19 febrero 2008
14 febrero 2008
El regreso de lo retrógrado
Por ADOLFO GARCÍA ORTEGA
Curiosamente, en el marco del retrogradismo, la Iglesia católica y el islam, viejos enemigos mutuos a sangre y fuego, están íntimamente unidos, hasta el punto de coincidir en lo más paradigmático de su esencia común: la manipulación de la verdad, y con ello la manipulación de las vidas y los derechos de las personas, evitando su progreso hacia la libertad y legislando el hechizo inmovilista del origen, del pasado perfecto del que nunca se debió haber salido. El islam nunca ha ido hacia adelante, tiene un efecto lastre para sus fieles. La Iglesia católica también lastra a los suyos con la imposición de su doctrina ancestral a lo largo de una historia tortuosa.
¿Alguna vez se fue lo retrógrado del ámbito definitorio de católicos y musulmanes? No, nunca desapareció, siempre estuvo ahí, controlando las sociedades de sus fieles creyentes. Por lo que respecta a la Iglesia, a lo sumo tuvo menos peso incidental en algunas épocas, o quizá hubo un tiempo en que los aires de la Iglesia, impulsados desde Roma por un Papa diferente, fueron más dialogantes y liberales, pero desde la llegada de Juan Pablo II, un titán del retrogradismo, se inició un descenso hacia la añoranza de un pasado que, de pronto, nada impedía que volviera a instaurarse. ¿Por qué no? El Vaticano lo entendió enseguida. Era cosa de que la Iglesia ejerciera lo que más había acumulado: el poder, nada más. De esa añoranza, las misas en latín no son más que un indicio casi folclórico, comparado con la demonización del aborto en el Tercer Mundo por parte de Juan Pablo II, por ejemplo. Lo retrógrado, además, encierra un mensaje, útil para católicos y musulmanes: la Edad Media es buena para todos. ¿Por qué no volver a aquellos buenos tiempos en los que corría a sus anchas ese fuego y esa espada con que ambas religiones lo medían y ordenaban todo?
Lo retrógrado (ya se sabe: de retro, hacia atrás, y grado, paso, marcha) tiene por horizonte el regreso. Mejor dar pasos atrás -y regresar al origen de donde partimos-, que avanzar hacia donde sea, hacia un lugar que siempre será incierto, aunque prometa la felicidad y la liberación. Mejor volver que progresar. Mejor incluso no salir de casa (de la Ley, de la Doctrina, de la Palabra del Profeta) que aprender la diversidad del mundo. Mejor nosotros solos que aceptar a los otros. Y sobre todo aplicar este principio: esos otros están siempre equivocados, por tanto son prescindibles para nuestra verdad (que es la Verdad) sencillamente por ser eso, otros.
La Iglesia, en materia de valores, siempre ha estado detrás de la sociedad, impidiendo su avance, y se alía con quienes tienen ese impedimento como idiosincrasia política: la derecha ultraderechizada. Se encastilla en valores retrógrados, que son aquellos que conllevan miedo, coacción, hipocresía, dominio, intolerancia, odio, sojuzgamiento.
¿Y qué fue de la muerte de Dios, que tanto prometía? Ésta es otra clave del fin de lo moderno y del inicio de la incertidumbre medievalizada. Lo moderno, en la Historia, avanza a base de muertes, de asesinatos casi: la del Padre, la del Estado, la de Dios, una misma figura siempre, y siempre masculina. Pues bien, ocurrió que la muerte de Dios nunca tuvo lugar. Se habla incluso del "Dios de nuestros padres", y no es gratuito que en la deriva retrógrada hacia unos valores arcaicos el papel de la familia suba al escenario como primera actriz.
Los jerarcas de la Conferencia Episcopal desplegaron, como el mejor marketing de su estrategia retrogradante, la escenografía de La Familia Hundida en la manifestación-mitin de la madrileña plaza de Colón de finales del pasado diciembre. Y es precisamente el modelo de la Sagrada Familia el que ha permitido a la Iglesia ejercer su máximo dominio en la sociedad. Fidelidad a la Familia es fidelidad al redil, al origen, al círculo -no ya primero sino previo a toda numeración-; a la idea capital del Seno, del miedo a salir de él, pues fuera de él todo es ominoso y malvado. El Seno, que se eslabona con la figura del seno materno, y que tiene su máxima culminación en el papel exclusivamente reproductor de la mujer (en esto, los católicos y los musulmanes vuelven a ser de un solo e idéntico retrogradismo), y en la imagen intransitiva de la Virgen, metáfora de la mujer desfeminizada y vacía: madre sin concepción, esposa sin sexo, mujer sin voluntad, identidad anulada por el Dios-Hombre.
