19 mayo 2020
17 mayo 2020
A mi librería que cierra, a mis libreros que se jubilan
Por RAÚL SOLÍS
Mari Ángeles y Vicente se jubilan. Se jubilan mis libreros, los libreros de mi pueblo, quienes me recomendaron los primeros libros cuando tenía 13 o 14 años y era un adolescente perdido en busca de referentes, un homosexual autonegado que pensaba que nunca sería digno de ser amado y que miraba los libros de autores y temática LGTB de reojo por miedo a que sólo tocarlos o mirarlos me sacara del armario.
Se jubila la librería, mi librería, el proyecto romántico de dos madrileños víctimas de la destrucción industrial de los 90, no reconversión, que se tuvieron que reinventar con 40 años, arrastrando a sus dos hijos adolescentes, el dinero escaso de la indemnización, a 400 kilómetros y en Mérida, una ciudad mucho más pequeña y menos valiente que Madrid donde, por entonces, una presentación de un libro era una excentricidad.
Se jubila Mari Ángeles, la primera persona que supo decirme que era homosexual sin decírmelo, sólo recomendándome libros. Se jubila Vicente, quien me hizo saber que se podía ser de izquierdas, cristiano y tener una librería progresista y vender la Biblia.
Se jubila mi infancia y mi adolescencia, después de años de esfuerzo por sacar adelante un negocio poco lucrativo que se convirtió en un espacio cultural, que es lo que son todas las librerías, con el que Mérida, la pequeña ciudad donde nací y crecí, se hizo más grande, más culta y menos provinciana.
Todavía recuerdo los escaparates de película francesa que montaba Mari Ángeles con todo su cariño y delicadeza, el olor de las estanterías de madera, ‘El guardián entre el centeno’, ‘Réquiem por un campesino español’, ‘La voz dormida’ de nuestra querida y paisana Dulce Chacón, a la que tanto lloramos cuando murió y con la que gritamos ‘No a la guerra’, o las tertulias sobre política, lo divino y lo humano que montábamos alrededor del mostrador, callándonos educadamente cuando sospechábamos que el lector que entraba no era de nuestra cuerda ideológica. Y aquella biografía de La Pasionaria.
Me acuerdo como si fuera ayer cuando volví la primera vez a Mérida, después de irme fuera a vivir, y lo primero que hice fue acercarme a visitarlos. Era, junto a mi madre, lo que más había echado de menos. Luego me tiré años sin verlos y, cuando fui nuevamente, me temblaban las piernas mientras cruzaba el umbral hacia el reencuentro. Allí estaban, a pesar de los años, seguían siendo los mismos, con más arrugas, más cansados de luchar, hartos de la precariedad y aburridos de que se lea tan poco. Nos dimos un abrazo de esos largos por los que te pasa toda la vida que el coronavirus nos ha prohibido. Pareció que nos habíamos visto el día anterior, que yo volvía a tener 15 años y era otra vez aquel adolescente temeroso que entraba en la librería a buscar seguridades y esconderme del mundo de afuera que tanto me dolía.
También recuerdo el día que presenté mi libro en la librería, el año pasado, delante de mi padre y de mi madre, mis tíos, mis hermanos y mis amigos de toda la vida, y nos marcamos un discurso sobre la libertad sexual que me sirvió para salir del armario delante de todo mi pueblo y de mi madre, que nunca pudo leer un libro porque la sacaron de la escuela para ponerla a trabajar cuando tenía edad de jugar.
Mari Ángeles y Vicente se jubilan, cierran la librería después de casi 30 años años de esfuerzo por sacar adelante un negocio con poco margen de beneficio para los libreros, los autores y los editores y en el que las grandes distribuidoras se apropian del 50% del libro sólo por ponerlo encima de una estantería. Se jubilan sin que haya una Ley del Libro que proteja el trabajo de los libreros ante la amenaza de una ciudad sin librerías, llena de repartidores esclavos de una gran multinacional.
La próxima vez que vuelva a Mérida me sentiré más forastero, más extraño, más lejano y ajeno. Pasaré por la librería, me pararé en el escaparate vacío, veré un cartel de ‘Se alquila’ y el local vacío, sin libros ni estanterías, sin Mari Ángeles, sin Vicente y notaré de golpe la orfandad.
