24 junio 2017
13 junio 2017
07 junio 2017
Los cineclubes de Sevilla
Por ALFREDO VALENZUELA
El País, 16 de enero de 1987
Al cineclub se va como se va a misa. Desde luego, el que acude al cineclub es porque comulga con la séptima de las artes, de eso no hay duda. ¿Quién si no organizaría una esperada tarde de fin de semana en función del horario de un cineclub concreto? (la mayoría de ellos sólo tienen una sesión diaria, en sábados y domingos). ¿Quién si no prefiere la butaca de un vetusto salón de actos universitario a otra butaca cualquiera? ¿Quién está dispuesto a encontrarse de antemano con las mismas caras de siempre?, porque, no lo olvidemos, al cineclub, como a misa, siempre van los mismos.
Claro está que se trata de algo más que un rito. Hoy por hoy es el mejor modo de encontrar la añorada reposición. O mejor dicho, el único, al menos en una ciudad como Sevilla, donde las salas cinematográficas de reestreno desaparecen como víctimas de una conjura secreta. Es también una manera de recordar que cualquier tiempo pasado fue mejor. De ver cine barato. De no echar de menos las poco rentables salas de arte y ensayo. O de pasar la tarde del sábado si a nadie se le ha pasado por la cabeza marcar tu número de teléfono.
El cineclub, además de ser una de las manifestaciones socioculturales que aún perviven con un aire progre, es eminentemente estudiantil. Su actividad arranca con el curso escolar y muere con la convocatoria de junio. Sus días útiles coinciden con los no lectivos. Y, fundamentalmente, con el precio de la entrada de un cine de estreno cualquier aficionado puede acudir a dos sesiones de cineclub o, si se prefiere, como es la mayoría de los casos, ver una sola película y luego tomar unas cañas en un local cercano y acogedor, donde comparar opiniones y lamentarse por el pobre estado de la cinta.
Estas protestas también forman parte del protocolo, puesto que nadie recuerda de nadie que alguna vez viera una buena copia en un cineclub. Otros, haciendo gala de tener una memoria de universitario por licenciar, enumeran con todo lujo de detalles las siete veces que han visto la película y con quién fueron a verla cada una de ellas.
Otra prueba de la vocación estudiantil de este espectáculo, al menos en Sevilla, son los famosos maratones o sesiones de cine más o menos monográfico, de 24 horas de duración. Estas proyecciones gigantes se realizan en marzo, una vez concluido el amargo sorbo de la convocatoria de febrero y cuando la primavera ya despunta en la ciudad. Requisitos imprescindibles, ya que el maratón se plantea como una fiesta más a celebrar durante el curso. Es más, la razón de vida de algunos cineclubes no es otra que el viaje de fin de curso o del paso del ecuador de alguna promoción. Prueba ésta de que el cine podría seguir siendo un espectáculo rentable, principio que tanto público como empresarios se empeñan en desmentir en los tiempos que corren.
Del regusto progre sí queda mucho todavía. La mayoría de de los cineclubes conservan el encanto de ofrecer varios intermedios, el número de éstos es variable y depende de los rollos que tiene cada película. Los pocos minutos de estos intermedios, que hoy por hoy sólo conservan los cines de verano y algunos de pueblo, se aprovechan para estirar las piernas —recordemos las butacas de un vetusto salón de actos universitario—, echar un cigarro y comenzar una apasionada conversación en torno a la película.
Estas breves tertulias, que luego se pueden continuar a la salida, mientras se toman unas cañas para completar el presupuesto hasta lo que podría haber sido el pase de una sala de estreno, son parte de los últimos vestigios de otras décadas más prodigiosas. Hubo un tiempo en que la tertulia fue al cineclub lo que la charla de salón al teatro burgués, es decir, incluso más importante aún que el propio espectáculo, el elemento central que le dotaba de razón de existir.
Sevilla es una ciudad de honda tradición para el cineclub. El Vida, próximo a los jesuitas, y el Universitario, que hoy no funciona pero que aún está inscrito en los registros del Ministerio de Cultura, pueden alcanzar una edad de no menos de 20 años.
