28 diciembre 2015

¿Cómo afectan las nuevas tecnologías a nuestro cerebro?

Por FACUNDO MANES

Como una ráfaga, el mundo ha cambiado en las últimas décadas de manera impactante. Las nuevas tecnologías nos permiten la comunicación instantánea, un acceso inusitado a la información, la simplificación de muchas tareas que antes nos llevaban muchísimo esfuerzo, la posibilidad de vivir más y mejor. Sobre esta realidad y estos favores no existen reparos sino más bien elogios y aprovechamientos. Lo que debemos decir también es que esta posibilidad de vida nos puede generar, a su vez, cierto impacto disfuncional, impulsado por la exigencia a realizar diversas acciones al mismo tiempo. Es habitual, hoy, estar trabajando en la computadora mientras miramos televisión o escuchamos música, y estamos pendientes de las redes sociales, los mensajes de texto, correos electrónicos o alertas de noticia en el celular. ¿Hasta qué punto nuestro cerebro está capacitado para sostener las tareas múltiples que las nuevas tecnologías promueven?

El cerebro es, como cualquier sistema de procesamiento de información, un dispositivo con capacidades limitadas, sobre todo en la de procesar una cantidad de información por unidad de tiempo en el presente. Así, nuestro cerebro tiene dos cuellos de botella: uno es la atención (cuando tenemos dos fuentes de información suficientemente complejas, la eficiencia de una decae como consecuencia de la otra); y la otra, la llamada “memoria de trabajo” (el espacio mental en que retenemos la información hasta hacer algo con ella). Esta memoria tiene una capacidad finita en los seres humanos y es extremadamente susceptible a las interferencias. Cuando se intenta llevar a cabo dos tareas demandantes al mismo tiempo, la información se cruza y se producen muchos errores.

Muchas veces se plantea que la multitarea (multitasking) podría ser beneficiosa para entrenar nuestra capacidad para el paso rápido y eficiente entre actividades. Sin embargo, existe evidencia científica de que las personas que funcionan con esa modalidad se dispersan más cuando pasan de una a otra. Contrariamente a lo que uno podría imaginar, son más propensos a quedarse pegados a estímulos irrelevantes y, por lo tanto, a distraerse fácilmente. Por otra parte, suelen sobrevalorar su capacidad para hacer multitasking, lo que impacta en una menor concentración sobre cada elemento y en el pasaje. Participantes de una investigación que refirieron hacer muchas cosas a la vez fueron los que, paradójicamente, peor rindieron en pruebas de multitarea.

En un estudio realizado en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), se les mostraron a estudiantes unas tarjetas con símbolos y se les pidió que hicieran predicciones basándose en patrones que habían reconocido previamente. La mitad tenían que realizar esto en un ambiente de multitarea, mientras escuchaban altos y bajos tonos y tenían que contar las señales acústicas elevadas. Sorprendentemente, ambos grupos fueron igual de competentes. Pero cuando empezaron a hacer preguntas más abstractas sobre esos patrones, el costo cognitivo de las multitareas fue evidente. Cuando estamos en una reunión, en una conferencia o viendo una película en casa y, al mismo tiempo, mandamos emails y mensajes de texto desde nuestro teléfono, creemos que podemos seguir en profundidad lo que se dice y sucede en el entorno, pero esto, la mayoría de las veces, es solo una ilusión. Por el contrario, nos estamos perdiendo mucho. Desde el punto de vista del funcionamiento cerebral, estamos capacitados para realizar muchas tareas, por supuesto, pero debemos focalizarnos en hacer una de estas por vez. Tener muchas cosas para hacer y hacerlas una por vez (que es lo recomendable) no es lo mismo que intentar hacer varias cosas al mismo tiempo. La multitarea tiene un costo cognitivo.

La mala administración de la atención no solo genera improductividad, ansiedad y estrés, sino que puede traer también riesgos letales. En un estudio de la Universidad de Utah, los psicólogos David Strayer y Jason Watson señalaron que la posibilidad de un accidente automovilístico puede ser tan alto para aquellos que, mientras conducen, hablan por teléfono o mandan mensajes de texto como para conductores que habían tomado más alcohol del permitido por la ley.

Los conductores que usan celular tienen reacciones más lentas, respetan menos su carril, mantienen menor distancia entre los autos y pasan más semáforos en rojo. Estas personas, en comparación con los que no usan el teléfono cuando manejan, detectan menos de la mitad de los detalles y situaciones que se les presentan, lo que produce ceguera atencional. La distracción se da también cuando se habla con “manos libres” o en alta voz. En otros estudios en los que usaron un mecanismo para realizar el seguimiento ocular, revelaron la existencia de una ceguera parcial a estímulos importantes en los conductores que hablaban por teléfono: estos solo detectaban la mitad de los estímulos que estaban justo delante de ellos y tenían un tiempo de reacción más lento a las luces de freno del auto de adelante.
Chequear correos electrónicos o notificaciones de redes sociales puede provocar entusiasmo, pero también cierta dependencia. Existe un consenso entre especialistas en el que la eficacia del manejo del tiempo obedece a cierta organización y rutina. La clave está en poner un filtro entre tareas importantes y ociosas. Para descansar, es mejor salir a caminar, respirar profundo, cambiar de actividad o hacer una tarea menos demandante. Además de volvernos eficientes en lo inmediato, estas actividades alternativas pueden, al retomar la tarea inicial, traer ideas o aproximaciones novedosas que mejoren el largo plazo.

El estudio del impacto de las nuevas tecnologías especialmente en niños y adolescentes es un desafío que las neurociencias están abordando. Como sabemos, el cerebro sigue desarrollándose hasta la segunda década de vida. El lóbulo frontal, que contiene circuitos claves para habilidades cognitivas de alto orden como el juicio, el control ejecutivo y la regulación emocional, es de las últimas áreas en desarrollarse de forma completa. Durante este período, el cerebro es sumamente adaptativo e influenciable por el ambiente. Decimos entonces que la tecnología suele ser buena para los procesos cognitivos de los niños si se usa con buen juicio, pero que el problema es que el buen juicio y el autocontrol se encuentran entre las habilidades en desarrollo, por lo cual son los adultos quienes deben ejercerlo cuando estos usos se transforman en excesivos. Como padres, es necesario detenerse a pensar qué sucede con el estímulo de habilidades sociales como la empatía, la compasión y la inteligencia emocional en nuestros hijos (y en nosotros también) cuando la mayor parte de las interacciones se dan de manera virtual, en detrimento de la comunicación cara a cara.


