proyecto siempre fueron las mismas: “Tal vez en cinco o diez años, pero no ahora”.
Alex Mendibil, responsable de la programación de Sala:B en la Filmoteca Española (que regresa en septiembre) abunda en lo revolucionario del guion: “La obra de teatro se escribió con esa intención de romper tabúes y poder representar –al menos en el off-Broadway– el mundo gay. A Crowley le habían tumbado casi todos sus trabajos por querer acercarse a una realidad que permanecía oculta, a pesar de ser parte fundamental de Hollywood y del mundo del teatro. En la obra volcó toda esa frustración y su experiencia personal, abarcando con una simple fiesta de cumpleaños gran parte de la complejidad de caracteres y emociones relacionadas con ser homosexual. Nadie se atrevía a producirla ni a interpretarla por miedo a ser estigmatizado, pero finalmente se consiguió. Conviene recordar que el mundo del cine y el teatro underground, el off-off Broadway, ya se había adelantado a esta realidad. Las obras de Andy Warhol, Jack Smith, los hermanos Kuchar o Andy Milligan de los sesenta están ahí para demostrarlo, tanto en los círculos de cine de Amos Vogel o Jonas Mekas como en cafés teatro como el Caffe Cino, donde se representaba a Jean Genet, Tennessee Williams o Fernando Arrabal”.
Si el mundo no estaba preparado para ver una obra de teatro como esta, resulta difícil imaginar que sí lo estaría para una película. Pero ahí estaba Friedkin jugando, como siempre, al límite. En sus memorias recuerda: “Cuando leí el guion de Mart me emocioné con su potencial como película. Estaba escrito con pasión, ira y conocimiento”. Cuando finalmente consiguió hacerse con el proyecto, Friedkin resumía así su abordaje a la obra de Crowley: “Me acerqué al guion de Mart como una historia de amor, con humor y pathos. Vi sus personajes como personas, no como arquetipos, y traté de reflejar su dolor al tener que ocultar su verdadera naturaleza ante los prejuicios de familia, amigos y compañeros de trabajo”.
La película no tuvo tan buena acogida como la obra de teatro. Las críticas fueron dispares. The New York Times, si bien alabó la limpia, directa y efectiva dirección de Friedkin y las extraordinarias interpretaciones (destacando la de Leonard Frey en el papel de Harold), reflejaba lo desagradable de explotar determinados estereotipos y de construir toda una película en torno a unos personajes que parecían detestarse a sí mismos.
Pero, ¿qué pasó entremedias? ¿Qué sucedió para que en tan sólo dos años lo que había supuesto una auténtica punta de lanza se convirtiera en un artefacto trasnochado? La respuesta es clara: las revueltas de Stonewall de 1969 cambiaron la manera de sentir de la comunidad gay que ya no se identificaba con el tono lastimero y sufriente de Los chicos de la banda. El movimiento gay ya no quería ver a homosexuales odiándose a sí mismos por el simple hecho de serlo. Tal fue el rechazo que los miembros del Frente de Liberación Gay organizaron una protesta en el estreno de la película en Los Ángeles. Habiendo roto un tabú, Los chicos de la banda parecía haberse convertido en un tabú en sí misma. “La polémica está garantizada cuando tocas temas y sectores sociales tan sensibles", apunta Mendibil. "Muchos no se van a sentir representados y van a criticar la propuesta. Es normal. Ahora podemos hacer muchas críticas a la película de Friedkin pero hay que darse cuenta de lo difícil que tuvo que ser. Parece ser que cortaron un beso entre dos personajes que sí estaba en la obra de teatro. También hay que tener en cuenta que entre la obra de teatro y la película de Friedkin ocurrieron las protestas de Stonewall y lo que en 1968 parecía revolucionario, en 1970 quizá sabía ya a poco. Los chicos de la banda muestra la rabia y la culpa que suponía ser gay en su época. Desgraciadamente hoy en día ocurre también. No hay razón para tapar eso, como tampoco para afear las visiones idealizadas o frívolas de la comunidad LGTB. Lo sensato es que haya espacio para todos los puntos de vista”.