Muchos son los que recuerdan que entonces, creyéndose hacer la revolución, elegían el ámbito del cineclub para sus conspiraciones políticas y, por qué no, para irse a la cama en caliente, eso sí, sin dejar de discutir ni un momento sobre la moral reaccionaria que no les permitía ver algunos de los largometrajes que hacían furor en el extranjero.
Por aquel entonces, las salas se mantenían con los socios y los pases de cada sesión. Hoy, la media de 300 personas que cada fin de semana acude al cineclub no deja una cantidad suficiente para los gastos que comporta, la gran mayoría de ellos motivados por los alquileres de las películas. Así, la Federación Andaluza de Cineclubes, alma de la media docena de ellos que aun perviven en la ciudad, recibe ayuda económica de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía.
No se puede olvidar que la actividad cultural de la Universidad de Sevilla encuentra su máximo exponente en estos cineclubes. Al margen de lo puramente académico, las aulas de cultura son prácticamente inexistentes y las actividades culturales dejan mucho que desear, al menos en lo que se refiere a organización y participación estudiantil, y a cantidad y variedad de los programes ofertados por la propia institución.
Alfredo Valenzuela (Jaén, 1962) es redactor cultural de la agencia Efe en Sevilla, crítico literario, autor de una biografía sobre el rockero Silvio y coautor de una historia sobre la Cartuja sevillana.
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Apasionados por el séptimo arte
El País, 16 de enero de 1987
Cineclub de Arquitectura El Cinematógrafo. Foto: Pérez Cabo1987 |
Al cineclub se va como se va a misa. Desde luego, el que acude al cineclub es porque comulga con la séptima de las artes, de eso no hay duda. ¿Quién si no organizaría una esperada tarde de fin de semana en función del horario de un cineclub concreto? (la mayoría de ellos sólo tienen una sesión diaria, en sábados y domingos). ¿Quién si no prefiere la butaca de un vetusto salón de actos universitario a otra butaca cualquiera? ¿Quién está dispuesto a encontrarse de antemano con las mismas caras de siempre?, porque, no lo olvidemos, al cineclub, como a misa, siempre van los mismos.
Claro está que se trata de algo más que un rito. Hoy por hoy es el mejor modo de encontrar la añorada reposición. O mejor dicho, el único, al menos en una ciudad como Sevilla, donde las salas cinematográficas de reestreno desaparecen como víctimas de una conjura secreta. Es también una manera de recordar que cualquier tiempo pasado fue mejor. De ver cine barato. De no echar de menos las poco rentables salas de arte y ensayo. O de pasar la tarde del sábado si a nadie se le ha pasado por la cabeza marcar tu número de teléfono.
El cineclub, además de ser una de las manifestaciones socioculturales que aún perviven con un aire progre, es eminentemente estudiantil. Su actividad arranca con el curso escolar y muere con la convocatoria de junio. Sus días útiles coinciden con los no lectivos. Y, fundamentalmente, con el precio de la entrada de un cine de estreno cualquier aficionado puede acudir a dos sesiones de cineclub o, si se prefiere, como es la mayoría de los casos, ver una sola película y luego tomar unas cañas en un local cercano y acogedor, donde comparar opiniones y lamentarse por el pobre estado de la cinta.
Estas protestas también forman parte del protocolo, puesto que nadie recuerda de nadie que alguna vez viera una buena copia en un cineclub. Otros, haciendo gala de tener una memoria de universitario por licenciar, enumeran con todo lujo de detalles las siete veces que han visto la película y con quién fueron a verla cada una de ellas.