A diferencia de otras revoluciones tecnológicas, la de la “tecnología social” implica nunca estar solos y nunca estar aburridos. La socióloga Sherry Turkle del MIT describe esto como “la intolerancia a la soledad”. Esto implica estar desatentos a las personas que tenemos alrededor para conectarnos con el mundo virtual. Turkle considera que esto quita la oportunidad de aprender a mantener conversaciones, a poder tener un momento de introspección sin un artefacto electrónico y sin que eso genere ansiedad. Según la socióloga, esta tecnología, que nos ofrece la posibilidad de no aburrirnos nunca, puede hacernos menos tolerantes a establecer relaciones duraderas.

Una última reflexión sobre todo esto, pero fundamentalmente sobre cierta valoración positiva de la tarea focalizada y la capacidad de introspección: son famosas las anécdotas de escritores como Franz Kafka que produjeron algunas de sus obras más célebres de corrido y en un puñado intenso de tiempo. De ese deseo de momentos imperturbables le hablaba en una de sus cartas a su amada Felice: “Escribir significa abrirse por completo… Por eso nunca puede uno estar lo suficientemente solo cuando escribe; por eso nunca puede uno estar rodeado del suficiente silencio cuando escribe, y hasta la noche resulta poco nocturna.” ¿A alguien se le ocurre mayor plenitud personal y favor a los demás que la sola tarea de estar escribiendo esas maravillas? El País, 28 de diciembre de 2015.


Facundo Manes es neurólogo y neurocientífico (PhD in Sciences, Cambridge University). Es presidente de la World Federation of Neurology Research Group on Aphasia, Dementia and Cognitive Disorders y Profesor de Neurología y Neurociencias Cognitivas en la Universidad Favaloro (Argentina), University of California, San Francisco, University of South Carolina (USA), Macquarie University (Australia).

18 diciembre 2015

El país de Galdós


Antonio Muñoz Molina
El País, 10 de septiembre de 2011

Sin darme mucha cuenta me he visto de nuevo sumergido en Galdós. Abrí la segunda serie de los Episodios llevado por el recuerdo de un tono moral, esa música que dejan los libros mucho tiempo después de haberlos leído, cuando uno ha olvidado la trama, que es lo primero en borrarse, y la mayor parte de los personajes. Me acordaba del nombre de un protagonista, Salvador Monsalud, y de ese tono no disipado por el tiempo, una pesadumbre moral y política que yo asociaba a las tenebrosidades de Goya, a la negrura de tinta de Los desastres de la guerra y de las pinturas negras, donde está la crónica macabra de la España de Fernando VII. En esos años finales y prodigiosos de su vida de pintor Goya era un anciano aislado del mundo por la sordera y por el peligro de la persecución política. Dibujó y pintó casi siempre en secreto lo que veía, y también las deformaciones monstruosas que el fanatismo, el miedo y la ignorancia suscitaban en los seres humanos. Había visto con sus propios ojos el heroísmo popular y la barbaridad universal de la guerra. Porque había compartido los sueños razonables de la Ilustración lo espantó más todavía la escala de los crímenes que en nombre de ella cometían en España los ejércitos napoleónicos. Y quizás antes de que los franceses fueran derrotados y expulsados intuyó tristemente que la victoria española traería consigo el regreso siniestro del absolutismo.

Cuando empezó a escribir la segunda serie de los Episodios -el primero de ellos está fechado entre junio y julio de 1875- Galdós era un novelista joven dedicado a la tarea de imaginar apasionadamente un tiempo muy anterior a su propia vida. Lo que para Goya había sido experiencia inmediata, para Galdós exigía un esfuerzo no solo de documentación, sino de una empatía que saltara por encima de las fronteras del tiempo. No quería reconstruir un pasado lejano a la manera de la novela histórica, en la tradición todavía cercana de Walter Scott o de Victor Hugo. El pasado que le importaba era aquel que se extendía hasta los orígenes inmediatos del presente: el que aún estaba dentro de los límites de la memoria viva, aunque ya en el filo de su disolución. Y le importaba por razones muy prácticas, de una extrema urgencia vital y política. Quería comprender su tiempo. Quería intervenir en él como ciudadano. Quería indagar el modo en que las circunstancias históricas se entrecruzan con los destinos personales, cómo son los hilos entre lo privado y lo público: comprender no solo las cosas que sucedieron, sino las que estuvieron a punto de suceder; resistirse al fatalismo de lo inevitable. En el espejo de la ficción la historia se volvía presente, igual que en los cuadros y en los grabados de Goya los horrores de 1808 no son la crónica de hechos lejanos sino el drama de seres que están muriendo o matando delante entre nosotros: ahora mismo, como en los tiempos de la juventud de Galdós, una descarga cerrada está a punto de abatir a los patriotas de Los fusilamientos, a la luz cruel de unos fanales encendidos, sobre la tierra ya cubierta de cadáveres. El gran Stephen Gillman lo resumió mejor que nadie en su libro sobre Galdós y la novela europea: "Se necesitaba tan solo la magia de la novela para convertir lo conocido en una experiencia formativa".

En 1875, la guerra de la Independencia y el reinado despótico de Fernando VII estaban más cerca de lo que está para nosotros la Guerra Civil. Galdós había entrado en la primera juventud al mismo tiempo que estallaba la revolución jubilosa de 1868, La Gloriosa, que había traído la primera esperanza sólida de libertad y progreso a España. El pasado formaba parte del presente porque la reina expulsada, Isabel II, era la hija de quien en 1814 había abolido la Constitución de 1812 y restaurado con crueldad inaudita el absolutismo, convirtiendo al país en una especie de lóbrega Corea del Norte vigilada por la Santa Inquisición. En Galdós el fervor político y vital de los veintitantos años se confunde con el aprendizaje del oficio de escritor. Su curiosidad por los hechos presentes y sus intuiciones entre ilusionadas y angustiadas sobre el incierto porvenir lo llevaban instintivamente a buscar en el pasado claves o lecciones para entender el curso caótico de la vida pública española, la dificultad cada vez mayor de ponerse de acuerdo en un sistema viable de convivencia política. Cuando escribió la primera serie de los Episodios aún tenía esperanzas. La segunda serie la empezó cuando ya era inevitable el regreso de los Borbones, después del asesinato de Prim, de la abdicación de Amadeo I, del desastre de la I República, del renacer sangriento de la guerra carlista. Para nosotros las guerras carlistas suenan casi tan lejanas como las guerras púnicas, pero Galdós escribía bajo el impacto de su crueldad sanguinaria agravada por el fanatismo religioso y político. En ese tiempo, y en sus novelas, el término guerra civil designa a las guerras carlistas, y Galdós busca el origen de esa interminable barbarie en la que se da cuenta de que fue la primera de todas las guerras civiles españolas, la que estuvo enmascarada bajo la guerra de la Independencia, la guerra sin cuartel entre liberales y absolutistas, entre patriotas y serviles.