Imagen del documental 'Making the Boys'.
Imagen del documental 'Making the Boys'. Foto: Everett


Para Carlos Ballesteros y Genís Segarra del grupo Hidrogenesse, sin embargo, la película destila una amargura que está lejos de convencerles: “Nos resultó divertida al principio, con esos diálogos tan ácidos y esas bromas continuas. Pero siempre usan las bromas para herir. Y, después de un buen rato tratándose mal entre ellos, los personajes acaban tratándose peor a sí mismos. Te deja una sensación deprimente. Como si la felicidad fuera imposible”. En ese sentido, una de las líneas de diálogo (diálogos que, según Friedkin, recuerdan un poco a Oscar Wilde en su ácida brillantez) más recordadas de la película es una de las más crueles: “Muéstrame un homosexual feliz y te mostraré un cadáver gay”. Al hilo de lo cual Hidrogenesse añaden: “Si la hubiéramos visto siendo adolescentes quizás hubiera sido peor, porque estás más sensible, sin ninguna experiencia ni mucha información sobre cómo iba a ser la vida adulta siendo gay. En la película todos arrastran unos traumas y unos complejos que, tras los jiji jaja, les hunden en una tristeza sin esperanza. Y eso a pesar de ser tan listos, tan divertidos, tan aparentemente liberados y autosuficientes”.
Aun así, el tiempo ha demostrado que muchas de las realidades, de los dramas y de los dolores retratados en esta historia están, desgraciadamente, lejos de resultar obsoletos. “La he vuelto a ver ahora", cuenta Mendibil, "y es curioso lo vigentes que resultan los conflictos y los estereotipos que plantea, que son los principales y más recurrentes: la aceptación, la visibilidad, la culpa, la pluma, tu posición en el armario… La sociedad ha cambiado y se ha avanzado en muchos aspectos, pero los conflictos personales y la relación con el entorno sigue siendo problemática, lo que nos indica que todavía hay mucho por andar”. Para Hidrogenesse esta película funciona como un necesario recordatorio, y probablemente por ello a ratos incómodo, de todo lo que ha supuesto la lucha por los derechos LGTB: “Viendo esos traumas, esos sentimientos de culpa, esas dobles vidas, te das cuenta de la importancia de la visibilidad, del orgullo y de todas las reivindicaciones”.

La película no tuvo tan buena acogida como la obra de teatro. El 'New York Times', si bien alabó la limpia, directa y efectiva dirección de Friedkin y las interpretaciones (destacando la de Leonard Frey en el papel de Harold), reflejaba lo desagradable de explotar determinados estereotipos y de construir toda una película en torno a unos personajes que parecen detestarse a sí mismos

Pero, aparte de esta triste actualidad, Los chicos de la banda tiene muchas elecciones que resultan, como poco, valientes. Como bien dice Mendibil, “la película es una apuesta muy arriesgada, casi suicida. Podía haber enterrado para siempre a su director”. Significativo es, por ejemplo, el hecho de que Los Angeles Times la considerara “un hito incuestionable” y, sin embargo, se negara a publicar anuncios de la película. O el hecho de que Friedkin, probablemente consciente de que la opresiva acción se apoyaba en el talento de sus actores, no dudó en aceptar una de las condiciones de Crowley: mantener el reparto original renunciando a la lógica tentación de incluir algún nombre más conocido para el gran público. Una concesión que, como bien dice la web Cinema Queer, “no dejaba de ser una rareza a la hora de adaptar obras de teatro en Hollywood y que, aún hoy en día, sigue siéndolo”. Un reparto, por cierto, al que le persiguió la fatalidad: cinco de los nueve actores protagonistas murieron de SIDA. Especialmente trágica es la historia de uno de ellos, Robert La Tourneaux, quien interpreta en la película a un prostituto. El actor siempre dijo que Los chicos de la banda había supuesto para él el beso de la muerte: interpretar ese papel le estigmatizó hasta el punto de anularle cualquier posibilidad de salir adelante como actor.
Ni siquiera una de las cosas que más se ha cuestionado de la película, el hecho de que los personajes puedan responder a clichés, es del todo un elemento negativo. “Es cierto que la película tiene clichés", reconoce Mendibil, "pero es que esa era su intención, representar por primera vez en pantalla, y antes en el escenario, una galería de estereotipos gay que, en mi opinión, están muy bien escritos y siguen estando presentes”.
Polémicas aparte, lo cierto es que cincuenta años después Los chicos de la banda sigue apareciendo en las listas de películas LGTB que hay que ver. Tanto es así que Netflix ha rodado un remake dirigido por Joe Mantello e interpretado en su totalidad por actores abiertamente gays y que se estrenará este otoño. Sobre lo oportuno de este revival y según recoge la revista Playbill, Zachary Quinto (que interpreta el personaje de Harold) ha dicho: “Hay quien dice que los gays ya no hablan así. ¡No solo los gays hablan así, todo el mundo habla así! En los últimos años, ha habido una apropiación de la lengua vernácula gay. Lo cual, para mí, es una celebración de los orígenes de la comunidad, muchos de los cuales están en esta obra”.

