CARLOS MARTÍN GAEBLER
El acto de escribir alarga la vida de la memoria e impide que el pasado se disuelva para siempre. (Irene Vallejo)
Contaba el poeta Antonio Machado que su infancia eran
recuerdos de un patio de Sevilla donde maduraba el limonero, patio que su
padre, jardinero del palacio de las Dueñas, cuidaba con esmero y dedicación.
Hoy esos mismos limoneros rodeados de albero resplandecen cada día bajo el
cielo sevillano para todo aquel que desee contemplarlos a través de la eterna
reja negra que delimita la entrada del palacio.
Quien esto escribe atesora parecidos recuerdos de la casa de campo que
mi abuela María Ojeda Díaz poseía en
la localidad sevillana de Alcalá de Guadaíra. Se trataba de una finca
centenaria construida sobre una roca de albero fósil milenario a la que se
accedía por una escalinata que a mis ojos de niño se le antojaban interminable
(hoy parecería una moderna obra minimalista con sus arriates cúbicos laterales encalados).
Subir por ella era como escalar una pirámide para mis tiernas
piernecitas, pero sabía que, al coronar la cima, me esperaba un paraíso de
plantas, árboles y olores, pero sobre todo me aguardaba el abrazo largo de mi
abuela María, que se deshacía en cariños y besos conmigo y no paraba de darme
la bienvenida con todo su salero de mujer del sur. Ante mí aparecía un espacio alargado
sembrado de albero reluciente y flanqueado a la derecha por un jardín
escalonado y a la izquierda por una fila de almenas encaladas junto a las
cuales había crecido una morera robusta que por las tardes bañaba con su sombra
el sofá-columpio instalado frente a ella. Desde esta atalaya se divisaba el
meandro del río Guadaíra pasando por el molino de Realaje y la curva descrita
por la antigua carretera entre Alcalá y Sevilla, con el hermoso edificio regionalista
de la estación de bombeo de Adufe y su bellísima chimenea.
Al fondo, una
pequeña fuentecilla redonda rematada por un pato de cerámica verde y rodeada de
macetas de geranios daba paso al toldo verde de entrada a la gran casona. Esparcidas
por este vergel se hallaban diversas tinajas de barro o cerámica vidriada que
albergaban en su interior otras tantas macetas de geranios. Adoraba tocar sus
hojas aterciopeladas y absorber el olor que dejaban impregnado en mis diminutos dedillos. En una ocasión, mi padre, que no desaprovechaba la menor ocasión
para fotografiarnos en aquel escenario idílico, me retrató de perfil y por
sorpresa mientras observaba una mata de geranios rojos portando una minúscula
margarita entre mis dedos.
En aquella ocasión corría el año 1961 y mi padre, que era un gran
aficionado a la fotografía, había colocado en su cámara un carrete de color
Kodachrome de alta resolución. Las fotos que nos hizo a mi hermana Marta y a mí
quedaron inmortalizadas en una serie de diapositivas que se mantuvieron
preservadas en plástico durante décadas y que, cuando las mandé escanear en la
era digital, parecían haber sido hechas con tecnología actual, tal era la
calidad técnica de las mismas. Sin duda, de mi padre debí heredar la afición
por la fotografía y de mi abuela María la pasión por la jardinería (ya de
mayor, mi madre me enseñaría a nombrar las plantas que conforman la vegetación
de Andalucía).
Forman parte de la memoria gustativa de aquellos años el
sabor de las primeras Cocacolas que
nos dejaban degustar en los almuerzos servidos sobre la rueda de molino (que aún se conserva) que
hacía de mesa, de los caramelos toffee de Solano envueltos en celofán rojo o azul, y de las chocolatinas Crunch que habían comprado para darnos a los niños tras el
postre.
