Por MIGUEL GARCÍA POSADA
Cada vez que un acontecimiento congrega a las masas, las que lo siguen en directo o lo hacen por televisión -sea el entierro de una princesa, la boda de una noble con un torero, un partido de fútbol o el recital, es un decir, de uno que hace como que canta-, siempre que esto ocurre, los gacetilleros del fin de siglo se agarran el tópico con amor, con mucho amorrrr, y dicen que eso es "la España real". Francisco Ayala, el doctor Barbacid, la reciente edición del Quijote dirigida por Francisco Rico, la exquisita voz de Alfredo Kraus, los cuadros sobre el 98 que cuelgan en el Círculo de Bellas Artes, no son, ciertamente, la España real. Deben de ser una fantasmagoría, un mal sueño, un delirio de cuatro intelectuales (pronunciar esta palabra según el despectivo método Carrero Blanco, que da placer), una irrisoria nonada.
La España real es la tonadillera y su novio, la marquesa y su novio, quien sea y su novio. La España real es el crimen de Alcàsser con una cadena de televisión retransmitiéndolo en directo para que nos empapáramos bien de sangre y de mierda. La Espada real son las audiencias de la tele, algunos periodistas esperando la salida de un ladrón a la puerta de la cárcel, los individuos que comparecen en programas con nombre de lotería. Mientras más burros y burras (no discriminemos, acabemos con la gramática), mientras más burros y burras, digo, lean las revistas de cuché, mientras más burros y burras se extasíen con el traje de Océano Florido o la arrastren por el suelo por lo mal que iba, mientras más burros y burras leviten porque hay que ver cómo estaba ella de guapa y él qué tipo, qué tipazo, hija, una joya ese hombre, tendremos más España real.
La España real es como era el socialismo real, pero peor: es una calamidad, un naufragio del pensamiento libre, una reducción a la animalidad humana. Y aún más: hay que decir que no todo lo que entra por los ojos y los oídos es real -ya lo supo Cervantes- porque ni la marquesita y su novio representan a cientos de miles de parejas españolas que se las bandean como pueden, ni la princesa rubia, filántropa y calentona tenía que ver con la mayoría de las princesas que viven en Europa como burguesas acomodadas, ni la selección española de fútbol porta la honra de la nación, ni uno que agarra el micrófono y es guapito guarda necesaria relación con el egregio arte de cantar.
Nos van a matar -a rematar- a golpes de audiencia, con TVE a la cabeza de los matadores. Lo público es privado y lo privado es público. Mi ciudad, Sevilla, es bastante más que un teatro de vecindones y vecindonas -no discriminemos- gritando tonterías para que salgan por la tele. La verdadera Sevilla real es otra cosa, aunque la quieran convertir en un constante teatro de ópera bufa. ¿Por qué no nos hablan de la España católica en vez de la España real? Eso sería más exacto. La cantante -es un decir- que se desmelena y llora, la descocada que aspira a tener sangre azuloide en las venas, el entierro de la princesa rubia y cachonda, el gol del balcánico que nos salvó de la humillación de la derrota, todo eso es la España católica, la de TVE y sus secuaces.
La verdadera España real se levanta temprano todos los días, va a trabajar -la que tiene trabajo-, hace la compra, lee el periódico, mira la cuenta corriente y se da cuenta de que, aunque España está bien, la cuenta no está tan bien. La verdadera España real, la que no es comparsa ni títere de nadie, la que no embiste cuando usa la cabeza, y que no es silenciosa pero que tampoco es católica de TVE y sus secuaces, es bien distinta de la que cuatro chicos y chicas (no discriminemos) de la pluma y la cámara nos quieren hacer creer. Porque la que ellos llaman España real es la España irreal, la que sólo sabe embestir cuando se digna usar de la cabeza, la que se siente halagada por lo primario y por lo morboso, la que sueña sueños de grandeza con leucemia, la que se lleva en el fondo muy mal con ella misma o se aburre como se aburre Dios en el cielo porque nadie le hace caso, y necesita, por tanto, con urgencia del torero, la noble, el futbolero, los dorados cuernos con que exorna Océano Florido las frentes de sus ex, los cuartos de baño de las damas más de porcelana de Madrid, las hijas indignadas con el padre, el padre indignado con las hijas, y, en fin, las chicas de multiplicados lechos clamando, llorando, cobrando su ofendido honorrrr. (El País, 29 de octubre de 1998)