OCTAVIO SALAZAR
A quienes con frecuencia nos dedicamos a tratar de explicarles a los más jóvenes la urgencia de desmontar la masculinidad patriarcal nos cuesta mucho trabajo encontrar referencias alternativas que les sirvan de ejemplo. Nos sigue resultando mucho más fácil explicarlo en negativo, es decir, poniendo ejemplos de hombres cuyos comportamientos no deberíamos imitar porque representan toda la toxicidad que emana de una subjetividad construida para dominar y sentirse importante. La ceremonia de los Oscar nos ha ofrecido otro flagrante caso que resume a la perfección todo aquello que los hombres no deberíamos ser. La reacción de Will Smith frente a la broma nada afortunada de Chris Rock encierra todos los elementos que nos permiten identificar un modelo de masculinidad que hoy por hoy sigue siendo el principal obstáculo para construir un mundo sin desigualdad de género y en el que la violencia deje de estar legitimada. Una violencia que está vinculada a la idea de poder, a la omnipotencia en la que los varones hemos sido socializados y a la asunción de que no hay mejor manera de gestionar los conflictos que recurriendo a la fuerza. De esta manera, la violencia se convierte todavía hoy para muchos en un mecanismo de reafirmación de la virilidad y hasta de restauración del honor supuestamente perdido.
En la reacción de Will Smith no solo late esa legitimación de la violencia que, insisto, emana de una masculinidad concebida en términos de control y conquista, sino también la justificación de nuestro eterno papel de patriarcas, restauradores del orden, vigilantes de las virtudes y de la honra de las mujeres, defensores como si fuéramos superhéroes de las que muchos siguen considerando menores de edad. A las que, por tanto, de la misma manera que nos vemos obligados a defender a capa y espada, podemos en otro momento someter a las más viles prácticas de explotación y servidumbre. La suma de esos dos extremos es la evidencia más dramática del horror que implica la cultura machista encarnada en individuos como Smith. Ese tipo que, al estilo de lo que suelen hacer muchos maltratadores, luego tratan de justificarse, pedir perdón y hasta pedir clemencia. De la mano que abofetea a los ojos húmedos. Entre medias, el superhéroe desnudo.
Y, en tercer lugar, aunque no menos importante, también ha sido llamativa la reacción en gran medida cómplice, por supuesto, de la Academia, pero también de un público que no debería haber dado ni un aplauso al actor. Ante situaciones como esta, no podemos ser cómplices por omisión, ni mucho menos situarnos en la equidistancia. Un ejercicio en el que nos solemos refugiar los hombres para no sentirnos traidores frente a la fratría que nos respalda y nos reafirma en nuestra virilidad.
Ojalá, en el mejor de los casos, el ejemplo de Will Smith tenga efectos pedagógicos y genere una corriente de malestar y crítica entre los hombres. Una especie de Me Too a la inversa, en el que dejemos claro que no estamos dispuestos a tolerar dichos comportamientos y que además asumimos el compromiso de denunciarlos cuando sucedan a nuestro alrededor. Solo cuando este compromiso masculino sea efectivo empezaremos a habitar un mundo en el que, al fin, dejen de existir individuos como el actor que ha ganado el Oscar por su rutinaria interpretación de un hombre explotador del talento de sus hijas. El círculo perverso se cierra. Nada pues que aplaudir. (El País, 28.03.22)