En la segunda serie de los Episodios, como en Los desastres de Goya, hay muchas víctimas y muchos bárbaros, pero muy pocos héroes. Los valerosos guerrilleros de la leyenda patriótica pueden ser también bandidos sin compasión y ejecutores a sangre fría del enemigo vencido. Quienes se sublevan contra el invasor no lo hacen en nombre de la libertad sino de la tiranía y el oscurantismo religioso, y a quien más odian no es a los franceses, sino a los españoles que han colaborado con ellos o que simplemente tienen ideas liberales. Y el pueblo noble y abstracto de las proclamas políticas y de los cuadros oficiales de historia puede ser una chusma zafia y beata que arranca las placas de las calles dedicadas a la Constitución y jalea a los esbirros de la policía secreta cuando van a detener a un liberal fugitivo. La disidencia política es inapelablemente calificada de herejía: "Hereje, francés, judío, liberal", grita una madre al repudiar a su hijo. "La templanza es un crimen", dice otro personaje.

Con su memoria de novelista, transgresora del tiempo, Galdós se acuerda de 1814 pero está escribiendo en 1875. Yo leí por primera vez los Episodios a mitad de los años ochenta, y cuando vuelvo a ellos ahora los leo sin remedio a la luz del presente. Uno abre de nuevo los libros que le importaron mucho con miedo a que ahora lo defrauden. Pero Galdós siempre sorprende porque es mejor todavía de lo que uno recordaba. Y quizás ahora estoy más en condiciones de comprender su pesadumbre por la áspera intransigencia española, por la terrible facilidad para eliminar los matices entre el blanco y el negro, para dividirlo todo entre ortodoxia y herejía y llamar traición a la templanza.

10 diciembre 2015

Indolencia andaluza

Por JOSÉ ANTONIO CARRIZOSA

HACE unos días un ex ministro de paso por Sevilla se extrañaba de la escasa repercusión social y política que la crisis de Abengoa tiene en Andalucía. Argumentaba que si en Galicia estuviera en peligro un astillero privado importante para el empleo y la actividad económica de la región o en Asturias se pensara dar cerrojazo a una mina en dificultades, las calles se habrían llenado de manifestaciones exigiendo la viabilidad de las empresas y esas marchas habrían estado encabezadas por las autoridades autonómicas y locales. No le faltaba razón. La posibilidad de que la región pierda la que ha sido su principal empresa, y una enseña de España en el mundo, está pasando como un asunto interno entre sus gestores y los bancos a los que debe dinero. El tema no está en la agenda política; de hecho, en la campaña electoral las alusiones están siendo mínimas como si a los candidatos ni les importase demasiado ni supieran qué decir. Tampoco está en el debate social más allá de la atención que se le está prestando desde los medios de comunicación. Todo ello refleja la indolencia con la que muchas veces nos enfrentamos a los asuntos más trascedentes. Quizás convencidos de que poco podemos influir en su resolución. 

Es cierto que desde el Gobierno andaluz se están haciendo algunas gestiones discretas para ayudar a desbloquear la situación a la que ha llegado la empresa. Gestiones que, como es lógico, no pueden ir mucho más allá de poner de relieve lo que se juega Andalucía en este tema. Pero una administración regional en un problema de esta envergadura tiene una capacidad de presión muy relativa y tendría que ser el Gobierno se la nación el que se moviera para sacar las cosas adelante, lo que parece, por lo visto hasta ahora, muy poco probable. 

Pero conviene insistir en que la actitud de indiferencia que se está viendo en el caso de Abengoa es casi una constante en el comportamiento de la sociedad andaluza en las últimas décadas y explica por qué nos ha ido como nos ha ido. Ese dar la espalda a los problemas y esperar que otros o el tiempo los resuelvan nos ha hecho perder demasiadas oportunidades. Tenemos una inercia que nos lleva a pensar que hay una especie de determinismo histórico que nos condena a vivir alejados de los niveles de riqueza y bienestar habituales en la Europa desarrollada a la que teóricamente pertenecemos. Si finalmente Abengoa no logra superar su actual crisis será sobre todo por sus errores, pero también habrá ayudado la falta de reflejos de una sociedad que se recrea en su adormecimiento.
Diario de Sevilla, jueves 10 de diciembre de 2015

09 diciembre 2015

La despedida


Carlos Martín Gaebler

El joven guardia civil llevaba ya preso semanas en la cárcel del pueblo de un pueblo asturiano, hasta que un día aciago su celda quedó vacía. “Aquí ya no está,” fue todo lo que le dijeron a su mujer cuando vino a traerle la ración diaria de comida. Al reo lo habían trasladado a un lugar secreto en el corazón del bosque asturiano.

Era un hombre de bien que, al estallar la sublevación militar, se había pasado al bando rebelde. Hasta tres veces le ofrecieron sus superiores mantenerse leal al Estado al que servía. Y tres veces se negó a claudicar de sus ideas. Aceptó sacrificarse antes de ignorar la voz de su conciencia. Debió de ser la decisión más trágica en la corta vida del joven sargento, pues su sacrificio provocaría la desolación eterna de su familia. La sinrazón se extendía por la piel de toro cual mancha de aceite imparable.

Una noche, a finales de agosto de 1936, los milicianos vinieron a recoger a su esposa y a dos de sus hijos, un niño y una niña de corta edad, para conducirlos a despedirse de él en la casa de labor donde lo tenían recluido. Al reencontrarse con sus seres queridos, el hombre abrazó con fuerza a sus hijos y a su esposa, los tres a su alrededor. “Pero, Manuel, ¿qué te han hecho?”, atisbó a exclamar su mujer al verle el rostro desfigurado, mientras le acariciaba las mejillas inflamadas. “¿Y para qué te pones la camisa así?” El preso no paraba de tirarse de los puños de la camisa para esconder las señales de unas muñecas en carne viva torturadas por las sogas que esa noche le habían retirado para el último abrazo. “Pero, mi Manuel, ¿por qué te han hecho esto?,” volvía a clamar su esposa, aterrorizada por el dolor de lo que intuía era una despedida. A su lado, los dos pequeños asistían sobrecogidos a este momento, aunque en su inocencia no podían comprender en toda su magnitud la trascendencia de esos minutos. Hubo caricias mutuas, desgarradas, lágrimas infinitas… Al poco, los milicianos se llevaron al preso adentro y condujeron a la familia al carromato que los había trasladado desde el pueblo. El rostro compadecido de uno de ellos parecía querer decirles no volverán a verlo.

