El País Semanal, 28 de enero de 2018
Yo debería haber contado aquí mucho antes esta historia. Si no lo hice fue, supongo, por pudor, por un sentido quizá equivocado de la gratitud, por vergüenza ajena, por una serie de razones que ni yo mismo sería capaz de precisar. No la cuento ahora porque crea que vaya a servir de nada, porque lo cierto es que yo no creo que, hoy por hoy, en Cataluña ya nada vaya a servir de nada, y muchísimo menos contar una nimiedad como esta; la cuento sólo para no seguir reprochándome que no la he contado.
Ocurrió en septiembre de 2012, justo después de la gran manifestación que supuso el inicio oficial del llamado proceso independentista. Por entonces publiqué una novela que transcurría en Gerona, mi ciudad, y mi editorial tuvo la idea de organizar una rueda de prensa en el Ayuntamiento, así que se puso en contacto con la alcaldía; por entonces el alcalde de Gerona era Carles Puigdemont, quien no sólo nos ofreció una sala para celebrar el acto, sino que se ofreció él mismo para presentarlo. Yo no conocía personalmente a Puigdemont, o apenas lo conocía de vista, y cuando me lo presentaron, el mismo día de la rueda de prensa, le di las gracias de todo corazón por su generosa hospitalidad. Ya en el acto, el alcalde estuvo muy cordial, lo que tal vez explica que en determinado momento, medio en serio y medio en broma, se me ocurriese proponerle una campaña institucional de la alcaldía en favor de que la gente, cuando habla castellano, vuelva a decir “Gerona”, que es como se dice Gerona en castellano, igual que, cuando hablamos en catalán, decimos “Nova York” o “Milà” o “Saragossa” y no “New York” o “Milano” o Zaragoza. Es muy probable que, en el actual clima político catalán, coseche una cerrada salva de aplausos alguien que afirme que quien dice en castellano Gerona lo hace por motivos políticos, para reivindicar la pertenencia de Gerona a España (lo que equivale a afirmar que quien dice en catalán “Nova York” lo hace para reivindicar la pertenencia a Cataluña de Nueva York); pero entonces aún no vivíamos en este clima. O eso creía yo. Porque en aquel momento Puigdemont, que hasta entonces se había comportado con normalidad, inundó la sala con una densísima polvareda de palabras a través de la cual apenas pude vislumbrar con claridad tres cosas. La primera es que se había tomado absolutamente en serio mi propuesta, y que no le había gustado absolutamente nada. La segunda es que en su brevísima contestación había usado la palabra “Franco” cuatro o cinco veces por lo bajo. La tercera es que parecía haber esgrimido el siguiente razonamiento, dicho sea con el máximo respeto por esa palabra: dado que la dictadura había perseguido el catalán y había impedido hacer un uso oficial del topónimo “Girona”, ahora, para compensar ese atropello, había que decir “Girona” también en castellano, fuese o no fuese correcto.
Eso fue todo: esa es la mínima anécdota. La verdad es que, cuando ocurrió, no me inquietó en absoluto, es posible incluso que el argumento de mi anfitrión me pareciera una simpática excentricidad; pero ahora, cuando todo ha cambiado tanto en Cataluña y Puigdemont es quien es y su forma de ver el mundo y de razonar parece haberse generalizado, ya no puedo pensar de la misma manera. En Qué está pasando en Cataluña escribe Eduardo Mendoza que en los últimos tiempos, “especialmente en Cataluña, la figura de Franco y su dictadura se sacan en procesión para justificar actuaciones o invalidar las del contrario” y que “Franco se ha convertido en un referente al que se puede atribuir todo o casi todo cuanto sucede y cuya invocación justifica ideas, sentimientos y acciones”. Es decir, Franco es una excusa perfecta para no pensar, o, si se prefiere, para pensar sin la más mínima lógica: para pensar, por ejemplo, que una injusticia histórica se puede corregir fomentando un disparate lingüístico. La pregunta es qué ocurre en una sociedad en que se vuelve común y corriente un tipo de pensamiento que prescinde del vínculo con lo racional, o en el que tal vínculo se vuelve secundario o anecdótico. Y la respuesta es, me temo, que en ese lugar no existe el menor motivo para el optimismo.