Y detrás de la defensa numantina de la familia que llevan a cabo, tan hipócritamente, los obispos y los imanes, hay otros aspectos que permiten ejercer el control y el poder: los papeles preestablecidos del hombre y de la mujer, activo uno y pasivo-sumiso el otro; la reducción de la mujer a una sola función, de ahí que otro de los caballos de batalla retrógrados sea combatir a toda costa el derecho de la mujer a interrumpir el embarazo; y por último, el miedo atroz de lo retrógrado a confundirse con la mujer, a ser feminizado (...)
El islam moderado -no menos retrógrado en sí que el catolicismo moderado, al menos en cuanto a valores- aparece casi maravilloso y lleno de buenas intenciones, comparado con la agresividad de la Iglesia católica. Hace que una figura como Erdogan y su partido sean vistos como una línea social-liberal, y que su vía islámica a la democracia pase por aceptable (cuando, por ejemplo, sus propuestas de modificación de la Constitución turca son retrógradas de todo punto, sobre todo en lo que respecta precisamente a la mujer).
Y tampoco la sociedad civil y laica se libra del regreso de lo retrógrado al primer plano de nuestras vidas. Es retrógrado de manera alarmante cuestionar el evolucionismo darwiniano, o institucionalizar el papel de la mujer como objeto, o creerse por encima de izquierdas o derechas, o propugnar un patriotismo exasperante, o quitarle hierro al ultranacionalismo vociferante de los nacionalismos.
El deseo de volver a ideas pasadas, a momentos pasados, está en contra de todo progreso o avance. El discurso retrógrado, en su condición de plantear una regla de máximos, propicia, perversamente, que lo meramente conservador avance y consolide espacios y maneras que antes sencillamente eran propias de lo progresista moderado. En estos tiempos medievalizados, entre una falda hasta los tobillos y una minifalda, una falda a la altura de la rodilla acabará siendo el súmmum de la conquista de la libertad. Y encima nos parecerá bien.
¿La solución? Difícil encontrar una que no pase por recomendar la metáfora de ubicar a la Iglesia y al islam en su justo lugar: el cielo, el espíritu; porque, como bien recuerda el filósofo José Luis Pardo, en su impresionante ensayo Esto no es música, Kant definía la religión como un subgénero de la poesía (o sea, de la ficción).
El País, 14/02/2008
Dicho en plata y sin rodeos: la Conferencia Episcopal Española parece un cenáculo de jerarcas hipócritas que picotean con fruición el cadáver de la libertad, su manjar favorito desde que la Iglesia católica es tan terrenal. La jerarquía eclesiástica se siente fortalecida y segura porque cuenta con el respaldo de tres alianzas escalonadas: una, con el actual Partido Popular, especie de brazo político de la Iglesia más reaccionaria (o viceversa, porque tal vez el PP sea el brazo armado de la Iglesia más politizada desde los tiempos en que era directamente fascista); dos, con el papa Benedicto XVI, ex inquisidor, ex teólogo ultraconservador y ex soldado de la Wehrmacht (tal vez algún día aparezca que también fue de las Waffen SS, es cosa de tiempo); y tres, con Dios mismo, la gran coartada de la inamovible autoridad de los obispos y demás castas sacerdotales. Todo lo que rodea esta triple alianza vuelve a desprender el tufo pútrido de lo retrógrado.Curiosamente, en el marco del retrogradismo, la Iglesia católica y el islam, viejos enemigos mutuos a sangre y fuego, están íntimamente unidos, hasta el punto de coincidir en lo más paradigmático de su esencia común: la manipulación de la verdad, y con ello la manipulación de las vidas y los derechos de las personas, evitando su progreso hacia la libertad y legislando el hechizo inmovilista del origen, del pasado perfecto del que nunca se debió haber salido. El islam nunca ha ido hacia adelante, tiene un efecto lastre para sus fieles. La Iglesia católica también lastra a los suyos con la imposición de su doctrina ancestral a lo largo de una historia tortuosa.