A la mañana siguiente, el prisionero fue fusilado. Un crimen sobre otro crimen. La barbarie española. El único alivio que sintieron los suyos fue saber que había sido ejecutado junto a dos sacerdotes de su mismo credo, otro mártir inútil. Todos siguen aún desaparecidos, enterrados como perros en alguna cuneta, en algún descampado, como otros cien mil españoles que aguardan un entierro digno. Una vergüenza nacional.

Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?

Nota del autor: La niña se llamaba Isabelita, era mi tía, y fue quien me relató la escena 75 años después; el niño, Manolo, era mi padre que, traumatizado de por vida, nunca me contó este episodio estremecedor de nuestra memoria histórica, las horas previas al asesinato de su padre, mi abuelo, Manuel Martín Rubio. Publico este microrrelato en un esfuerzo por recuperar la memoria familiar de ese particular holocausto español, sin partidismo ni maniqueismo, sino con el ánimo de saber lo que pasó y para que este conocimiento contribuya a reparar el horror de la guerra y a garantizar la convivencia y reconciliación de sus descendientes. cmg2012
 


23 noviembre 2015

Los idealistas de izquierdas yerran al culpar a Occidente del yihadismo

Por JOHN CARLIN

En la película Mars Attacks!, una hilarante comedia negra estrenada en 1996, los invasores extraterrestres ya han liquidado a medio mundo cuando su líder y un par de diminutos guardaespaldas se encuentran cara a cara con el presidente de Estados Unidos, interpretado por Jack Nicholson. El presidente, solo en su despacho, apela a la bondad de los enemigos de la humanidad. "¿Por qué no crear en vez de destruir?", les ruega. "¿Por qué no podemos llevarnos todos bien?".

Acto seguido, el jefe de los marcianos lo mata, se acerca al cadáver y le ofrece un burlón saludo militar.

No es del todo absurdo suponer que el idealista de izquierdas que preside el partido laborista británico, Jeremy Corbyn, intentaría responder de manera similar al ficticio presidente en caso de verse arrinconado por un terrorista del Estado Islámico (ISIS). Sería un gesto consecuente con la visión del mundo que comparte con sus correligionarios en Europa, EE UU y América Latina. Siendo inglés, Corbyn quizá les invitaría primero a tomar una taza de té.

Corbyn y Bernie Sanders, el estadounidense que aspira a la candidatura presidencial del Partido Demócrata, y los muchos que comparten su pavloviano antiimperialismo en todo el mundo insisten, con irreductible vigor tras los atentados de París, en que las intervenciones militares de Occidente en Oriente Próximo crearon el fenómeno yihadista. Lo dijo Sanders en un debate con Hillary Clinton la semana pasada: "La desastrosa invasión de Irak condujo al ascenso del Estado Islámico".

Algo de razón tiene. El psicópata exvicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney y sus perritos falderos -en orden de tamaño, George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar- rompieron el tiránico equilibrio en la región con su alocada invasión de Irak. No se puede saber qué estaría pasando hoy si Sadam Hussein siguiese en el poder, quizá la situación sería incluso más anárquica de lo que es, pero no se puede descartar la hipótesis de que hubiera frenado la yihad en seco combatiendo el terror, como era su costumbre, con más terror.

Por otro lado, se podría argumentar también que si Barack Obama no hubiera retirado las tropas estadounidenses de Irak, el ISIS no hubiera podido imponer su "califato" en Siria e Irak. Y, ya que estamos, ¿por qué no vamos más lejos? Si la actitud de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y demás aliados hubiera sido menos vengativa después de la Primera Guerra Mundial, si el Tratado de Versalles hubiera sido más generoso con los alemanes, es probable que Hitler no hubiese llegado al poder y el mundo se hubiera ahorrado el horror de la Segunda Guerra Mundial y el exterminio de seis millones de judíos.

El problema de ir por el camino de que la culpa la tienen los Gobiernos de Occidente es que propone como eje original del mal a aquellos que en el fondo defienden lo que Estado Islámico desprecia y los nazis despreciaban: la libre expresión, la soberanía de la ley y los demás elementos básicos de la democracia que permiten que los Corbyn, Sanders, Podemos, Syriza, incluso el Frente Nacional francés y otros que se oponen al statu quo puedan competir en el terreno político sin temor a caer presos o ser asesinados. Al atribuir la responsabilidad por las masacres de París a Gobiernos electos de Europa y EE UU, se plantea una grotesca equivalencia moral con los tontos inútiles, en varios casos exyonquis o delincuentes de poca monta, que han encontrado la redención personal en una ideología que rinde culto a la muerte, que cree contar con apoyo divino cuando decapita a infieles, lanza a homosexuales desde altos edificios, apedrea a mujeres supuestamente adúlteras y viola, esclaviza o prostituye a niñas de 13 años. Es verdad que los bombardeos de la aviación de EE UU y sus aliados han causado las muertes de civiles. De muchos. Demasiados. Pero hay una diferencia. Cuando mueren inocentes, Obama lo lamenta. El ISIS lo celebra.

El hecho es que, como dijo la semana pasada el jefe del servicio interno de inteligencia de Alemania, nos enfrentamos a "una guerra terrorista mundial". Hay que tomar partido. No es hora de seguir bañándose en las aguas tibias del buenismo. Uno se puede sentir muy satisfecho consigo mismo oponiéndose a la guerra, al "imperialismo neoliberal", a la vigilancia policial y tal, pero los tiempos exigen debates constructivos y respuestas concretas, sin cerrar los ojos a la dura realidad de que en el mundo político real no hay más remedio a veces que ensuciarse las manos, sacrificar la pureza moral y elegir entre lo malo y lo peor. No es suficiente en la emergencia actual declarar que la paz es un principio innegociable -la paz no es un principio, es una circunstancia- o que debemos luchar más contra el enemigo dentro que el enemigo fuera.