Algunas tardes alguna visita venía desde Alcalá con una caja
de bizcotelas o de dulces de la pastelería San Joaquín bajo el brazo, que hacían
las delicias de todos los presentes. Inventadas hacia 1860 por mi tatarabuelo alcalareño,
Isidoro Díaz y Cos, fundador de la confitería La Centenaria, son, aún hoy día, el mayor manjar que conozco, y no hay
día que no visite Alcalá de Guadaíra que no me zampe una con un placer
indescriptible. Aquellos fueron
los sabores que endulzaron mi arcadia infantil.
Tras esas almenas duermen los recuerdos de mi infancia. |
Desde joven y en mi edad adulta estuve indagando sobre las
circunstancias que rodearon aquel tiempo y aquella casa. De hecho, tardé muchos
años en recabar datos del hombre que nos compraba las chocolatinas y que amó a
mi abuela tras enfermar mi abuelo, quien pasó sus últimos años impedido pero
bien cuidado, pues mis familiares se mostraban reacios a hablarme de él. Pero
mi tozudez por saber la verdad dio sus frutos muchos años después. Se llamaba Filomeno de Aspe Aparicio, trabajaba en una empresa consignataria de buques (Naviera Aparicio tenía su oficina
en Paseo de Colón 24) y vivía en una de las cuatro suites del lujoso Hotel Cristina, en Sevilla, a donde invitaba por las tardes a mi abuela para dormir juntos la siesta. Me viene a la memoria una tarde de primavera en la que me invitó a merendar en la Terraza del Cristina, ubicada en la azotea de tan singular edificio, pues fue la primera vez que contemplaba la ciudad desde las alturas.
Enormemente espléndido con todos, corpulento, afable y sibarita, fue una especie de abuelastro conmigo (aún evoco el catamarán de madera que me regaló y con el que jugaba en la alberca de la finca). Debía adorar a mi abuela pues le regaló la finca en cuestión, Las Almenas, un lugar que transpiraba amor por todos sus poros porque todo él estaba impregnado del afecto que se tenían mi abuela y su amado. Nunca salía en las fotos, o solo sus enormes piernas, pero paradójicamente fue el gran benefactor de la familia en los felices años 60, pues en el campo de mi abuela en Alcalá (como lo llamábamos con nuestro vocabulario infantil) pasamos mi tío Fernando, mis padres, mis hermanas y yo los mejores años en familia, en compañía de Filomeno y de mi yaya María. (Un día su galantería le llevó a intentar coger unas flores para Philomena Eichmann, una amiga alemana de la familia, pero con tan mala fortuna que cayó por las almenas pendiente abajo de forma tan aparatosa que nunca llegó a recuperarse de las heridas. Al poco tiempo del accidente murió dejando a mi abuela sumida en una tristeza profunda.) Aquel campo de mi abuela fue para mí el lugar más feliz del mundo, un lugar que parece pertenecer mas a lo soñado que a lo real.
Enormemente espléndido con todos, corpulento, afable y sibarita, fue una especie de abuelastro conmigo (aún evoco el catamarán de madera que me regaló y con el que jugaba en la alberca de la finca). Debía adorar a mi abuela pues le regaló la finca en cuestión, Las Almenas, un lugar que transpiraba amor por todos sus poros porque todo él estaba impregnado del afecto que se tenían mi abuela y su amado. Nunca salía en las fotos, o solo sus enormes piernas, pero paradójicamente fue el gran benefactor de la familia en los felices años 60, pues en el campo de mi abuela en Alcalá (como lo llamábamos con nuestro vocabulario infantil) pasamos mi tío Fernando, mis padres, mis hermanas y yo los mejores años en familia, en compañía de Filomeno y de mi yaya María. (Un día su galantería le llevó a intentar coger unas flores para Philomena Eichmann, una amiga alemana de la familia, pero con tan mala fortuna que cayó por las almenas pendiente abajo de forma tan aparatosa que nunca llegó a recuperarse de las heridas. Al poco tiempo del accidente murió dejando a mi abuela sumida en una tristeza profunda.) Aquel campo de mi abuela fue para mí el lugar más feliz del mundo, un lugar que parece pertenecer mas a lo soñado que a lo real.
