Por LUISGÉ MARTÍN
Hace unos días,
un amigo gay veinteañero volvió a manifestarme su desasosiego por el modo de
vida Grindr. Mi amigo usa la aplicación con el propósito –sincero– de encontrar
un novio, pero solo encuentra sexo libertino y abundante.
No se queja solo
de los demás, sino de sí mismo. “Es tan fácil y tan fantástico follar”, dice
con gesto melancólico, “que uno no tiene fuerzas para dejar de hacerlo. Luego
sientes arrepentimiento y dices que a partir de mañana vas a sentar cabeza,
pero al día siguiente se ha esfumando el arrepentimiento y Grindr en cambio
sigue allí, en el teléfono móvil”.
Mi amigo es
resultón, pero no es un modelo de pasarela. Tampoco es un chico fácil: es
exigente con sus amantes, los selecciona. Es decir, su ritmo frenético no tiene
que ver con la belleza ni con la docilidad, sino con el sistema mismo. Este
amigo ya me había contado antes sus penalidades sentimentales, pero no ha sido
ni mucho menos el único.
A varios gays de
entre veinte y cuarenta años les he escuchado reiteradamente contar lo mucho
que necesitan el amor y lo complicado que les resulta conseguirlo en tiempos de
Grindr por su propia incontinencia. Yo, que estoy ya cómodo en mi papel de
anciano precoz, reacciono primero con una cierta indignación y luego, ya
calmado, me pongo a filosofar.
La indignación tiene
que ver con la historia de mi generación. Me pasa cuando me cuentan esto como
le pasaba a mi abuelo cuando yo dejaba en el plato las verduras o el pescado
que no me gustaba. “Con el hambre que pasé yo en la guerra”, me decía. Y eso
les digo yo a mis amigos: “Con el hambre que pasé yo en la adolescencia, ¿cómo
os podéis quejar de follar mucho?”.
Internet –y sus
chats– empezaron a funcionar, de forma muy rudimentaria, cuando yo tenía
treinta años. En aquellos tiempos, si chateabas se cortaba la línea telefónica:
o usabas datos o usabas voz. Antes de eso, solo estaba el desierto: anuncios
por palabras en revistas, a los que había que contestar por correo postal, o
bares de ambiente. Los teléfonos inteligentes y las aplicaciones nacieron mucho
después.
Grindr cumple en este mes de marzo diez años, y su función consistió en hacerlo todo mucho más fácil. Rápido,
inmediato, cercano. En tu barrio o en la ciudad más remota del mundo, si
viajas. A las tres de la tarde o a las cinco de la madrugada. A mí me daba
rabia no haber tenido Grindr en mis noches juveniles de soledad. Sentía envidia
de esa simplicidad con la que se puede llegar al sexo feliz, pero también a la
compañía, a la aventura, a la tentación.
Cuando me pongo a
filosofar, las confesiones de mis amigos me hacen dudar de si Grindr –o Scruff,
o Wapo, o Hornet, o Tinder– son un privilegio o una condena. El arquitecto Mies
van der Rohe acuñó una sentencia muy sabia que a veces es difícil de aceptar: “Menos
es más”. Él hablaba de edificios, de minimalismo, de sencillez estética, pero
vale para casi cualquier orden de la vida. Cuando las cosas son exuberantes,
cuando son extremadamente fáciles, se pierde el placer de conseguirlas y hasta
el goce jubiloso que proporcionan. Y esa es la penalidad mayor del ser humano: lo
que es fácil, lo disfrutamos menos; lo que es difícil, en cambio, nos parece
una delicia. Somos seres enfermos, no cabe duda.
Mi amigo veinteañero
y yo estuvimos buscando soluciones a este desafío. Y encontramos una solución
casi estalinista, pero seguramente eficaz. Los gobiernos, a nuestro juicio,
deberían legislar para que las aplicaciones tuvieran un único mes de validez y
luego un año entero de barbecho. Es decir, durante un mes puedes usarla
libremente, pero al final de ese plazo empieza una cuarentena larga.
De ese modo, los
que buscan promiscuidad perderían derechos civiles, sin duda, pero los que
buscan amor tendrían por fin la oportunidad de encontrarlo. Yo, por si las
dudas, y por si la reencarnación existe, prefiero tener Grindr a los veinte años.
Es probable que la felicidad no mejore todo lo que uno es capaz de imaginar,
pero el funcionamiento hormonal será sin duda mucho más saludable.
Shangay #507 (22.02.19)