Otra prueba de la vocación estudiantil de este espectáculo, al menos en Sevilla, son los famosos maratones o sesiones de cine más o menos monográfico, de 24 horas de duración. Estas proyecciones gigantes se realizan en marzo, una vez concluido el amargo sorbo de la convocatoria de febrero y cuando la primavera ya despunta en la ciudad. Requisitos imprescindibles, ya que el maratón se plantea como una fiesta más a celebrar durante el curso. Es más, la razón de vida de algunos cineclubes no es otra que el viaje de fin de curso o del paso del ecuador de alguna promoción. Prueba ésta de que el cine podría seguir siendo un espectáculo rentable, principio que tanto público como empresarios se empeñan en desmentir en los tiempos que corren.
Del regusto progre sí queda mucho todavía. La mayoría de de los cineclubes conservan el encanto de ofrecer varios intermedios, el número de éstos es variable y depende de los rollos que tiene cada película. Los pocos minutos de estos intermedios, que hoy por hoy sólo conservan los cines de verano y algunos de pueblo, se aprovechan para estirar las piernas —recordemos las butacas de un vetusto salón de actos universitario—, echar un cigarro y comenzar una apasionada conversación en torno a la película.
Estas breves tertulias, que luego se pueden continuar a la salida, mientras se toman unas cañas para completar el presupuesto hasta lo que podría haber sido el pase de una sala de estreno, son parte de los últimos vestigios de otras décadas más prodigiosas. Hubo un tiempo en que la tertulia fue al cineclub lo que la charla de salón al teatro burgués, es decir, incluso más importante aún que el propio espectáculo, el elemento central que le dotaba de razón de existir.
Sevilla es una ciudad de honda tradición para el cineclub. El Vida, próximo a los jesuitas, y el Universitario, que hoy no funciona pero que aún está inscrito en los registros del Ministerio de Cultura, pueden alcanzar una edad de no menos de 20 años.
Muchos son los que recuerdan que entonces, creyéndose hacer la revolución, elegían el ámbito del cineclub para sus conspiraciones políticas y, por qué no, para irse a la cama en caliente, eso sí, sin dejar de discutir ni un momento sobre la moral reaccionaria que no les permitía ver algunos de los largometrajes que hacían furor en el extranjero.
Por aquel entonces, las salas se mantenían con los socios y los pases de cada sesión. Hoy, la media de 300 personas que cada fin de semana acude al cineclub no deja una cantidad suficiente para los gastos que comporta, la gran mayoría de ellos motivados por los alquileres de las películas. Así, la Federación Andaluza de Cineclubes, alma de la media docena de ellos que aun perviven en la ciudad, recibe ayuda económica de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía.
No se puede olvidar que la actividad cultural de la Universidad de Sevilla encuentra su máximo exponente en estos cineclubes. Al margen de lo puramente académico, las aulas de cultura son prácticamente inexistentes y las actividades culturales dejan mucho que desear, al menos en lo que se refiere a organización y participación estudiantil, y a cantidad y variedad de los programes ofertados por la propia institución.
Alfredo Valenzuela (Jaén, 1962) es redactor cultural de la agencia Efe en Sevilla, crítico literario, autor de una biografía sobre el rockero Silvio y coautor de una historia sobre la Cartuja sevillana.
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04 junio 2017
Teoría del Sur
Por LUIS GARCÍA MONTERO
Los atardeceres en la playa de Punta Candor, situada en un extremo de
la Bahía de Cádiz, son lentos y no tienen prejuicios. Familias de aire
tradicional pasean entre mujeres y hombres desnudos sin que nadie pierda el
tiempo en indignarse con la piel, el deseo y las costumbres de los demás. Las
dunas asaltadas por los pinos son una lección de bienestar y de paciencia.
Perder el tiempo está bien, pero conviene elegir los motivos. No es lo mismo un
ataque de cólera que un cielo desteñido en rojo, deshilvanado en matices, con
la complicidad de alguna nube lejana. La tarde cae como una herencia, igual que
un esplendor fatigado, mientras el horizonte parece dispuesto a demostrar la
existencia de Dios. El pasado domingo vi a mucha gente cuidar en silencio el
espectáculo natural de la luz, el cielo y el mar. Cuando el sol se hundió por
fin en el agua, los bañistas rezagados y los paseantes empezaron a aplaudir.
