Así se empiezan muchas de las conversaciones de
pareja en las que una de las partes plantea o bien el final o bien un cuasi
ultimátum. Las razones pueden ser variadas: desenamoramiento, desacuerdos
varios, cambios en el entorno o las condiciones… Exactamente como me siento yo.
España, esa pareja que no siempre ha caído bien entre mis amigos, entre mi
familia. Cada vez que yo te defendía con un “en realidad, no la conocéis bien,
tiene muchas cosas buenas”, tú volvías a hacer algún desdén hacia ellos. Pocas
veces hiciste algún gesto afable por entender la otra lengua que hablamos en
casa, nuestro carácter, nuestra “sequedad” de trato. Cuando parecía que por fin
os acercabais, os entendíais y apreciabais más, cuando parecía que podíais
llevaros bien mi entorno y tú, España, yo era feliz. Porque no tenía la
necesidad de estar decidiendo constantemente a quién prefería: si a mi pareja o
a mi familia; a mamá o a papá. Porque no tenía que plantearme qué escoger,
simplemente tenía las dos cosas, con lo bueno y lo malo de ambas, que tanto nos
enriquece a los catalanes, pero también al resto de españoles. Pero llegó el
momento de las dificultades. Y ante la llamada de los míos a cerrar filas, a
hacer piña y mirar adelante, justo cuando más necesitaba que mostrases tu mejor
“yo”, esa España abierta, tolerante, inclusiva, que respeta e incluso se
enorgullece de su diversidad, la volviste a fastidiar. Me dejas sin argumentos,
querida. Cada vez me cuesta más defenderte. Por eso te digo: “Tenemos que hablar”.
Sonia Andolz-Rodríguez, Barcelona. El País, 20 de
septiembre de 2012