27 marzo 2018

Quieren tradición

Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA

El letrero aparecía en un lugar prominente en cuanto se entraba en la página web del periódico, con esa pulsación de apetencia ansiosa que gusta tanto a los publicitarios: “Quiero tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un anuncio turístico de la Xunta de Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la palabra “tradición” tenía un sentido negativo para las personas progresistas, porque venía asociada a lo peor de nuestra historia. Tradición significaba dictadura, oscurantismo, conformidad con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros y danzas y los tronos de Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en uniforme de gala y los quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los clérigos en las procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que ansiábamos: era el apego a lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era el porvenir; era el fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a que nuestro país se abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes más allá de nuestra frontera; tradición era borrar la historia real y sustituirla por fábulas patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al enemigo exterior; tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre, el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a las minorías y a los derechos individuales. El laicismo y la educación pública estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo, pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el gran clamor festivo de las primeras elecciones libres, todo esto parecía accesible. Ahora comprobamos, no sin desolación, que en gran parte seguimos en las mismas, con la diferencia de que ya no hay ninguna fuerza política ni medio de comunicación que reivindique abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y de que defenderlos a cuerpo limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado que en cualquier otro momento de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una lectora veterana me recuerda artículos que yo publicaba en la edición regional de este periódico hace más de 20 años, cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz. En esa época los socialistas llevaban gobernando en España y en Andalucía más de 10 años (en Andalucía eso no ha cambiado). Yo solía escribir aquellas columnas en un estado de estupor que con frecuencia se convertía en abierta indignación. Me causaba estupor y me provocaba cada vez más indignación que las tradiciones más decrépitas del folclorismo y el oscurantismo, en vez de disiparse poco a poco, cobraran más fuerza que nunca convertidas ahora en rasgos obligatorios de una identidad andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial con un gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad necesarias, como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable que por beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un artículo que publiqué en 1996, Andalucía obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que provocara reacciones más agresivas. Eran tiempos anteriores a las redes sociales, pero ya abundaban las unanimidades ultrajadas: el periódico publicó una carta furiosa firmada contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero, entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde entonces. Hay cosas que uno escribe y que aspira a que puedan durar, en la medida incierta en que duran las cosas humanas. Hay otras que preferiría que se quedaran obsoletas, que sirvieran si acaso para atestiguar rebeldías que lograron sus objetivos, causas dignas que ya no es preciso seguir defendiendo. Viajando por Andalucía y escuchando a personas razonables que me dicen en privado lo que ya no se atreven a decir en público y ni siquiera en voz muy alta, me doy cuenta de que lo más triste de todo no es que un artículo escrito hace más de 20 años siga teniendo actualidad: es que las cosas, en Andalucía y en cualquier otro sitio de España, probablemente han ido a peor. Lo que hace 20 años fueron unas cuantas cartas al director y algunos anónimos enviados por correo sería ahora un acoso asfixiante en las redes sociales. En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio. Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos. En vez del pensamiento crítico, que por naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos historia se enseña y mayor es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades clientelares y estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo. EL PAIS, 29.04.17

09 marzo 2018

La consulta del doctor Manuel Martín Parra

Mi padre tenía su consulta en el antiguo número 40 (hoy 56) de la calle Montecarmelo, en el barrio de Los Remedios de Sevilla. Médico de la infancia, como poéticamente figuraba en sus documentos, durante décadas procuró remedios certeros a niños y niñas aquejados de enfermedades. Tenía un gran ojo clínico para diagnosticar las dolencias más ocultas. A su consulta privada acudían tanto familias acomodadas de barrios burgueses como humildes de barriadas periféricas. A todos los recibía elegantemente uniformado de blanco y negro, como da fe la última foto con la que ilustro este homenaje. Mi padre, al que se le conocía como el pediatra de Los Remedios, tenía auténtica vocación por su profesión, y era enormemente reconocido y querido por sus pacientes y sus familias.


A la entrada del bloque donde se hallaba la consulta estaba colocado este hermoso mosaico con su nombre, que mi hermana Marta aún conserva, y que recuerda a la bandera de Andalucía. Fue un regalo del pintor Miguel Pérez Aguilera, catedrático de de la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, que él mismo hizo y cuyos hijos eran pacientes suyos.


Mantuvo su consulta de pediatra abierta desde 1964 hasta 1988, cuando pasó a trabajar como médico del Sistema Nacional de Salud. En su última época, el doctor Alberto González de la Peña, quien se decantó por la pediatría tras conocer a mi padre, fue colaborador suyo en su consulta, que estaba atendida por dos magníficas enfermeras, Melli y Charito Chaparro, a quienes recuerdo como muy profesionales y eficientes (además de muy cariñosas conmigo). 

Mi padre tuvo el acierto de encargar la decoración integral de su consulta al pintor y diseñador Santiago del Campo, muy amigo de nuestra familia, quien pintó un enorme mural en la pared del fondo de la sala de espera, instaló dos filas verticales de bellísimos azulejos de tema geométrico que pintó in situ, eligió el mobiliario de las distintas estancias, hizo forrar con chapa de madera las paredes del despacho de mi padre y 
diseñó su escritorio.


Solía repetir el gran pintor sevillano que el retrato que le hizo a mi padre en los años 60 era uno de los mejores que había realizado nunca. Este retrato estaba colgado en la entrada de la consulta, junto a dos bodegones obra también de Santiago del Campo, el Bodegón de los limones y el Bodegón del violín negro 

El doctor Martín Parra también era muy suyo. La siguiente anécdota es buen ejemplo de su proverbial retranca: a una mujer que se quejaba de que su bebé no le mamaba la teta le espetó: "¡Señora, eso será porque tiene usted muy mala leche!" Como celebre era su expeditiva costumbre de tirar por la ventana los chupes con los que venían los niños y niñas a su consulta, ante la atónita mirada de la madre o el padre de turno.

Mi padre, hombre de espíritu campechano y con un innato don de gentes, tuvo un papel muy activo en la Sociedad de Pediatría Extrahospitalaria de Andalucía Occidental y Badajoz, fundada por una generación de brillantes médicos y compañeros suyos (como los doctores José del Pozo Machuca, Antonio Díaz Romero, Manuel Vidal Jiménez, o el catedrático de pediatría Alberto Valls) y que llegó a presidir durante ocho años. A menudo organizaban viajes para asistir a congresos internacionales de pediatría, como el celebrado en la ciudad mexicana de Mérida en diciembre de 1968. 



Tras su muerte en trágicas circunstancias, el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, reconoció la trayectoria profesional de mi padre, cuyo trabajo, dijo, contribuyó a prestigiar la pediatría en Andalucía, palabras que a mi familia y a mí nos llenaron de orgullo. Yo no seguí sus pasos en la medicina, lo que siempre encajó con deportividad, pero sí tuve la suerte, como él, de dar con mi verdadera vocación.  • cmg2018

Junto a mi padre, abril 1965

El doctor Martín Parra junto a sus dos enfermeras, 1965

Mi padre leyendo en su casa, enero 1971