Entre mi abuela y mi madre sobre aquel banco de hierro... |
Por otro lado, siempre he admirado el comportamiento audaz de mi abuela, quien, rompiendo
con los convencionalismos sociales de aquella España negra (negra con ene de
No) de los años 50, decidió seguir disfrutando de la vida a sus cincuenta y
tantos años, ponerse trajes de lunares y echarse un amante, con todas las
letras. Su amor por Filomeno era más fuerte y sólido que todas las
restricciones morales e impedimentos legales de aquellos tiempos. Este desafío
amoroso de mi abuela en plena dictadura fascista es el único gesto heterodoxo
que he hallado (y mucho he buscado) entre mis antepasados, gentes, por lo
general, muy conservadoras, cuando no directamente reaccionarias. Mi jovial abuela prolongó su particular carpe diem
durante casi dos décadas y, de alguna forma, presiento que anticipó mi carácter
hedonista. Hoy me enorgullezco de haber heredado ese disfrute por la vida que
siempre percibí en ella.
Al lector no se le escapará la vergüenza social esgrimida
por mis padres y tíos contra aquella relación otoñal de mi abuela, que
desaprobaban, pero, como decía el refrán, pudieron más dos tetas que dos
carretas. Según me contaron, mi padre, hombre de profundas convicciones religiosas
y de moral rigurosa, fue especialmente beligerante contra la relación entre María
y Filomeno. Sin embargo, cuando las leyes de la democracia se lo permitieron, él se llegó a divorciar hasta tres veces.
Instantánea que inmortalizó a María y Filomeno juntos. |
Además de mi abuela, mi tío Fernando y Filomeno, siempre se
hallaba en la casa otra persona que, desde tiempo inmemorial, era ya un miembro
más de la familia: la tata Amelia.
Había entrado al servicio de mis abuelos en la casa de Rioja 17 tras la
guerra entre españoles (su hermano Manuel Sánchez Librero había sido asesinado por los
sublevados por defender la democracia) para trabajar como niñera tras el nacimiento de mi tío Fernando, y, a base cuidados amorosos, suculentas albóndigas y croquetas, y mucho buen hacer, había
criado a varias generaciones de mi familia: a mi tío, a mis hermanas y a mí, y finalmente
a mis primos. Arribar cada domingo a la casa de Alcalá me garantizaba un montón
de besos y apretujones de bienvenida de la maravillosa Amelia. Natural de la
barriada sevillana de La Pañoleta, Amelia Sánchez
Librero vivió 104 años y con su muerte se nos fue una de las personas más
leales y tiernas de nuestro entorno familiar. ¡Cómo te añoramos, tata que
estás en los cielos!
Fernando, María, Marta, Amelia, Carlos y María Luisa. |
María y Filomeno fueron dos espíritus libres que
sobrevivieron a una España oscurantista, beata e intolerante. Pasearon su amor
a la luz del día para escándalo de pacatos e ignorantes. Quede aquí, en la cibermemoria de la red,
más de medio siglo después, el reconocimiento a su valentía y visibilidad. Su heterodoxia vital ha sido un ejemplo de vida para este nieto
diferente y libre. Del testimonio de testigos privilegiados de la época se deduce
que mi abuela María tenía sobradas razones íntimas para sentirse de facto separada de su marido, mi
abuelo Walter. Intuyo que María Ojeda era mucha mujer para mi abuelo. No se prestó a disimular ningún paripé y vivió su amor sin
ocultación. Un amor de copla. Quiero celebrarla porque fue una mujer adelantada a su tiempo que ejerció su legítimo
derecho a amar y a ser amada en el seno de una sociedad sombría, arcaica e
intransigente. Esta es la historia de lo que aconteció, reconstruida con
honestidad y transparencia para restituir la grandeza de dos personas que se
amaron durante dos décadas por encima de hipócritas habladurías, porque, como dijo el poeta, se canta lo que se pierde. cmg2014
Gracias por todo, yaya. Gracias por todo, Filomeno. Yo
también os quiero.