¿Alguna vez se fue lo retrógrado del ámbito definitorio de católicos y musulmanes? No, nunca desapareció, siempre estuvo ahí, controlando las sociedades de sus fieles creyentes. Por lo que respecta a la Iglesia, a lo sumo tuvo menos peso incidental en algunas épocas, o quizá hubo un tiempo en que los aires de la Iglesia, impulsados desde Roma por un Papa diferente, fueron más dialogantes y liberales, pero desde la llegada de Juan Pablo II, un titán del retrogradismo, se inició un descenso hacia la añoranza de un pasado que, de pronto, nada impedía que volviera a instaurarse. ¿Por qué no? El Vaticano lo entendió enseguida. Era cosa de que la Iglesia ejerciera lo que más había acumulado: el poder, nada más. De esa añoranza, las misas en latín no son más que un indicio casi folclórico, comparado con la demonización del aborto en el Tercer Mundo por parte de Juan Pablo II, por ejemplo. Lo retrógrado, además, encierra un mensaje, útil para católicos y musulmanes: la Edad Media es buena para todos. ¿Por qué no volver a aquellos buenos tiempos en los que corría a sus anchas ese fuego y esa espada con que ambas religiones lo medían y ordenaban todo?
Lo retrógrado (ya se sabe: de retro, hacia atrás, y grado, paso, marcha) tiene por horizonte el regreso. Mejor dar pasos atrás -y regresar al origen de donde partimos-, que avanzar hacia donde sea, hacia un lugar que siempre será incierto, aunque prometa la felicidad y la liberación. Mejor volver que progresar. Mejor incluso no salir de casa (de la Ley, de la Doctrina, de la Palabra del Profeta) que aprender la diversidad del mundo. Mejor nosotros solos que aceptar a los otros. Y sobre todo aplicar este principio: esos otros están siempre equivocados, por tanto son prescindibles para nuestra verdad (que es la Verdad) sencillamente por ser eso, otros.
La Iglesia, en materia de valores, siempre ha estado detrás de la sociedad, impidiendo su avance, y se alía con quienes tienen ese impedimento como idiosincrasia política: la derecha ultraderechizada. Se encastilla en valores retrógrados, que son aquellos que conllevan miedo, coacción, hipocresía, dominio, intolerancia, odio, sojuzgamiento.
¿Y qué fue de la muerte de Dios, que tanto prometía? Ésta es otra clave del fin de lo moderno y del inicio de la incertidumbre medievalizada. Lo moderno, en la Historia, avanza a base de muertes, de asesinatos casi: la del Padre, la del Estado, la de Dios, una misma figura siempre, y siempre masculina. Pues bien, ocurrió que la muerte de Dios nunca tuvo lugar. Se habla incluso del "Dios de nuestros padres", y no es gratuito que en la deriva retrógrada hacia unos valores arcaicos el papel de la familia suba al escenario como primera actriz.
Los jerarcas de la Conferencia Episcopal desplegaron, como el mejor marketing de su estrategia retrogradante, la escenografía de La Familia Hundida en la manifestación-mitin de la madrileña plaza de Colón de finales del pasado diciembre. Y es precisamente el modelo de la Sagrada Familia el que ha permitido a la Iglesia ejercer su máximo dominio en la sociedad. Fidelidad a la Familia es fidelidad al redil, al origen, al círculo -no ya primero sino previo a toda numeración-; a la idea capital del Seno, del miedo a salir de él, pues fuera de él todo es ominoso y malvado. El Seno, que se eslabona con la figura del seno materno, y que tiene su máxima culminación en el papel exclusivamente reproductor de la mujer (en esto, los católicos y los musulmanes vuelven a ser de un solo e idéntico retrogradismo), y en la imagen intransitiva de la Virgen, metáfora de la mujer desfeminizada y vacía: madre sin concepción, esposa sin sexo, mujer sin voluntad, identidad anulada por el Dios-Hombre.
Y detrás de la defensa numantina de la familia que llevan a cabo, tan hipócritamente, los obispos y los imanes, hay otros aspectos que permiten ejercer el control y el poder: los papeles preestablecidos del hombre y de la mujer, activo uno y pasivo-sumiso el otro; la reducción de la mujer a una sola función, de ahí que otro de los caballos de batalla retrógrados sea combatir a toda costa el derecho de la mujer a interrumpir el embarazo; y por último, el miedo atroz de lo retrógrado a confundirse con la mujer, a ser feminizado (...)