El argumento irrefutable contra la tesis que predica una simple conexión causa y efecto entre la política exterior de los países ricos de Occidente y el ascenso del Estado Islámico es que la enorme mayoría de sus víctimas no son europeos o estadounidenses sino habitantes de Siria o Irak, principalmente musulmanes. A los que les incomoda la idea de tomar partido junto a Obama, Cameron, Hollande y compañía, que salvaguarden sus conciencias convenciéndose de que lo hacen a favor de aquellos miserables de la tierra que están en el punto de mira del ISIS todos los días del año. Es hora de que los tontos útiles dejen de serlo y se definan, empezando por identificar sin ambigüedades quién hoy es el principal enemigo de la humanidad. Porque cuando aparezca el yihadista con un Kaláshnikov en un bar o un teatro o un supermercado y empiece a liquidar a gente uno por uno, no preguntará si su siguiente víctima es de izquierdas o de derechas, progresista o neoliberal, imperialista o antiimperialista. Matará, como una peste, sin prejuicio y sin piedad.
El País, 23 de noviembre de 2015.

19 noviembre 2015

ISIS, You Can't Win!

Michel Hazanavicius, the helmer of Oscar-winning “The Artist,” “OSS 117” and “The Search,” is a leading figure of the French film industry, as well as an outspoken advocate for social/political issues and civic liberties. Hazanavicius, who has a taste for burlesque comedy and provocative satire,  penned the following razor-sharp open letter to ISIS explaining it can’t defeat France’s epicurean lifestyle and values. Here is the English translation:

Daechois, Daechoises (Daech is a word for ISIS):

So that’s it, it’s official, you are at war against us. What’s frustrating is that you wear no uniform or distinctive sign so we don’t know how to identify you, and we therefore have no one to fight against. Frustration which I hope won’t lead to wrong accusations.

Even if every death represents for you a victory, you must know that you will not win any time soon. In reality, it’s even impossible. Because no matter what you do, you will not win. Here in France, what we love is Life. And all the pleasures that go with it.

For us, between being born and dying the oldest as possible, the idea is mainly to have sex, laugh, eat, play, have sex, drink, nap, have sex, discuss, eat, argue, paint, have sex, walk, garden, read, have sex, offer, argue, sleep, watch movies, scratch our balls, fart to make friends laugh, but more than anything have sex. We are the country of pleasure more than morale.

We like doing what we want. We try not to disturb others, that’s the idea, but we don’t like it very much when we’re told too loud what we must or must not do. That’s called freedom. Remember this word because deep inside that’s what you don’t like about us. It’s not about being French, caricaturists, Jewish, clients of cafes or fans of rock and soccer, it’s the freedom.

The second thing is that by killing that way, blindly, you run into the risk of killing French folks who are increasingly more representative of France. At least by killing only Jews or cartoonists, the non-Jews who didn’t how to draw could always find you excuses or feel like strangers in this war, but now it’s going to be more and more difficult. Because by hurting a sample which is so representative of France, you’re going to hit the core of who we really are. So who are we, really? Well, that’s the beauty of it. We are many things. Of course there are some French French French. But there are also French Italians, French Spanish, French Arabs, French Polish, French Chinese, French Rwandais, French Senegalese, French Algerians, French Berbers, French Ukrainians … French Catholics, French Jews, French Muslims, French Taoists; French buddhists, French atheists … left-wing French, right-wing French, Far-Right-wing French, there might even be French jihadists or even future French terrorists who you might killed.

The list could go on and on indefinitely. There are even people who are not French because since France is so beautiful, there are always and constantly a portion of our population that’s made up of tourists. That without counting the clandestines, who may not be officially French but who live here so technically you could kill them too. That’s what’s called equality.

When it comes to death, you can target whatever you want, you will hurt all of us. And we understand what you’re attacking. Our values. Simple. The ones that make life here the way it is. Imperfect, granted, with its injustices, that’s true, but there are the values that allow us to live here in the most dignified way as possible.

It’s the country that our fathers, the fathers of our fathers, and the fathers before them chose to live in and for which many before them fought for. And what’s going to happen, at one point or another, is that we’re going to act in solidarity, thanks to you. We’re going to understand that these values are in danger. And we’re going to cherish them even more. Together. That’s called fraternity.

That’s why you can’t win. You will cause deaths, yes. But in the eye of history, you will be nothing but the abject symptoms of a sick ideology. Of course we won’t win either. People will die, for no reason. Others will vote for Le Pen (s), Assad (s) or Putin (s) to get rid of you, and we might lose twice. But you will not win. And the ones who will remain alive will continue to have sex, drink, have dinner together, remember those who die, and have sex again.

06 noviembre 2015

The Daily Tar Heel Revisited


Where’s the fence?
    Senator Jesse Helms once said that the only solution for Chapel Hill was to put a chain link fence around it. He was referring, of course, to the fact that UNC had more commies, gays, civil-rights activists and other subversive elements than the rest of North Carolina combined.
   Well, Jesse need fear no more. A recent poll indicates that UNC freshmen are continuing the steady trend toward the right of the past decade. Just under a fifth felt they were "liberals," compared to 35 percent a decade ago, while one fourth labeled themselves as "conservative".
   The survey also marked the certain demise of college students past preoccupation with sex, drugs and rock 'n' roll. Although no specific reference was made to musical tastes, the disco-beach bop emanating from the likes of Jaspers is a far cry from the decadent beat of the 1960s. Meanwhile, only 38 percent of the sampled freshmen approved of pre-marital sex, a number well below the national average.
    How is one to interpret this conservative shift? Could it be a passion fad, a youthful naivete soon to be discarded in a campus filled with hard-core partiers and English majors? Perhaps not. The survey also indicated the existence of a well-established conservative philosophy: two-thirds of UNC freshmen feel criminals have too many rights while almost half would prohibit homosexual relations. Maybe when they graduate these same people can help Jesse lock us all up for good.
   It is difficult to speculate on the future of Chapel Hill's traditional radicalism or the new conservative swing. Whether this year's freshmen will hold fast to their values or succumb to subversive influences such as the DTH is anyone's bet.
The Daily Tar Heel's editorial on March 26th, 1981.