Merece la pena tomar en serio ese aplauso. Como carezco de extremidades
religiosas, la plenitud no supone para mí un testimonio de la divinidad. Pero
los atardeceres de Punta Candor me han ayudado a recordar que el sol no es una
institución con ánimo de lucro y que el derecho a la belleza debería ser el
resumen último de los demás derechos humanos. No conviene confundir a Andalucía
con el Sur. Andalucía es una realidad geográfica y política, y el Sur es una
metáfora. Cuando Luis Cernuda se atrevió a elegir las características de un
territorio ideal, escribió una evocación romántica de Andalucía. Pero tuvo el
cuidado de advertir que su Andalucía no estaba en ningún sitio concreto, porque
sólo existía en las ilusiones y los sueños de algunos de sus amigos poetas.
Andalucía era una metáfora que Cernuda identificaba, por agradecimiento
personal, y porque siempre conviene darle a las metáforas una indicación geográfica,
con las playas de la costa malagueña. Claro que el poeta celebraba recuerdos de
los años veinte y treinta. Por eso digo que, en estos tiempos, conviene no
confundir a Andalucía con el Sur.
Andalucía es una realidad que puede llenarse de edificios sórdidos,
alcaldes corruptos y especuladores decididos a devorar cualquier resto de
belleza. Antonio Machado, otro poeta andaluz que buscaba realidades y metáforas,
ya nos avisó de que sólo el necio confunde valor y precio. A eso se ha dedicado
con una disciplina sombría la Costa del Sol durante los últimos 40 años, a
confundir el progreso con la especulación y los puestos de trabajo con las
concejalías de Urbanismo. La corrupción costera ha llegado a tales extremos de
notoriedad que las causas penales no suponen sólo un problema para los
delincuentes sorprendidos con las manos en el ladrillo, sino también para la
economía turística andaluza, que paga la factura de su mala fama. Dentro de los
cambios estructurales que debemos asumir los poderes públicos y los ciudadanos,
quizá no esté de más volver a tomarse en serio la metáfora del Sur. Una metáfora
resulta a veces una buena infraestructura, y en Andalucía quedan, más allá de
los escándalos urbanísticos, valores reales que considero imprescindibles en la
metáfora política del Sur. Me lo han recordado los atardeceres y los aplausos
de Punta Candor.
Aplaudir una puesta de sol implica comprender el valor ético de la
lentitud. La caricatura social de los andaluces se cebó durante años en su
propensión a la pereza. La ilusión paradisíaca de que, al juntarse demasiado,
la esencia y la existencia emiten una invitación a la quietud, se transformó en
chiste barato sobre la vagancia de unos jornaleros que, sin embargo,
demostraban su capacidad de trabajo si emigraban a las ciudades del Norte. El
chiste no sólo aludía a la situación histórica de una tierra limitada por la
falta de iniciativas económicas, sino a una idea de la existencia marcada por
el desarrollismo, la moral productiva, el vértigo triunfalista del dinero y las
prisas. Y con tantas prisas en la existencia, no hay esencia que resista.
Vivir con prisa es una peligrosa costumbre, porque nos hace dogmáticos
al mismo tiempo que nos impide ser dueños de nuestras opiniones. El dogmatismo
es la prisa de las ideas, el acomodo a discursos establecidos por encima de
nuestra conciencia, el sacrificio de la responsabilidad propia en el altar de
una verdad nacionalista, religiosa, partidista o mediática. Quien vive con
prisa dice lo primero que se le ocurre, lo que corre al lado de él. Así que
anda de cabeza y piensa con los pies. Si tuviéramos tiempo de pensar dos veces
lo que decimos y, sobre todo, lo que nos dicen, otro gallo cantaría en el
mundo. Sin caer en la caricatura de la pereza, por supuesto, conviene
reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de responsabilidad propia, el único
ámbito que permite los paseos largos y las buenas decisiones. En el Sur no
deben tener prisa ni los pensamientos, ni los coches, ni los desnudos. La
sensualidad y la belleza requieren su tiempo.