El islam moderado -no menos retrógrado en sí que el catolicismo moderado, al menos en cuanto a valores- aparece casi maravilloso y lleno de buenas intenciones, comparado con la agresividad de la Iglesia católica. Hace que una figura como Erdogan y su partido sean vistos como una línea social-liberal, y que su vía islámica a la democracia pase por aceptable (cuando, por ejemplo, sus propuestas de modificación de la Constitución turca son retrógradas de todo punto, sobre todo en lo que respecta precisamente a la mujer).
Y tampoco la sociedad civil y laica se libra del regreso de lo retrógrado al primer plano de nuestras vidas. Es retrógrado de manera alarmante cuestionar el evolucionismo darwiniano, o institucionalizar el papel de la mujer como objeto, o creerse por encima de izquierdas o derechas, o propugnar un patriotismo exasperante, o quitarle hierro al ultranacionalismo vociferante de los nacionalismos.
El deseo de volver a ideas pasadas, a momentos pasados, está en contra de todo progreso o avance. El discurso retrógrado, en su condición de plantear una regla de máximos, propicia, perversamente, que lo meramente conservador avance y consolide espacios y maneras que antes sencillamente eran propias de lo progresista moderado. En estos tiempos medievalizados, entre una falda hasta los tobillos y una minifalda, una falda a la altura de la rodilla acabará siendo el súmmum de la conquista de la libertad. Y encima nos parecerá bien.
¿La solución? Difícil encontrar una que no pase por recomendar la metáfora de ubicar a la Iglesia y al islam en su justo lugar: el cielo, el espíritu; porque, como bien recuerda el filósofo José Luis Pardo, en su impresionante ensayo Esto no es música, Kant definía la religión como un subgénero de la poesía (o sea, de la ficción).
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12 febrero 2008
Regreso al cine
Por Antonio Muñoz Molina
(...) Hace unos días tuve nostalgia de [una] afición asidua que sin darme mucha cuenta he ido perdiendo a lo largo de los últimos años: la de ir al cine. No la de ver una película, sino específicamente la de verla en una sala de cine; no una película antigua, garantizada por el paso del tiempo, por las reverencias siempre un poco arqueológicas de la cinefilia: una película de ahora mismo, como las que veía con regularidad cuando el cine aún no se me había convertido en un arte casi tan del pasado como la música, cuando entraba en la sala dispuesto a que me sucediera en ella una revelación que no podría encontrar en ninguna otra parte. Tan sólo en ese espacio de soledad y comunión con desconocidos, detrás de la puerta pesada y de la cortina de un tejido denso, en la oscuridad iluminada por la pantalla.
Empecé a ver Cuatro meses, tres semanas, dos días y recobré de pronto la experiencia íntegra y casi perdida del cine: el estremecimiento de lo nuevo era más poderoso porque me regresaba a una emoción muy antigua. Estaba en Madrid una noche de invierno pero también en una ciudad innominada de Rumania hace veinte años, donde una muchacha ayuda a otra a pasar el trance de un aborto clandestino. La conciencia de tantas sombras cercanas que miraban en silencio lo mismo que yo ahondaba mi percepción de esas dos vidas jóvenes zarandeadas por el infortunio y el miedo, salvadas por una fraternidad que está hecha de inocencia y coraje, de una rara aleación femenina de fragilidad y fortaleza. Atravesaba con ellas la noche sórdida de una tiranía, y no hacía falta que se vieran uniformes o se escucharan declaraciones políticas para sentir en la nuca el frío de una vigilancia despótica, y en los hombros toda la pesadumbre de un régimen cuya mayor crueldad parece que acaba siendo su desoladora duración. Hay vidas que son fulminadas por la saña quirúrgica de los ejecutores: otras, la mayoría, van siendo envilecidas a lo largo de los años por dosis diarias de sumisión y conformidad, se van deteriorando como los edificios mal hechos y los coches viejos que permanecen en uso, se gastan y ensucian como el papel pintado de las habitaciones que nadie cuida. En los malos modos y en la desgana agria de un recepcionista de hotel está resumida la miseria moral que una dictadura alimenta y sobre la que se sostiene. El terror es un desconocido de cara inexpresiva y pálida que maneja una jeringuilla arcaica, un tubo de goma. No es preciso explicar nada, subrayar nada. Entre la gente madura y ya un poco beoda que celebra atolondradamente un cumpleaños un rostro joven permanece ausente, tan aislado en ese interior estrecho de vivienda comunista como en la extensión suburbial de una noche en la que apenas hay luces encendidas y en la que circulan más perros vagabundos que taxis.