02 noviembre 2015

Rugby vs fútbol


Por JOHN CARLIN

Uno es aficionado de fútbol por circunstancias de la vida similares a las que conducen a una persona a apasionarse por la política o la religión, principalmente el lugar y los tiempos en los que uno nace y la influencia de la familia o los amigos. La diferencia, como todos sabemos, es que hay más posibilidad de que uno cambie de ideología o de creencia religiosa de que pierda su fe futbolera.
Pero el Mundial de rugby que acaba de ganar en Londres la admirable selección de Nueva Zelanda ha puesto mi antigua fe en duda. La arrastro, inevitablemente, desde que me crie en Buenos Aires junto a un padre fanático del Celtic de Glasgow. Pero después de haberme visto atrapado por la calidad del espectáculo en los campos de rugby de Inglaterra y Gales durante los últimos 40 días, me pregunto, ¿qué pasaría si se borrara el disco duro de mi memoria y empezara a ver el rugby y el fútbol de cero? ¿Por cuál de los dos me inclinaría?
El rugby no es un deporte para tontos. Ni para cobardes, ni para gente que carezca de la más extraordinaria condición física. El desgaste a lo largo de los 80 minutos que dura un partido, especialmente para los delanteros, los gigantes que se baten en los scrums, o las melés, aproxima el límite de las posibilidades humanas. Pero, si aspiran a competir al más alto nivel, tanto los delanteros como los más ligeros y veloces tres cuartos deben poseer también una exquisita habilidad técnica en el manejo de la pelota. Y una panorámica visión de lo que está ocurriendo en el campo incluso en lo que muchas veces parecen ser jugadas en la que reina el más feroz de los caos.La diferencia reside en la intensidad. En el fútbol uno puede especular más, por ejemplo pasándose la pelota en su propio campo de acá para allá con poco riesgo. En el rugby hay más pausas, es cierto, pero cuando la pelota está en juego cada segundo vale. El más mínimo lapso de concentración por parte de cualquiera de los 15 jugadores en el campo puede generar una oportunidad para que el equipo rival puntúe. Los jugadores tendrán pinta de trogloditas, varios de ellos, pero deben estar permanentemente haciendo cálculos que requieren un alto grado de rapidez mental.
Otra cosa que ha demostrado este Mundial es que, pese a lo que siempre había creído, el rugby puede generar grandes sorpresas. Como por ejemplo la victoria de Japón contra Sudáfrica, un resultado equivalente a la victoria de Corea del Norte contra Italia en el mundial de fútbol de 1966. También me ha asombrado la apariencia en el rugby del entretenido debate, eterno en el fútbol, que genera la polémica arbitral: fue gracias a una controvertida decisión del árbitro sudafricano en el último minuto del partido en el que Australia logró la victoria por 35 puntos a 34 contra Escocia en cuartos de final.
Y, en cuanto al viejo tópico de que el rugby es un deporte de hooligans jugado por caballeros y viceversa con el fútbol, aburren un poco los mojigatos que insisten en ello pero hay que reconocer que algo de verdad tienen. Los jugadores de rugby sangran, no fingen, y el respeto que demuestran a los árbitros y a los rivales contrasta gratamente con la cultura quejica en los campos de fútbol. En cuanto a los aficionados de rugby, son el espejo de los jugadores: menos histéricos que los hinchas de fútbol, más generosos a la hora de reconocer los méritos de los equipos rivales. Llamó la atención el apoyo caluroso de la afición inglesa a los Pumas de Argentina en el estadio londinense de Twickenham —¿Falklands? ¿Qué Falklands?— durante la semifinal contra Australia.
Lo razonable, en resumen, sería decantarse por el rugby, aunque para mí sea demasiado tarde. El fútbol seguirá siendo mi deporte número uno. Objetivamente, además, tiene sus ventajas sobre el rugby. Por nombrar solo un par de ellas, es más democrático: los bajitos y los delgados tienen iguales o mayores posibilidades de triunfar que los grandotes; y el arte de Leo Messi no lo supera la gran estrella del rugby neozelandés, el medio apertura Dan Carter, ni de cerca. Sin embargo, este Mundial de rugby recién concluido me ha impactado más de lo esperado. Lamento reconocer que de ahora en adelante no dejaré de vez en cuando de preguntarme si es una pena que no me criara en Nueva Zelanda con un padre que no hubiera sido un loco del Celtic de Glasgow.
El País, 2 de noviembre de 2015

