Por JAVIER SAMPEDRO
La semana pasada subí al Teide por primera vez y tuve la suerte del novato. Lo que había dejado allí abajo como un cielo nublado era desde aquí un borbotón de nubes con todos los matices de la luz, una marea como un catálogo de formas compilado por la bruja artista, y entre las estribaciones de aquella cordillera blanca pude ver las otras tres islas occidentales, sacando la cabeza para respirar un aire anóxico más cercano a la Luna que a la vida diaria. Mi primera reacción, como parece natural, fue echarme la mano a la cartuchera y sacar el móvil para fotografiar aquel espectáculo majestuoso. De pronto, sin embargo, algo detuvo mi mano.
¿Se han fijado en la publicidad del iPhone6? No vende megas ni decibelios: vende píxeles, como si el aparato no fuera un teléfono que hace fotos, sino una cámara que hace llamadas. El publicista hizo bien. Toda persona es un fotógrafo en nuestros días. Desde la invención de la fotografía siempre ha habido unos cuantos fotógrafos muy buenos, pero es sabido que no hay venenos sino dosis. La facilidad con que la tecnología actual nos permite disparar ha generado una pesadilla irritante de imágenes anodinas y sopor que casi nos hace añorar a los cuñados y sus sesiones de diapositivas al volver de la playa. Una sobredosis que aburre y no dice nada, que nos reduce a todos al grado cero de las artes plásticas.
Los cuñados, loado sea Dios, están de capa caída: la mayoría de la gente (55%) prefiere ya compartir fotos en formato digital en vez de ponérselas en diapositiva a los invitados de la fiesta; más allá de Facebook hay redes dedicadas exclusivamente a enseñar fotografías, como Flickr y la rabiosamente moderna Instagram; el 35% de los usuarios de smartphones hace una foto de los artículos que va a comprar y se la manda a los amigos para pedir consejo antes de comprarlos; el 63% utiliza solo el formato digital para las fotos.
Ni siquiera hay ya que preocuparse de disparar en el mejor momento: la nueva minicámara Narrative Clip lo hace por ti tomando una foto cada medio minuto. Según los datos de Digital Marketing Stats, la web para guardar y compartir fotos Instagram tiene 400 millones de usuarios activos al mes, incluyendo al 28% de la población estadounidense: está barriendo, sobre todo entre los menores de 35, y es solo el último grito de este tipo de webs fotográficas, después de Flickr, PhotoBucket y Picasa.
“El mayor número de selfies tomados en una hora es de 1.449 y fue alcanzado por Patrick Peterson”, informaba hace poco una web asociada de algún modo a los récord Guinness. Hay también premios para imágenes tomadas con el móvil, y a algunos los saca la mujer del tiempo en el telediario. Los Homo sapiens hemos caído gradualmente en la fiebre de la instantánea, y solo nos queda preguntarnos: ¿cuándo empezó todo a ir mal?
Y ahora: ¿qué paró mi mano en el Teide? Bien, aquella puesta de sol asombrosa iba a durar solo 10 minutos, y créanme, pensé que sería mejor aprovecharlos mirándola que fotografiándola, grabándola en mi memoria y no en la de mi teléfono. En la semana y pico que ha pasado, no me he arrepentido de ello. La memoria es más traicionera que la fotografía, pero también más dinámica e interesante. Seguro que esto cambiará algún día, pero ese día no ha llegado.
La psicóloga Linda Henkel, de la Universidad de Fairfield en Connecticut, publicó el año pasado una investigación que resulta iluminadora. A los estudiantes que se presentaron voluntarios —basta ofrecerles unos créditos para que lo hagan por docenas— se les pidió que fotografiaran ciertos cuadros de un museo de artes plásticas, y que se limitaran a observar otros. El resultado se midió al día siguiente: los estudiantes recordaban menos objetos, y menos detalles de cada objeto, entre los que habían fotografiado que entre los que se habían limitado a observar. El mero hecho de tomar una foto de un cuadro parece, por tanto, una buena receta para olvidarse de él.
“Los resultados”, dice Henkel, “destacan que hay diferencias clave entre la memoria de la gente y la memoria de la cámara”. Curiosamente, este efecto negativo de la fotografía se revierte si, en vez del cuadro entero, lo que se pide fotografiar es algún detalle de él. Esto ya no puede resolverse con el piloto automático —requiere fijarse en la obra y tomar la decisión consciente de cuál de sus partes merece la pena— y el sujeto recuerda el objeto igual de bien que si solo lo hubiera observado. No hay, pues, ningún efecto maligno de la cámara sobre el cerebro de quien la usa: es sustituir el cerebro por la máquina, delegar en ella el registro de las experiencias, lo que estropea las cosas, como parece lógico, si se mira bien.
Estos fenómenos de interferencia con la memoria no son tan específicos de la fotografía como se podría suponer, ni en el fondo tan nuevos. Hace 30 años, cuando yo era un estudiante de doctorado, una parte regular del trabajo era ir a la biblioteca a buscar las últimas publicaciones científicas que tocaran tu tema. Pero la mayoría no íbamos allí a leer, sino a fotocopiar los artículos. De alguna manera, el mero hecho de tener una copia en tu mesa venía a eximirte de la penalidad de leerlo. Los científicos de hoy ya no tienen que ir a la biblioteca, porque los papers llegan directamente a su ordenador. Pero, dejando aparte el cambio de la fotocopia por la impresora, sospecho que siguen haciendo lo mismo.
Pero con la fotografía ocurre algo peculiar. Algo que no tienen las lecturas pendientes. La gente, sobre todo el público joven, la utiliza no ya como registro gráfico, o como sustituto de la memoria —que también— sino como un lenguaje de comunicación. La foto del Teide (esa que yo no hice) significa “estoy aquí”, con un “te fastidias” implícito, y el primer plano del chuletón es un “te fastidias” explícito, redondo, que no se lo salta un poeta. Y es verdad que hay cosas que se dicen más pronto con una imagen que con un mensaje, sobre todo si el corrector automático tiene uno de esos días didácticos.El experimento puede recordar, siquiera vagamente, a una realidad cotidiana; el aluvión de mensajes de correo y WhatsApp que nos sepultan un minuto tras otro bajo estratos de ingenio ajeno y actividad aparente, hasta casi no dejarnos hacer otra cosa en todo el día. De forma análoga a las fotos, tampoco es que estos mensajes sean un problema en sí mismos —al menos no necesariamente—, sino que nos impiden concentrarnos en una lectura sostenida, o sustituyen la reflexión profunda por un chisporroteo superficial de ocurrencias no solicitadas. La atención es una sustancia demasiado valiosa para desperdigarla de esa forma sin ganar nada a cambio.
Este es un cuento del que es difícil extraer una moraleja, pero intentemos cocinar una. ¿Hacemos demasiadas fotos? No: pensamos demasiado poco.👍
El País, domingo 18 de octubre de 2015