Necesito despedirme del espacio pero, sobre todo, lo que me hace mucha falta es que Mari Ángeles y Vicente sepan que han sido importantísimos en mi vida, que me hicieron libre antes de que yo gritase al mundo que quería serlo, que sus recomendaciones me dieron calor durante una adolescencia en la que sentí mucho frío, que me salvaron de muchos demonios, que le agradeceré de por vida que me permitieran sacar libros fiados que pagaba en cuanto podía, que siempre serán mis libreros y mi librería, que aún guardo como oro en paño ‘El guardián entre el centeno’, que los echaré de menos, que parte de lo que he vivido, de lo que soy y de lo que he amado se lo debo, que los quiero como se quiere a quienes nos han hecho libres.
(LA ÚLTIMA HORA NOTICIAS, 17 de mayo de 2020)
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Pedagogía social
Éxito de lo banal
Por VICENTE VERDÚ
El País, 2 de mayo de 2002
Pierre Bourdieu hablaba de nuestra época como el tiempo de 'sublimación de lo banal'. Sublimación, éxito de lo banal, lo mismo da. Cuando ahora se produce la victoria de Le Pen en las presidenciales francesas el resultado se tiene por un impronosticable horror. Más que eso: significativamente se le denomina seísmo u otra figura de las catástrofes que tienda a presentarlo como un hecho sin fundamento, proveniente de la locura o la lógica sin razón. Una catástrofe o un desenlace sin enlace con la realidad.
Sin embargo, el éxito lepenista es bien real. El voto otorgado a sus propuestas (desde la tolerancia cero a la pena de muerte, desde la negación de la nacionalidad a los extranjeros a la exultación de nuestra condición) traduce el deseo inmediato de su electorado. No un electorado supuestamente volcado a la derecha sino compuesto también por trabajadores y parados subversivos. Muchos de ellos mayores de 50 años pero otros no, ciertos ex comunistas, representativos en grupo de lo normal.
Una semana antes L'Express publicó un reportaje sobre la nueva sociedad francesa que tituló 'El triunfo de la mediocracia'. Pero esta mediocracia no era de derechas ni de izquierdas, no era medio rica ni medio pobre, no era muy crítica ni poco. Era la comunidad. Una comunidad que hoy se define por la mayor audiencia ante el televisor y que en España ha exaltado Operación Triunfo o Gran Hermano y que ha propiciado las secuelas de El bus, Supervivientes y la tan insufrible Confianza ciega.
Instruida la mediocracia entre María Teresa Campos y Crónicas marcianas, entre Sabor a ti y Grandiosas, ¿cómo pensar en la política, en la complejidad multicultural, en los trastornos étnicos, en cualquier elemento que perturbe la distracción? La mediocracia no sólo se alimenta de la mediocridad sino de un caldo tibio, ni caliente ni frío, que aspira a no ser alterada por la menor agitación y se complace en las olas de la banalidad.
Las mujeres españolas suelen quejarse de la desbordante oferta futbolística en nuestra televisión pero definitivamente la televisión se ha feminizado casi totalmente y lo ha hecho dentro de su nivel más mórbido. De la mañana a la noche, la televisión feminizada danza entre el cultivo de lo banal y el aderezo de las sobremesas que empiezan con Betty, la fea. Todas esas historias de amor y cotilleo instruyen día a día sobre lo que merece ser televisado y sobre lo que, en definitiva, la población asume sin parar. Su defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la trivialidad es su máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes, desde Belén Esteban a Carmina Ordóñez, nada ocurre que no sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se reparte por los hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el espectador, como los hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin consecuencias se prolonga sin concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin que pase nada profundo mientras la sensación deja a los cuerpos pulidos de inquietud, banalizados a imagen y semejanza de la imagen.
El voto a Le Pen o a cualquier opción que se le parezca podría parecer, a primera vista, una apuesta fuerte. Pero podría ser pronto la consecuencia de un dejar estar y de obrar siguiendo las pulsaciones más cómodas del corazón, del Corazón de invierno, del Corazón de primavera. Cada estación, día tras día, el corazón queda atendido por una feliz sucesión de bobadas que como médulas van reproduciéndose y poblando la memoria de historias y cuentos sin dimensiones. Nunca el hombre o la mujer sin atributos que se temía para los tiempos de bajo entusiasmo ha tenido una colaboración más eficiente que la mediocracia del televisor. La convicción se debilita confortablemente, la inteligencia se alabea y el sentido de la crítica pierde prestigio ante el impagable regalo del sinsentido, la mitología de lo más banal, la degustación de lo que no importa nada de nada como signo superior del bien y el mal.
El País, 2 de mayo de 2002
Pierre Bourdieu hablaba de nuestra época como el tiempo de 'sublimación de lo banal'. Sublimación, éxito de lo banal, lo mismo da. Cuando ahora se produce la victoria de Le Pen en las presidenciales francesas el resultado se tiene por un impronosticable horror. Más que eso: significativamente se le denomina seísmo u otra figura de las catástrofes que tienda a presentarlo como un hecho sin fundamento, proveniente de la locura o la lógica sin razón. Una catástrofe o un desenlace sin enlace con la realidad.