18 octubre 2015

La tiranía de la imagen

Por JAVIER SAMPEDRO
La semana pasada subí al Teide por primera vez y tuve la suerte del novato. Lo que había dejado allí abajo como un cielo nublado era desde aquí un borbotón de nubes con todos los matices de la luz, una marea como un catálogo de formas compilado por la bruja artista, y entre las estribaciones de aquella cordillera blanca pude ver las otras tres islas occidentales, sacando la cabeza para respirar un aire anóxico más cercano a la Luna que a la vida diaria. Mi primera reacción, como parece natural, fue echarme la mano a la cartuchera y sacar el móvil para fotografiar aquel espectáculo majestuoso. De pronto, sin embargo, algo detuvo mi mano.
¿Se han fijado en la publicidad del iPhone6? No vende megas ni decibelios: vende píxeles, como si el aparato no fuera un teléfono que hace fotos, sino una cámara que hace llamadas. El publicista hizo bien. Toda persona es un fotógrafo en nuestros días. Desde la invención de la fotografía siempre ha habido unos cuantos fotógrafos muy buenos, pero es sabido que no hay venenos sino dosis. La facilidad con que la tecnología actual nos permite disparar ha generado una pesadilla irritante de imágenes anodinas y sopor que casi nos hace añorar a los cuñados y sus sesiones de diapositivas al volver de la playa. Una sobredosis que aburre y no dice nada, que nos reduce a todos al grado cero de las artes plásticas.
Los cuñados, loado sea Dios, están de capa caída: la mayoría de la gente (55%) prefiere ya compartir fotos en formato digital en vez de ponérselas en diapositiva a los invitados de la fiesta; más allá de Facebook hay redes dedicadas exclusivamente a enseñar fotografías, como Flickr y la rabiosamente moderna Instagram; el 35% de los usuarios de smartphones hace una foto de los artículos que va a comprar y se la manda a los amigos para pedir consejo antes de comprarlos; el 63% utiliza solo el formato digital para las fotos.
Ni siquiera hay ya que preocuparse de disparar en el mejor momento: la nueva minicámara Narrative Clip lo hace por ti tomando una foto cada medio minuto. Según los datos de Digital Marketing Stats, la web para guardar y compartir fotos Instagram tiene 400 millones de usuarios activos al mes, incluyendo al 28% de la población estadounidense: está barriendo, sobre todo entre los menores de 35, y es solo el último grito de este tipo de webs fotográficas, después de Flickr, PhotoBucket y Picasa.
“El mayor número de selfies tomados en una hora es de 1.449 y fue alcanzado por Patrick Peterson”, informaba hace poco una web asociada de algún modo a los récord Guinness. Hay también premios para imágenes tomadas con el móvil, y a algunos los saca la mujer del tiempo en el telediario. Los Homo sapiens hemos caído gradualmente en la fiebre de la instantánea, y solo nos queda preguntarnos: ¿cuándo empezó todo a ir mal?
Y ahora: ¿qué paró mi mano en el Teide? Bien, aquella puesta de sol asombrosa iba a durar solo 10 minutos, y créanme, pensé que sería mejor aprovecharlos mirándola que fotografiándola, grabándola en mi memoria y no en la de mi teléfono. En la semana y pico que ha pasado, no me he arrepentido de ello. La memoria es más traicionera que la fotografía, pero también más dinámica e interesante. Seguro que esto cambiará algún día, pero ese día no ha llegado.
La psicóloga Linda Henkel, de la Universidad de Fairfield en Connecticut, publicó el año pasado una investigación que resulta iluminadora. A los estudiantes que se presentaron voluntarios —basta ofrecerles unos créditos para que lo hagan por docenas— se les pidió que fotografiaran ciertos cuadros de un museo de artes plásticas, y que se limitaran a observar otros. El resultado se midió al día siguiente: los estudiantes recordaban menos objetos, y menos detalles de cada objeto, entre los que habían fotografiado que entre los que se habían limitado a observar. El mero hecho de tomar una foto de un cuadro parece, por tanto, una buena receta para olvidarse de él.
“Los resultados”, dice Henkel, “destacan que hay diferencias clave entre la memoria de la gente y la memoria de la cámara”. Curiosamente, este efecto negativo de la fotografía se revierte si, en vez del cuadro entero, lo que se pide fotografiar es algún detalle de él. Esto ya no puede resolverse con el piloto automático —requiere fijarse en la obra y tomar la decisión consciente de cuál de sus partes merece la pena— y el sujeto recuerda el objeto igual de bien que si solo lo hubiera observado. No hay, pues, ningún efecto maligno de la cámara sobre el cerebro de quien la usa: es sustituir el cerebro por la máquina, delegar en ella el registro de las experiencias, lo que estropea las cosas, como parece lógico, si se mira bien.
Estos fenómenos de interferencia con la memoria no son tan específicos de la fotografía como se podría suponer, ni en el fondo tan nuevos. Hace 30 años, cuando yo era un estudiante de doctorado, una parte regular del trabajo era ir a la biblioteca a buscar las últimas publicaciones científicas que tocaran tu tema. Pero la mayoría no íbamos allí a leer, sino a fotocopiar los artículos. De alguna manera, el mero hecho de tener una copia en tu mesa venía a eximirte de la penalidad de leerlo. Los científicos de hoy ya no tienen que ir a la biblioteca, porque los papers llegan directamente a su ordenador. Pero, dejando aparte el cambio de la fotocopia por la impresora, sospecho que siguen haciendo lo mismo.
Pero con la fotografía ocurre algo peculiar. Algo que no tienen las lecturas pendientes. La gente, sobre todo el público joven, la utiliza no ya como registro gráfico, o como sustituto de la memoria —que también— sino como un lenguaje de comunicación. La foto del Teide (esa que yo no hice) significa “estoy aquí”, con un “te fastidias” implícito, y el primer plano del chuletón es un “te fastidias” explícito, redondo, que no se lo salta un poeta. Y es verdad que hay cosas que se dicen más pronto con una imagen que con un mensaje, sobre todo si el corrector automático tiene uno de esos días didácticos.El experimento puede recordar, siquiera vagamente, a una realidad cotidiana; el aluvión de mensajes de correo y WhatsApp que nos sepultan un minuto tras otro bajo estratos de ingenio ajeno y actividad aparente, hasta casi no dejarnos hacer otra cosa en todo el día. De forma análoga a las fotos, tampoco es que estos mensajes sean un problema en sí mismos —al menos no necesariamente—, sino que nos impiden concentrarnos en una lectura sostenida, o sustituyen la reflexión profunda por un chisporroteo superficial de ocurrencias no solicitadas. La atención es una sustancia demasiado valiosa para desperdigarla de esa forma sin ganar nada a cambio.
Este es un cuento del que es difícil extraer una moraleja, pero intentemos cocinar una. ¿Hacemos demasiadas fotos? No: pensamos demasiado poco.👍
El País, domingo 18 de octubre de 2015

12 octubre 2015

El verbo corromper, por Max


Lo último del gran Forges


19 septiembre 2015

Yonquis del móvil


“Durante los próximos cuatro días solo estaremos nosotros y los árboles”. Este cartel, en medio de un bosque en Mendocino, California (EE UU), delimita la frontera de Camp Grounded, un campamento para adultos adictos a la tecnología. Nada más llegar los participantes depositan sus móviles, tabletas y ordenadores en una cabaña. Sólo se permiten cámaras analógicas o Polaroids. Para entretenerse practican yoga, tiro con arco, hacen pan o participan en un taller de escritura… con máquinas de escribir. Desde 2013 han celebrado 17 que atraen a unas 300 personas por edición. Su lema: “Desconectar para reconectar”.

Tras la aparición de los smart phones, en 2007, se acuñó el término phubbing (al juntar phone y snubbing), ignorar a alguien por mirar el móvil. Otra palabra de nuevo cuño es nomofobia, el miedo a estar sin el móvil. En promedio revisamos el smartphone unas 150 veces al día. El 87% de los españoles lo tiene al lado las 24 horas y un 80% confiesa que lo primero que hace al despertar es mirar el teléfono, según el informe de la Sociedad de la Información en España de Telefónica. “Los americanos ya han descrito un síndrome de abstinencia para el móvil”, explica Sergi Vilardell, director terapéutico de la Clínica Cita. “La reacción fisiológica del cuerpo de un adicto cuando no tiene el móvil es similar a la de quien necesita droga o ir al casino: Nervios, taquicardia, sudor”, añade Viladrell, quien considera que iniciativas como Camp Grounded “sirven para descansar un poco, pero no resuelve el problema de fondo”.

“Si tienes necesidad de subir una foto a Instagram, haz un dibujo. Si quieres tuitear, compártelo con quienes están a tu alrededor”, son algunos de los consejos que brinda Camp Grounded a los participantes que duermen en tiendas de campaña o en cabañas separados por sexos, como en un campamento infantil. El fundador de Camp Grounded, Levi Felix, era vicepresidente de una startup californiana hasta que terminó en el hospital por extenuación. Se tomó un sabático, sin portátiles ni móviles, para recorrer el mundo con su pareja. Durante dos años y medio visitaron 15 países y montaron casas de huéspedes en una isla de Camboya donde les quitaba el móvil a los visitantes. De vuelta a California, montaron Digital Detox. Actualmente asisten unas 300 que pagan entre 500 y 650 dólares.