23 agosto 2020

Un cuarto propio conectado: hace mucho que soñaba con el teletrabajo

Desde que me recuerdo 'habitando' en Internet, he deseado fórmulas que no implicaran, como hasta hace poco, duplicar los tiempos y las energías desplazándonos y contaminando

Por REMEDIOS ZAFRA
El País, 23 de agosto de 2020



Si lo primero que necesita un cuarto propio conectado es conexión y una puerta, lo que necesita un cuerpo propio conectado son párpados. Un cierre que ayude a pensar y a frenar la inercia del mundo online intrusivo en requerimientos, disponible todo el tiempo, donde aparecemos juntos pero habitualmente desactivados en lo colectivo, con las compuertas de la intimidad en riesgo de quedar abiertas, más libres aquí o allí, pero difuminando la desigualdad de muchos escenarios donde la conciliación y la materialidad de las vidas pueden pasar inadvertidas.

Escribo este párrafo mientras recibo cuatro mensajes de trabajo, aplazo una videollamada y gestiono con el carpintero la instalación de una puerta que me permita dividir y acondicionar mi casa-habitación para que las personas que aquí habitamos podamos teletrabajar hablando al mismo tiempo. La casa, sea habitación o sea casa, es el lugar donde vivimos y ahora es además el lugar donde muchos trabajamos. No es algo nuevo, aunque sí el grado en que se está asentando. Claro que no todo el mundo puede teletrabajar, ni en todos los espacios podemos hacerlo. Probablemente quienes cuentan con múltiples habitaciones, jardín y caseta para el perro no tengan dificultad para encontrar un espacio tranquilo y con puerta, pero sí quienes viven en comprimidas estancias urbanas o quienes se plantean ahora regresar a pueblos donde Internet no está asegurado. Estos condicionantes materiales en los usos de espacios y tiempos se derivan de un cambio de modelo laboral anunciado, pero ahora apremiante y forzoso. Las dificultades vienen no solo de la mutación tecnológica y cultural acelerada por la pandemia, sino del andamiaje social. Porque, teóricamente, el teletrabajo podría hacernos más libres no atándonos a un lugar, ayudarnos a conciliar, permitirnos habitar los pueblos y repensar las ciudades, implicarnos más profundamente con el cuidado del planeta, incluso, y desde un abordaje en este caso personal, contrarrestar las dificultades de los cuerpos enfermos, cansados o tímidos. Pienso en mí misma, en las condiciones que la pantalla me brinda con un cuerpo deficitario que ve poco y oye peor. Si estas mermas me empequeñecen cuando el cuerpo va conmigo y estoy con usted, pongamos en una oficina, se diluyen en la pantalla donde los contrastes, lupas y altavoces de mi cuarto conectado me amplifican e igualan llamativamente.