La falta de prisas resulta imprescindible también para el cuidado de
los otros. Cuidar, cuidarse, recibir cuidados, elegir con cuidado, son actos de
una vida incompatible con la velocidad. La prisa no hace bien sus tareas, sale
del paso por culpa de los acelerones de la ética productiva y del
individualismo exacerbado. Quien no quiere deberle nada a los demás, como si
los demás fuesen entidades financieras, no puede ser una buena persona. Hay que
cuidarse de él. Es verdad que en Andalucía el cuidado del otro nos lleva a las
barras de los bares, a los corros en la puerta de la calle, a lo que podemos
escuchar en la mesa de al lado, a lo que se ve detrás de los pinos y las dunas.
Pero del mismo modo que entre las prisas y la vagancia queda un punto intermedio
llamado lentitud, entre la curiosidad desmedida y la soledad calvinista hay un
valor importante para el Sur: el cuidado de los otros. Evitar la chismosería no
debe confundirse con el aislamiento. Pedir tiempo para pensar en uno mismo,
significa aprender a cuidar a los demás.
El buen humor es otro requisito imprescindible del Sur que puede
encontrarse también en Andalucía. En este caso, la caricatura ha desquiciado el
humor, presentándolo como gracia, salero o alegría costumbrista. Pero la
irritación que provocan los chistosos profesionales no debe hacernos comulgar
con obsesiones corrosivas, que no permiten ni una sonrisa. Hay territorios que,
por su historia, facilitan la conversión de los conflictos en obsesiones, hasta
el punto de que hacen perder la cabeza a los que llevan razón en las
discusiones. No quisieron caer en la mentira, pero son injustos desde su
verdad. En vez de cambiar de aires, los obsesionados cambian de condición, y
siempre para peor. El quiebro a tiempo, como una salida ingeniosa o un golpe
elegante de humor, ayuda a huir de los dogmas y de las identidades en favor de
un pensamiento mesurado. Entre la solemnidad de los sermones y la gracia
irritante, cabe una negociación discreta con la alegría.
La metáfora del Sur no es útil sólo en las habitaciones oscuras del
invierno, conviene reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de
responsabilidad propia. Al narcisismo del conflicto se le puede oponer la
sabiduría de vivir la vida. Las metáforas ayudan a buscar un futuro más habitable,
son una obra pública. Cuando Luis Cernuda llegó por primera vez a México, después
de muchos años de exilio en potentes ciudades anglosajonas, escribió el libro
Variaciones sobre tema mexicano, para dar testimonio de una experiencia en la
que se mezclaban las sorpresas y el recuerdo. Le dedicó un poema al español,
porque para un escritor es importante oír su idioma en la calle. Dedicó otro
poema a la pobreza, vivida de niño en Andalucía y reencontrada en México. Se
preguntó el poeta si alguna vez sería posible escapar de la miseria sin caer en
la prepotencia del lujo. Quizá la respuesta dependa de las metáforas que
busquemos. Conviene, en cualquier caso, saber aplaudir una puesta de sol.
El País, domingo 17 de agosto de 2008
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02 junio 2017
El mérito ministérico
Por NATALIA MARCOS
Qué mérito tienen los ministéricos. Los que están detrás de la
pantalla haciendo El Ministerio del Tiempo y los que están delante siguiendo la
serie a pesar de todo. Pero antes de lamentarnos, celebremos su regreso, que es
una gran noticia.
Y otra noticia todavía mejor: ha vuelto en muy buena forma. La
serie de TVE nunca ha dudado en tirarse a la piscina y salirse del camino
sencillo. Si hay que despedir a un personaje, se hace contando la Batalla de
Teruel en primera persona. Si se quiere hacer un homenaje a Hitchcock, se hace
una película de espías ex profeso. Y si incluyes como personaje al mítico
director, pues lo conviertes en el macguffin de tu historia en una divertida
vuelta de tuerca al elemento que él mismo acuñó, ese que en realidad solo sirve
para que la trama avance.