España está a la cabeza de la Unión Europea en número de smartphones (23 millones). Solo el 24% de los españoles prefiere comunicarse en persona; el 35% opta por la mensajería instantánea; y el 33,5% llama por teléfono. A pesar de ello, el movimiento de desintoxicación digital ha encontrado poco eco. En Mallorca, Melissa del Cerro y Miguel Lluis Mestre pusieron en marcha desintoxicación-digital.com en 2014. “Hoy en día, cuando llega el fin de semana o las vacaciones, muchos de nosotros seguimos hiperconectados. La desintoxicación implica apagar unos días, recargar las pilas y hacer más productiva la vuelta al mundo digital”, explican.


Dos cadenas de hoteles españolas ofrecen packs de desintoxicación digital en los que se deja el teléfono móvil bajo llave en recepción. En el Barceló Santi Petri de Chiclana (Cádiz) proponen una estancia de 7 noches “El 90% culmina su estancia sin revisar el móvil, pero un 10% no aguanta y termina pidiendo la llave que resguarda sus gadgets”, explica María Casado, empleada del hotel. Mientras que la cadena Vincci, tiene dos opciones de desintoxicación digital en Marbella (tres noches, 359 euros) y Tenerife (120 euros por noche).
ANDRÉS AGUAYO, El País, 24 de junio de 2015

14 septiembre 2015

PAREN EL TORO DE LA VEGA


Las tradiciones forman parte del patrimonio, pero algunas resultan claramente incompatibles con los valores que deben presidir una sociedad civilizada. Afortunadamente ha aumentado la conciencia de que hay que respetar el entorno en el que viven los seres humanos, lo cual excluye la violencia contra los animales con el único propósito de divertir.

El maltrato a los animales estaba ampliamente aceptado hasta hace apenas unas décadas. Ahora resulta cada vez más insoportable y la sociedad ha ido estableciendo normas de protección. Al mismo tiempo, muchas tradiciones crueles han sido abolidas o abandonadas, como la costumbre de arrojar a una cabra desde un campanario para que los espectadores contemplaran cómo se estrellaba contra el suelo. Ahora hay que superar también comportamientos como el de acosar a un animal hasta matarlo a lanzadas, como se pretende con el Toro de la Vega, un acto de inhumanidad que coloca a esta fiesta fuera de los valores de una sociedad avanzada. Y por supuesto, eliminar cualquier ayuda pública a ese tipo de festejos.

Cada vez resulta más inaceptable no solo la inhibición de las autoridades, sino su apoyo para que se mantenga una tradición bárbara con el pretexto de la presión vecinal y alegando que no está prohibido, como hace el alcalde de Tordesillas, un socialista indiferente a la opinión del líder de su propio partido y que ignora las 120.000 firmas contrarias al acto aportadas por el Partido contra el Maltrato Animal (Pacma). Enrocado en esa posición, el Ayuntamiento de la ciudad castellana da curso, año tras año, a una exhibición de sadismo en la que se persigue y alancea a un toro hasta matarlo. No es el único lugar de España donde se maltrata por diversión. Ocurre también en los correbous de Tarragona —en los que no se persigue la muerte del animal pero este sufre igualmente— y otros festejos de ese porte.

Contra lo que sus defensores pretenden, el Toro de la Vega no es un asunto meramente local. Se ha convertido en el símbolo de una brutalidad repugnante y en el residuo de un pasado en trance de superación. Los organizadores del acto previsto para mañana en Tordesillas deberían suspenderlo, porque el maltrato por diversión de un animal hasta provocarle la muerte no es una tradición digna de mantenerse y ofrece una imagen deplorable de España.
El País, 14 de septiembre de 2015

03 septiembre 2015

La tradición

Por JULIO LLAMAZARES

Si en apenas dos meses, los que van del verano, que continúa, en España hubieran muerto 12 boxeadores, 12 ciclistas corriendo competiciones, 12 policías dirigiendo el tráfico o 12 bomberos apagando fuegos habría habido ya un gran debate nacional sobre la conveniencia o no de la práctica de tales deportes o sobre la seguridad de esas profesiones y el país entero estaría alarmado por la tragedia. Pero, como los 12 muertos (y los que aún pueden producirse: el verano continúa con sus fiestas) han tenido lugar en el cumplimiento de una tradición, la de los juegos de toros, se dan por bien empleados, puesto que la tradición, que es sagrada, está por encima de cualquier cosa y lo justifica todo.

En el nombre de la tradición, en este país se han hecho y siguen haciéndose barbaridades sin fin, la mayoría utilizando al toro para ellas, pero también a otros animales, aunque también las hay presuntamente más inocentes por la ausencia de sangre, que no de violencia y mal gusto: tirarse toneladas de tomates unos a otros hasta acabar irreconocibles y rodando por el suelo, llevar a hombros imágenes religiosas a pleno sol durante kilómetros después de un año de no entrar en la iglesia ni de visita, pegarse con los del pueblo vecino por un quítame allá esa Virgen, competir entre los del propio a ver quién come el mayor número de butifarras o huevos duros sin beber agua o demostrar la hombría explotando pólvora y la testosterona saltando o emborrachándose hasta caer al suelo. Si, como dice la antropología, la tradición es la cultura de un pueblo, a uno le da hasta miedo saberse parte de un pueblo capaz de hacer todas estas cosas y, además, enorgullecerse de ellas.

Se acerca el toro de Tordesillas, que llenará las páginas de los periódicos de comentarios un año más, pero ya que los animales no alcanzan a despertar la compasión de esos españoles aficionados a torturarlos y a asesinarlos por diversión ni consiguen que reaccionen unas autoridades que en numerosos casos tienen miedo a sus vecinos (los alcaldes de los pueblos) o a las consecuencias electorales de su decisión, por lo que no se atreven a coger el toro de la tradición por los cuernos, nunca mejor dicho, detengan por los menos esa sangría de vidas humanas que, como si se tratara de sacrificios a un dios impío, se producen cada año en un país en el que la tradición y la barbarie se confunden muchas veces, lo que muestra su retraso cultural evolutivo. Viendo y oyendo manifestarse a algunos participantes en esas fiestas, uno se afirma en su convicción de que no sólo el hombre desciende del mono sino que muchos no han descendido aún. (El País, 3 de septiembre de 2015)

17 julio 2015