Por ELVIRA LINDO
Es primavera. Un amigo va a la comunión de
un sobrino. La cita es a las 10 de la mañana. Entre la ceremonia, los
aperitivos, la comida, el corte de la tarta con espada como en las bodas, los
gin-tonics, la merienda y la vuelta a losgin-tonics previos a la cena se hacen
las 10 de la noche. Exhausto, derrotado, cuesta abajo en su rodada, mi amigo
decide abandonar el evento, no sin percibir que su adiós decepciona un poco a
esos seres queridos que opinan (en bloque) que se está yendo cuando empieza lo
mejor. Pero así somos los espíritus libres, de vez en cuando decimos, ¡no al
yugo familiar! Ja. Eso es lo que el pobre iluso se cree: la comunión del
sobrino no se va a acabar nunca, porque esa fiesta familiar ha entrado en el
pesadillesco bucle del WhatsApp. Ríete tú de El día de la marmota:las nuevas
tecnologías han convertido los eventos familiares en una versión si cabe más
inquietante de El ángel exterminador. Buñuel, te lo has perdido.
Antes de que abandone el recinto
celebratorio mi amigo ha sido incluido por una de sus tías en un grupo llamado
Comunión y mientras, un poco borracho, espera un taxi percibe la vibración en
el bolsillo de la americana de las muchas fotos que el núcleo duro familiar, tías,
abuelos, abuelas y esas amigas de las madres que son como casi tías, van
compartiendo. Fotos que provocan entusiasmo, vídeos que se cuelgan al instante
de ser grabados, comentarios que comienzan siendo graciosillos pero que a estas
horas de la noche ya se tornan guarros; ya se sabe lo que hace el alcohol en la
mente de nuestros mayores. A las doce de la noche ya han hecho su aparición los
emoticonos de la berenjena y la gitana. Así comenzó la caída del Imperio
Romano.
Luego hablamos de los estragos que está
causando en la mente de los más jóvenes la vida hiperconectada, pero ¿y en la
de nuestros mayores? Nuestros mayores. Cuántos chistes se habrán hecho sobre su
analfabetismo informático. Pues bien, ha llegado la hora de la venganza de toda
una generación. Han abrazado sus teléfonos inteligentes y se sienten como
chiquillos con su nueva vida virtual. Es el paraíso de los jubilados, el edén
de las madres que se sienten conectadas con sus hijos permanentemente, el
hábitat ideal de los primos, de los cuñados, de los excompañeros unidos por los
Expedientes de Regulación de Empleo. Yo había aventurado algunas teorías al
respecto, dado el número inaudito de vídeos que a diario me inundan el
WhatsApp, enviados en abrumadora mayoría por personas de los 60 en adelante.
Sospechaba que esta afición descontrolada de los que se han incorporado al
universo cibernético a última hora tenía que responder a algún impulso
psicológico, y cuál no ha sido mi sorpresa cuando veo que The New York Times
abordó este crucial asunto la semana pasada. Al primero que señalaban como un
abuelete que no sabía qué uso debía hacer de Twitter era a Donald Trump. De
acuerdo, él es el presidente de los Estados Unidos y eso marca la diferencia;
de acuerdo, es un ser incontinente, chulesco, con tendencia a la ira y al
desprecio, pero incluso contando con esos rasgos patológicos está claro que hay
un componente generacional de inadecuación a este sistema de redes que, por sus
propias características de superficialidad, resultan apropiadas para un
espíritu juvenil y forzadas para la gente de edad. Pensamos equivocadamente que
la virtualidad encubre nuestra fecha de nacimiento pero se está viendo que no,
que hay una especie de gagaísmo digital que se dispara a partir de una franja
de edad y que lleva a los individuos a enviar a todos sus contactos vídeos
chistosos (presentándolos como descacharrantes, un aviso de que no te lo
parecerán), sobre la conmovedora maternidad de las hienas o las inusitadas
habilidades de una niña prodigio. Eso sin dejar a un lado los selfis o el
lenguaje hipersentimentalizado del Facebook, con el que se dice te quiero más
de lo que cualquier corazón pueda resistir.
Incluso los que no somos aficionados a los
libros de autoayuda hemos dedicado algunos minutos de lectura a esos artículos
ahora tan abundantes en la prensa en los que te enseñan a decir que NO en 10
pasos a fin de que los compromisos no te roben la vida. Muchos llevamos
entrenándonos en esa disciplina muchos años: hemos conseguido con gran esfuerzo
decir que no a cenas, a viajes, a trabajos sin remunerar, nos hemos aplicado en
distinguir lo fundamental de lo prescindible, pero, ay, han desembarcado la
familia y los mayores en la escena virtual y no somos capaces de salirnos de
sus grupos de WhatsApp.
Mi amigo lleva una semana recibiendo
material gráfico de la comunión y no se atreve a abandonarlo. Le da miedo que
su familia piense que tiene algo en contra del chiquillo. (El País, 20.05.17)