Sin embargo, el éxito lepenista es bien real. El voto otorgado a sus propuestas (desde la tolerancia cero a la pena de muerte, desde la negación de la nacionalidad a los extranjeros a la exultación de nuestra condición) traduce el deseo inmediato de su electorado. No un electorado supuestamente volcado a la derecha sino compuesto también por trabajadores y parados subversivos. Muchos de ellos mayores de 50 años pero otros no, ciertos ex comunistas, representativos en grupo de lo normal.
Una semana antes L'Express publicó un reportaje sobre la nueva sociedad francesa que tituló 'El triunfo de la mediocracia'. Pero esta mediocracia no era de derechas ni de izquierdas, no era medio rica ni medio pobre, no era muy crítica ni poco. Era la comunidad. Una comunidad que hoy se define por la mayor audiencia ante el televisor y que en España ha exaltado Operación Triunfo o Gran Hermano y que ha propiciado las secuelas de El bus, Supervivientes y la tan insufrible Confianza ciega.
Instruida la mediocracia entre María Teresa Campos y Crónicas marcianas, entre Sabor a ti y Grandiosas, ¿cómo pensar en la política, en la complejidad multicultural, en los trastornos étnicos, en cualquier elemento que perturbe la distracción? La mediocracia no sólo se alimenta de la mediocridad sino de un caldo tibio, ni caliente ni frío, que aspira a no ser alterada por la menor agitación y se complace en las olas de la banalidad.
Las mujeres españolas suelen quejarse de la desbordante oferta futbolística en nuestra televisión pero definitivamente la televisión se ha feminizado casi totalmente y lo ha hecho dentro de su nivel más mórbido. De la mañana a la noche, la televisión feminizada danza entre el cultivo de lo banal y el aderezo de las sobremesas que empiezan con Betty, la fea. Todas esas historias de amor y cotilleo instruyen día a día sobre lo que merece ser televisado y sobre lo que, en definitiva, la población asume sin parar. Su defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la trivialidad es su máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes, desde Belén Esteban a Carmina Ordóñez, nada ocurre que no sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se reparte por los hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el espectador, como los hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin consecuencias se prolonga sin concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin que pase nada profundo mientras la sensación deja a los cuerpos pulidos de inquietud, banalizados a imagen y semejanza de la imagen.
El voto a Le Pen o a cualquier opción que se le parezca podría parecer, a primera vista, una apuesta fuerte. Pero podría ser pronto la consecuencia de un dejar estar y de obrar siguiendo las pulsaciones más cómodas del corazón, del Corazón de invierno, del Corazón de primavera. Cada estación, día tras día, el corazón queda atendido por una feliz sucesión de bobadas que como médulas van reproduciéndose y poblando la memoria de historias y cuentos sin dimensiones. Nunca el hombre o la mujer sin atributos que se temía para los tiempos de bajo entusiasmo ha tenido una colaboración más eficiente que la mediocracia del televisor. La convicción se debilita confortablemente, la inteligencia se alabea y el sentido de la crítica pierde prestigio ante el impagable regalo del sinsentido, la mitología de lo más banal, la degustación de lo que no importa nada de nada como signo superior del bien y el mal.
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06 mayo 2020
Duane Michals, el fotógrafo novelista
Un hombre yendo al cielo / A Man Going to Heaven
(Duane Michals, 1967)
Duane Michals (McKeespot, Pensilvania, 1932) es un fotógrafo novelista, pionero en la redacción de singulares fotonovelas, que cuenta historias, cargadas de argumentos literarios, que narran visualmente lo que más directamente le atañe al ser humano: la reflexión en soledad, el erotismo, la falta de comunicación, la muerte... Sus secuencias fotográficas, autorretratos, retratos y textos posiblemente sean el más fiel resumen de la globalidad de su producción convertidas en el paradigma de un hacedor de imágenes ligadas a la literatura. Sus registros son palabras hechas fotografías. Sus secuencias, pletóricas de mitos y obsesiones, incorporan la palabra -caligrafiada en sus márgenes- sincrónicamente, reforzando las escenificaciones que fabrica y añadiéndoles "placeres e inquietudes", a la vez que "nuevas maneras de ver", como escribió acertadamente sobre ellas Michel Foucault. Michals no inventó la secuencia fotográfica, pero la ha impuesto en nuestro tiempo. (M.F.)
El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía expuso una muestra antológica de la obra fotográfica de Duane Michels en 1998.
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