El Ministerio del Tiempo ha arrancado su tercera temporada
cambiando los guiños humorísticos (los hay, pero menos que en otros inicios)
por referencias cinéfilas. Y la cosa funciona tanto para quien sea capaz de
reconocerlas como para quien no lo haga. La dirección, el tono, el estilo... es
El Ministerio y es Hitchcock. Y una gozada para el espectador. Un gustazo muy
entretenido, por cierto. Que, al fin y al cabo, es a lo que hemos venido.
El reto que tiene ahora por delante no es sencillo. Sabe que
contará con esa importante base de fans cuyo entusiasmo no decae aunque pase el
tiempo, se vayan actores o caigan chuzos de punta. Pero la cadena pública ha
decidido estrenar los nuevos capítulos cuando el verano está casi encima y
tendrá un parón (que ya estaba previsto) en medio. Y, sobre todo, se ve
condenada a arrancar a una hora cercana a las 11 de la noche por la todavía
incomprensible presencia de Hora punta. Qué mérito el de aquellos que lo vemos
religiosamente en directo para poder participar de su visionado como un evento
televisivo compartiendo comentarios en redes sociales. Qué mérito el de los
ministéricos. El País, 2.6.17
01 junio 2017
El Roto, premio Mingote 2017
El dibujante Andrés Rábago, El Roto (Madrid, 1947) ha recibido el premio Mingote, que otorga el diario Abc, por esta viñeta que publicó en EL PAÍS, periódico del que es colaborador habitual, el 23 de enero de 2016. El jurado estuvo compuesto por Darío Villanueva, director de la Real Academia Española; Juan Manuel Bonet, director del Instituto Cervantes; Luis Alberto de Cuenca, Ignacio Sánchez Cámara y Ramón Pérez-Maura.
Dice Rábago que explicar algo que es por concepción "un resumen" es una elaboración a la contra, tomar la dirección opuesta a como suele trabajar. Aun así, compelido, dice de la viñeta galardonada que es "una síntesis del sistema económico vigente. Esos tres actores representan a las fuerzas económicas de cualquier lugar, que son muy parecidas en todas partes y aplican al fin y al cabo las mismas doctrinas".
Con Mingote guardó una amistad estrecha desde que se conocieron en La Codorniz en los 70 hasta que falleció en 2012, por ello no puede desligar el honor de este reconocimiento, que lleva su nombre, de la relación que unió a ambos. "Cada día tiene su afán", dice El Roto, y avisa de que él mira el presente como un tiempo dilatado y que no dibuja sobre lo que esté estrictamente de actualidad. Le preocupan el medioambiente —e incluye dentro el maltrato animal—, las guerras continuas, "sembradas y cosechadas de forma intencionada" y un panorama político absorto en la teatralidad y que se ha olvidado del bien común, que mira tan solo por su propio interés o el de su partido. "Andamos necesitados de una mirada más generosa al mundo".
De formación autodidacta, El Roto empezó a publicar viñetas e ilustraciones a finales de los años 60 bajo el seudónimo de OPS en las revistas Triunfo y Hermano Lobo, y más tarde lo hizo en Cuadernos para el Diálogo, Cambio 16, Tiempo y Madriz, entre otros medios. Ya con el sobrenombre de El Roto, comenzó a realizar una viñeta diaria en Diario 16, más tarde en El Independiente y, finalmente, en EL PAÍS. Autor de varios libros publicados en España, Francia e Italia, es también pintor y ha realizado numerosas exposiciones en nuestro país y en el extranjero. Entre otros galardones, Rábago ha recibido el Francisco Cerecedo de Periodismo (1993), el primer Premio Internacional de Dibujo en Prensa (Francia, 1999), el Julián Besteiro de las Artes y las Letras (2005), el Nacional de Ilustración (2012) y el premio Leyenda de los Libreros de Madrid (2015).
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