"Nunca vamos a hablar de esta noche", dice al final una de las dos amigas. No van a hablar pero tampoco olvidarán nada: cada uno de los detalles que vemos -esa negrura, esos corredores con tubos fluorescentes, la música de esa boda en los salones del hotel, ese guiñapo manchado de sangre en el suelo del cuarto de baño- nos parece que pertenece no al artificio de una película, sino a la memoria de alguien que sigue sin olvidar veinte años después y que se nos ha contagiado gracias al arte del cine, que nunca es más prodigioso que cuando logra dar la impresión de que no existe.
Costumbres perdidas, otra vez valiosas: que se enciendan las luces y uno se quede aturdido, como recién despertado, mirando con sorpresa las caras pálidas a su alrededor; salir a la calle y recibir el aire frío en la cara con la sensación de estar cruzando la frontera en la que termina el influjo magnético de la ficción; estar de vuelta en el mundo real y sin embargo seguir habitando las vidas de esas dos mujeres, en una ciudad casi a oscuras, una noche de hace más de veinte años. Casi no recordábamos que ir al cine nos gustaba tanto. Babelia, 09/02/2008
Empecé a ver Cuatro meses, tres semanas, dos días y recobré de pronto la experiencia íntegra y casi perdida del cine: el estremecimiento de lo nuevo era más poderoso porque me regresaba a una emoción muy antigua. Estaba en Madrid una noche de invierno pero también en una ciudad innominada de Rumania hace veinte años, donde una muchacha ayuda a otra a pasar el trance de un aborto clandestino. La conciencia de tantas sombras cercanas que miraban en silencio lo mismo que yo ahondaba mi percepción de esas dos vidas jóvenes zarandeadas por el infortunio y el miedo, salvadas por una fraternidad que está hecha de inocencia y coraje, de una rara aleación femenina de fragilidad y fortaleza. Atravesaba con ellas la noche sórdida de una tiranía, y no hacía falta que se vieran uniformes o se escucharan declaraciones políticas para sentir en la nuca el frío de una vigilancia despótica, y en los hombros toda la pesadumbre de un régimen cuya mayor crueldad parece que acaba siendo su desoladora duración. Hay vidas que son fulminadas por la saña quirúrgica de los ejecutores: otras, la mayoría, van siendo envilecidas a lo largo de los años por dosis diarias de sumisión y conformidad, se van deteriorando como los edificios mal hechos y los coches viejos que permanecen en uso, se gastan y ensucian como el papel pintado de las habitaciones que nadie cuida. En los malos modos y en la desgana agria de un recepcionista de hotel está resumida la miseria moral que una dictadura alimenta y sobre la que se sostiene. El terror es un desconocido de cara inexpresiva y pálida que maneja una jeringuilla arcaica, un tubo de goma. No es preciso explicar nada, subrayar nada. Entre la gente madura y ya un poco beoda que celebra atolondradamente un cumpleaños un rostro joven permanece ausente, tan aislado en ese interior estrecho de vivienda comunista como en la extensión suburbial de una noche en la que apenas hay luces encendidas y en la que circulan más perros vagabundos que taxis.
"Nunca vamos a hablar de esta noche", dice al final una de las dos amigas. No van a hablar pero tampoco olvidarán nada: cada uno de los detalles que vemos -esa negrura, esos corredores con tubos fluorescentes, la música de esa boda en los salones del hotel, ese guiñapo manchado de sangre en el suelo del cuarto de baño- nos parece que pertenece no al artificio de una película, sino a la memoria de alguien que sigue sin olvidar veinte años después y que se nos ha contagiado gracias al arte del cine, que nunca es más prodigioso que cuando logra dar la impresión de que no existe.
Costumbres perdidas, otra vez valiosas: que se enciendan las luces y uno se quede aturdido, como recién despertado, mirando con sorpresa las caras pálidas a su alrededor; salir a la calle y recibir el aire frío en la cara con la sensación de estar cruzando la frontera en la que termina el influjo magnético de la ficción; estar de vuelta en el mundo real y sin embargo seguir habitando las vidas de esas dos mujeres, en una ciudad casi a oscuras, una noche de hace más de veinte años. Casi no recordábamos que ir al cine nos gustaba tanto. Babelia, 09/02/2008
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