Ahora que los días van siendo más largos y que la primavera ya
parece indudable, en Andalucía empieza a arreciar una creciente vocación pública
y privada de caricatura y parodia de sí misma. Desde hace meses, en las
emisoras y en los periódicos locales bulle la inquietud cofradiera. Las tiendas
de trajes de gitana empiezan a desplegar sus lunares y volantes en los
escaparates. Terminado el carnaval, que ahora se ha prolongado hasta después
del Miércoles de Ceniza, se aproximan la Semana Santa y la Feria de Sevilla, y
después el Rocío, los días de la Cruz, el Corpus de Granada. En las oficinas de
la Junta de Andalucía en Sevilla supongo que los cargos públicos y los
funcionarios se van preparando para una larga vacación que desembocará, sin que
nadie se dé mucha cuenta, en los calores tremendos de julio y agosto. En
agosto, por cierto, vendrá la Feria de Málaga, ciudad cuyas autoridades, no
queriendo conformarse con tener una simple feria menos famosa que la de
Sevilla, la llaman la Feria del Sur de Europa. Incluso en mi austera ciudad
natal proliferan los trajes de volantes, los sombreros cordobeses y los
zahones, y en la Feria de San Miguel, que es a finales de septiembre y tiene
siempre una cierta melancolía de principio otoñal, se ha impuesto el modelo
sevillano de las casetas con fino y sevillanas. Pero sucede que las casetas de
feria de Úbeda pertenecen cada una a una cofradía de Semana Santa, de modo que
a la entrada, sobre los toldos, exhiben, para desconcierto de los forasteros,
nombres más penitenciales que festivos: La expiración, La buena muerte, El santo
entierro... No cabe duda que en el norte andaluz, tan cerca ya de los
barrancos de pizarras de Sierra Morena y de las llanuras de La Mancha, no
estamos aún muy dotados para el gracejo de la fiesta. ¿Quién va a correrse una
juerga digna de ese nombre, con borrachera (el fino de garrafa), mareo de
palmas y sevillanas eternas, en una caseta que se llama El
santo entierro?Cuando yo era pequeño y me pasaba las tardes escuchando en
la radio las novelas de Sautier Casaseca y los programas de discos dedicados oía
mucho una canción que me causaba cierta inquietud, aunque no acababa de
entenderla: "Hay quien dice de Jaén que no es mi tierra andaluza". En
aquellos tiempos oscuros, mucho antes de la fundación de la Junta de Andalucía
y de su órgano oficial de andalucización, el llamado Canal Sur, casi ningún
andaluz sabía que lo era, y si lo sabía o lo pensaba no importaba mucho, porque
la única Andalucía indudable, los únicos andaluces sobre los que no cabía
ninguna íncertidumbre, eran la Andalucía de los decorados de películas andaluzas
y los andaluces de guardarropía que actuaban en ellas, unos andaluces en
general proyectos, con caracolillo y sombrero terciado, con una cosa grasienta,
tétrica y antigua, como los cuadros de toros y flamenco que se ven en los
restaurantes españoles de países escandinavos o asiáticos. Sin duda, eran
tiempos oscuros, edades primitivas en las que las culturas vernáculas sólo tenían
una manifestación plena en las zarzuelas de ambiente regional, o en aquellas
películas en blanco y negro, de baturros y de bailaoras flamencas, que ponían a
veces en la televisión.
Así que muchos crecimos sin saber si nuestra tierra, aparte de
pobre y tan lejos de todo, era una tierra andaluza. La Andalucía más nítida de
la que teníamos noticia era la de los decorados de aquellas españoladas que
rodaron Imperio Argentina y Florián Rey en el Berlín siniestro del nazismo. A
medida que nos hicimos mayores y fuimos cobrando conciencia política, nuestra
rebelión contra el oscurantismo de la dictadura incluía el dolor por el atraso
de la tierra en la que habíamos nacido y el asco por la pringue beata y folclórica
con que nos la embadurnaban para convertirla en una parodia a la altura de las
expectativas más gregarias y más ignorantes del turismo.
No creo que muchas personas progresistas hubieran podido vaticinar
lo que ocurrió después: que con la democracia y los gobiernos de izquierdas no
llegó para Andalucía la liberación de la ignorancia, ni del atraso, ni de la
superstición, ni del folclorismo. Lo que vino, lo que ya nos inunda, es
exactamente lo contrario, la fiebre irracional e intimidatoria por todas las
fiestas y tradiciones posibles, la vanagloria inepta en los localismos más
agresivos y cerrados, la feria eterna, la romería y la procesión eternas,
programadas por la autoridad, alentadas por la radio y la televisión públicas,
convertidas en una especie de narcótico brutal o en un inmerso decorado que
oculta la triste obstinación de las cosas reales: la epidemia invencible del
paro, por ejemplo, el desmantelamiento del ferrocarril en las comarcas más
pobres, el abandono o la venta o la simple pérdida por incompetencia y desidia
de las pocas fuentes de riqueza verdadera que aún nos quedaban, como el aceite
de oliva.
En catorce años de gobierno autónomo, de primacía de la izquierda, los dos vicios capitales del señoritismo
han sido prácticamente lo único que se ha socializado en Andalucía: el
fanatismo folclórico-religioso y el desdén por el trabajo. Si uno viaja un poco
por España se da cuenta, con un dolor muy intenso, pero también inútil, que
Andalucía se va quedando cada vez más atrás, cada vez más aturdida y perdida en
el engaño de su alegría obligatoria, de una monstruosa mixtificación de su
realidad de la que son culpables principales las fuerzas políticas y las
instituciones andaluzas. Han desbaratado hasta la escuela, han corrompido la
antigua palanca progresista de la educación: todo este largo exabrupto viene a
cuento de que ayer, cuando volvía de Granada a Madrid, supe que en las escuelas
públicas de Huelva, de cara a la primavera, y a instancias de la Junta, han
empezado a impartirse a los alumnos y a los profesores cursillos de espíritu
rociero. Pero ya no le quedan a uno ánimos ni para ejercer el sarcasmo, y en
cualquier caso nada es tan disparatado como la realidad. Las maestras de Huelva
pueden ir a clase con trajes de volantes, como Elvira Quintillá en Bienvenido
Mr. Marshall, y Manuel
Chaves, ahora que ha vuelto a ganar las elecciones, debería vestirse de andaluz
para asomarse a su recobrado balcón presidencial, igual que Manolo Morán en
aquella película profética.
El País, 13 de
marzo de 1996