27 septiembre 2017

WALTER, Peluquería de señoras

Aunque nunca llegué a conocer a mi abuelo alemán, que murió dieciocho meses antes de que yo naciera, guardo innumerables recuerdos de la peluquería de señoras que regentaba en el número 17 (actual número 11) de la céntrica calle Rioja de Sevilla, y que solía frecuentar de niño cuando visitaba a mi abuela María y a mis tíos Fernando y Pepi, quienes habían heredado el negocio familiar.

Mi abuelo Walter Gaebler nació en 1889 en la localidad de Eisleben, ciudad natal de Martín Lutero, un pequeño pueblo rural al este de Alemania. Empezó a trabajar en 1903, a la edad de 14 años, en Halle. Tras la hecatombe económica que para Alemania supuso la primera guerra mundial, se produjo una masiva emigración de alemanes que huían del caos financiero que había provocado la hiperinflación durante el periodo de la República de Weimar (1918-1933) y de la depresión económica causada en parte por las ingentes deudas que, en el Tratado de Versalles, Alemania fue obligada a pagar por las potencias vencedoras como compensación por los daños causados por la guerra. Mi abuelo Walter fue uno de tantos que, después de 1923, buscaron suerte más allá de su asolada tierra natal embarcándose en la marina mercante. Me contaron que tuvo que tirarse al mar desde un barco huyendo de los ingleses, llegando a nado hasta el puerto de Vigo. Después, durante los años veinte, vivió una temporada en Portugal, más tarde se trasladó a Madrid, y recaló finalmente en Sevilla, donde conoció a mi abuela María y montó el salón de peluquería Walter, que con el tiempo sería el más afamado de su época entre las damas de la alta sociedad. Walter podía presumir de haber peinado a Cayetana de Alba el día de su boda con Luis Martínez de Irujo en 1947.




La peluquería, que, según rezaba su publicidad, estaba especializada en "ondulación permanente, aplicación de tinturas y de henné legítimo, manicura y masaje," se hallaba ubicada en la entreplanta de un hermoso edificio regionalista que el arquitecto Aníbal González había construido entre 1917 y 1919 para la familia Sánchez Dalp, justo encima del legendario café Gran Britz, como puede observarse en una postal de aquella época. Hacía esquina con las calles Rioja y Tetuán. Mi abuelo era muy aficionado a asistir, sombrero en mano, a las tertulias que allí tenían lugar. 


Mi abuelo Walter Gaebler, mi abuela María Ojeda y su hija María Luisa (mi madre) en el salón hacia 1934.
De él me contaron que había sido un consumado políglota pues, como hacía saber en su tarjeta profesional, hablaba alemán, inglés, francés, portugués, y castellano, éste con un fuerte acento germano del que nunca consiguió deshacerse. Era emprendedor, meticuloso y ordenado, como buen alemán, y tenía fama de cascarrabias. 
Era bien sabido el temor que Franco tenía hacia cualquier diferencia cultural. En 1939 su gobierno, por entonces establecido en Burgos, aprobó un decreto por el que se consideraba ilegal cualquier nombre de persona que no se correspondiera con un santo o patrón católico. Por ese motivo, unos amigos falangistas de mi abuelo Walter, que era protestante, le obligaron a convertirse al catolicismo, y a adoptar el, al parecer, nada pecaminoso nombre de Francisco, aunque su peluquería en la calle Rioja continuó llamándose Walter, y con ese nombre siguió imprimiendo su tarjeta personal. 


En el hall de entrada a la peluquería y en otras estancias de la casa de mis abuelos, había colgados numerosos cuadros de Baldomero Romero-Ressendi, pintor costumbrista muy amigo de la familia. Mi abuelo Walter solía comprarle lienzos y óleos para que éste dispusiera de fondos para pintar sus obras. Confieso que las obras de Ressendi que atesoraba mi familia, aunque pintadas con virtuosismo y gran técnica expresionista, nunca me encandilaron de niño pues me parecían que retrataban un mundo sórdido, y porque ya intuía que reflejaban la España oscura y tenebrista en la que fueron creados. Sin embargo, como ocurre siempre, hubo una excepción. En diciembre de 1960 Ressendi pintó una acuarela singular para felicitarles a mis padres la Navidad y desearles próspero año nuevo de una forma harto simpática: sentados bajo sendos secadores de pelo aparecemos mis padres y yo de niño en lo que constituye el único recuerdo (pues no se conservan fotos tras la reforma del salón) de aquellos secadores de casco verde agua (aquí pintados recordando la tetilla de un biberón) que en mi imaginación infantil yo asociaba con las escafandras de los astronautas que iban al espacio durante aquella década prodigiosa. 


El salón de la peluquería que yo conocí tras la reforma que hizo mi tío Fernando era un espacio rectangular y diáfano, con varias ventanas que daban a la calle Rioja, enlosado con un sencillo diseño hidráulico de tablero de ajedrez (piso ajedrezado que perduró tras la reforma). En el centro de la estancia, mi tío que, como señalé antes, ya regentaba el negocio en los años 60, tenía colocado un hermoso macetero antiguo de hierro forjado, pintado de blanco, en cuyos múltiples brazos estaban colocados hermosos helechos de distintos rizos. Este macetero, que semejaba a un árbol con ramas, era la auténtica joya del salón. Mi tío los mimaba y vaporizaba él mismo con un tacto exquisito. 

En una esquina se situaba un buró donde mi tío guardaba el efectivo y el libro de citas, que cogía con su característica letra superminúscula. Separados por un biombo del resto del salón, se situaban los tres lavaderos, en los que de pequeño a veces me lavaban el pelo (cuánta ternura la de mi tía Pepi al hacerlo). Frente a los cinco secadores había una pequeña mesita con revistas ilustradas; me encantaba hojear los ejemplares de Schöner Wohnen, La actualidad española y Sábado Gráfico, estas últimas con noticias y fotos de los Beatles y de la carrera espacial. Sobre todo me fascinaban las pequeñas jarras de cerámica antiguas que mi tío (aficionado al mercadillo del Jueves) coleccionaba y que tenía colocadas minuciosamente, de menor a mayor, en una hermosa estantería transparente, junto a bellísimas reproducciones de ídolos aztecas que solía adquirir en la Feria de Muestras Iberoamericana, que tenía lugar cada primavera en Sevilla, una de las cuales aún conservo.

Reseña biográfica publicada por ABC de Sevilla el 30 de octubre de 1955

La música constante de la cantautora norteamericana Joan Baez, que mi tío tenía grabada en enormes cintas magnetofónicas, hacía las veces de banda sonora de la peluquería. Aquella música que mi tete adoraba y reproducía una y otra vez fue entrando paulatinamente en mis oídos hasta formar parte de mi memoria acústica. De hecho, en mi segundo viaje de estudios a Alemania me gasté todos mis ahorros en comprar el doble elepé, Blessed Are..., que la cantante acababa de publicar ese verano de 1971. Debió de ser uno de mis primeros contactos con la cultura popular norteamericana (y por ende con la lengua inglesa) durante mi adolescencia. Finalmente, en mi memoria olfativa perdura el recuerdo del maravilloso olor a la alhucema que ardía sobre los calentadores de petróleo que calentaban el salón en invierno (además del olor a los tintes y a la laca Elnett de Loreal que allí se empleaban)… cmg2017


Puerta de la antigua Peluquería Walter.