Por muy cansados que los afortunados de teletrabajar estemos de la saturación de reuniones virtuales y de ver a los otros como fotografías de cabezas parlantes entre cuadrículas, recuerdo nuestra vida de antes, rodando por carreteras y calles recalentadas, nuestro trasiego entrando y saliendo en vagones de tren y despachos, besando a los virus con las manos, montándolos desde los pomos de las puertas, abrazándolos en la despedida con dedos, aliento y nariz. La globalización ha normalizado la sensación de que ser productivos era estar activos y moviéndonos, desplazándonos, incluso cuando no era necesario.

¿Ha tenido que pasar todo esto para que muchos confíen en la responsabilidad de los trabajadores y dejen de entender el trabajo de manera acomplejada confundiéndolo con “ese lugar al que se va” y no con “esa práctica que se realiza”? Cierto que las condiciones de digitalización y teletrabajo son aún muy mejorables, pero son modificables y su alternativa es imprescindible para humanos y planeta.

Desde que me recuerdo habitando en Internet he soñado con fórmulas de teletrabajo que no implicaran, como hasta hace poco, duplicar los tiempos y las energías desplazándonos y contaminando calles y ciudades hasta los lugares de trabajo parapetados detrás de máquinas para fichar. “Fichar, firmar y fichar” y, al volver a casa, a nuestro cuarto propio conectado, seguir (o empezar) con los trabajos que exigían la mayor concentración del “espacio propio”. Tiempos duplicados y trabajo que a menudo implicaba noches, fines de semana o vacaciones. De hecho, es altamente probable que usted que lee estas líneas siga manteniendo esta inercia, y también dedique parte de sus vacaciones de ahora a recuperar tareas que requerían silencio y concentración.

Suspiro al recordar que un tiempo de concentración y silencio es el regalo empaquetado que habría querido recibir yo en mis últimos cumpleaños. Tanto es así que, aunque para muchos el confinamiento haya sido un periodo de parálisis y miedo, para algunos de nosotros este tiempo de reclusión ha sido también la oportunidad de recuperar una atención degradada por la vida contemporánea, cada vez más teñida por la ansiedad, la contingencia y la precariedad, esos lenguajes afectivos de la economía global que caracterizan especialmente los trabajos inmateriales de ahora. Duró poco. Pronto la concentración derivó en rebosamiento de tareas y telepresencia, dándonos la sensación de no poder parar, de que, conectados y en casa, siempre quedan cosas por hacer, demandas que atender. Desde que la tecnología nos permite llevar el trabajo con nosotros, siempre está disponible a golpe de botón y no está siendo fácil gestionar los tiempos de desconexión y descanso. Puede que nos estemos liberando de la duplicidad de trabajar en oficina y en casa, pero estamos perdiendo los tiempos de tránsito, asumiendo el riesgo de permanecer siempre enganchados, como sin párpados.

Ocurre además que no siempre las potencialidades del teletrabajo se sostienen en un contexto social con garantías. El caso más claro es la conciliación, para la que el teletrabajo podría ser una herramienta transgresora, pero tal como hemos vivido el confinamiento se ha convertido en una durísima mochila para muchas personas, en su mayoría mujeres. Esta situación las ha hecho especialmente vulnerables, incentivándolas a cargar con la responsabilidad de gestionar el cuidado de los niños (sin escuelas) y de los ancianos (sin residencias). ¿Cómo teletrabajar cuando los dependientes van en tu espalda o se agarran a tu mano?, ¿cómo evitar pedir media jornada, o una excedencia para a partir de ahí quedarte más y más atrás hasta decidir, como antes, como tantas, dejar el trabajo?

Urge imaginar y planificar colectivamente esta transformación social y tecnológica en sus desafíos en ciernes, antes de que solo primen máximos beneficios y mínimos costes acallando a los trabajadores en la normalidad que no queremos. Las formas de teletrabajo por venir no deben resignarse a un mero cambio de ubicación, es un cambio de cultura lo que estamos gestando.

Remedios Zafra es ensayista. Su último libro es ‘El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital’ (Anagrama).