Mi abuela María Ojeda Díaz, hija de Antonio Ojeda y Pepa Díaz, nació en Alcalá de Guadaíra en 1903 y falleció en Sevilla el 13 de enero de
1968, cuando yo aún no había cumplido 10 años.
ANEXO
Años después de publicar esta glosa de mi abuela María Ojeda Díaz, averigüé un dato que revela su calidad humana. Mi tía Aurora Romera Ojeda, me reveló que, durante la posguerra, mi abuela “daba de comer en su casa de Alcalá de Guadaíra a dos huérfanos, hijos de rojos muertos, apodados el Culebra y el Botella.” Esta extraordinaria revelación la corroboró posteriormente Manola Palomo Sánchez, sobrina de Amelia Sánchez Librero, la “tata” que mi abuela María tuvo de por vida: “efectivamente, una gitanilla venía a menudo a la finca de tu abuela para recoger guisos que Amelia había preparado para dos familias de represaliados en Alcalá de Guadaíra. Un día trajo la chiquilla la olla vacía tan sucia que tu abuela misma se la fregó y la dejó como los chorros del oro.” Todo ello a escondidas de mi intransigente abuelo alemán, simpatizante de la Falange, que nunca supo de la ayuda humanitaria que mi abuela prestaba clandestinamente a los perdedores de la guerra. Esta es la constatación de que mi abuela María, que los tenía bien puestos, osó desafiar la prohibición del régimen fascista de alimentar a los descendientes de los represaliados y asesinados por ser leales al Estado de derecho y a la legalidad republicana. Por fin encontré, entre tanto antepasado fascista, el eslabón familiar perdido con nuestros compatriotas demócratas, a los que los fascistas les arrebataron hasta la vida, pero no consiguieron destruir sus ideales de libertad, que siguen vivos en mi generación. Descansen en paz.
ANEXO
Años después de publicar esta glosa de mi abuela María Ojeda Díaz, averigüé un dato que revela su calidad humana. Mi tía Aurora Romera Ojeda, me reveló que, durante la posguerra, mi abuela “daba de comer en su casa de Alcalá de Guadaíra a dos huérfanos, hijos de rojos muertos, apodados el Culebra y el Botella.” Esta extraordinaria revelación la corroboró posteriormente Manola Palomo Sánchez, sobrina de Amelia Sánchez Librero, la “tata” que mi abuela María tuvo de por vida: “efectivamente, una gitanilla venía a menudo a la finca de tu abuela para recoger guisos que Amelia había preparado para dos familias de represaliados en Alcalá de Guadaíra. Un día trajo la chiquilla la olla vacía tan sucia que tu abuela misma se la fregó y la dejó como los chorros del oro.” Todo ello a escondidas de mi intransigente abuelo alemán, simpatizante de la Falange, que nunca supo de la ayuda humanitaria que mi abuela prestaba clandestinamente a los perdedores de la guerra. Esta es la constatación de que mi abuela María, que los tenía bien puestos, osó desafiar la prohibición del régimen fascista de alimentar a los descendientes de los represaliados y asesinados por ser leales al Estado de derecho y a la legalidad republicana. Por fin encontré, entre tanto antepasado fascista, el eslabón familiar perdido con nuestros compatriotas demócratas, a los que los fascistas les arrebataron hasta la vida, pero no consiguieron destruir sus ideales de libertad, que siguen vivos en mi generación. Descansen en paz.
Camino de acceso a Alcalá pintado por Manuel Barrón en 1849 |
Mi tatarabuelo Isidoro Díaz y Cos |