Por JOHN
CARLIN
Uno es
aficionado de fútbol por circunstancias de la vida similares a las que conducen
a una persona a apasionarse por la política o la religión, principalmente el
lugar y los tiempos en los que uno nace y la influencia de la familia o los
amigos. La diferencia, como todos sabemos, es que hay más posibilidad de que
uno cambie de ideología o de creencia religiosa de que pierda su fe futbolera.
Pero el Mundial de rugby que
acaba de ganar en Londres la admirable
selección de Nueva Zelanda ha puesto mi antigua fe en duda. La
arrastro, inevitablemente, desde que me crie en Buenos Aires junto a un padre
fanático del Celtic de Glasgow. Pero después de haberme visto atrapado por la
calidad del espectáculo en los campos de rugby de Inglaterra y Gales durante
los últimos 40 días, me pregunto, ¿qué pasaría si se borrara el disco duro de
mi memoria y empezara a ver el rugby y el fútbol de cero? ¿Por cuál de los dos
me inclinaría?
El rugby
no es un deporte para tontos. Ni para cobardes, ni para gente que carezca de la
más extraordinaria condición física. El desgaste a lo largo de los 80 minutos
que dura un partido, especialmente para los delanteros, los gigantes que se
baten en los scrums, o las melés, aproxima el límite de las posibilidades humanas.
Pero, si aspiran a competir al más alto nivel, tanto los delanteros como los
más ligeros y veloces tres cuartos deben poseer también una exquisita habilidad
técnica en el manejo de la pelota. Y una panorámica visión de lo que está
ocurriendo en el campo incluso en lo que muchas veces parecen ser jugadas en la
que reina el más feroz de los caos.La diferencia reside en la intensidad. En el
fútbol uno puede especular más, por ejemplo pasándose la pelota en su propio
campo de acá para allá con poco riesgo. En el rugby hay más pausas, es cierto,
pero cuando la pelota está en juego cada segundo vale. El más mínimo lapso de
concentración por parte de cualquiera de los 15 jugadores en el campo puede
generar una oportunidad para que el equipo rival puntúe. Los jugadores tendrán
pinta de trogloditas, varios de ellos, pero deben estar permanentemente
haciendo cálculos que requieren un alto grado de rapidez mental.
Otra cosa
que ha demostrado este Mundial es que, pese a lo que siempre había creído, el
rugby puede generar grandes sorpresas. Como por ejemplo la victoria de Japón
contra Sudáfrica, un resultado equivalente a la victoria de Corea del Norte
contra Italia en el mundial de fútbol de 1966. También me ha asombrado la
apariencia en el rugby del entretenido debate, eterno en el fútbol, que genera
la polémica arbitral: fue gracias a una controvertida decisión del árbitro
sudafricano en el último minuto del partido en el que Australia logró la
victoria por 35 puntos a 34 contra Escocia en cuartos de final.
Y, en cuanto
al viejo tópico de que el rugby es un deporte de hooligans jugado
por caballeros y viceversa con el fútbol, aburren un poco los mojigatos que
insisten en ello pero hay que reconocer que algo de verdad tienen. Los
jugadores de rugby sangran, no fingen, y el respeto que demuestran a los
árbitros y a los rivales contrasta gratamente con la cultura quejica en los
campos de fútbol. En cuanto a los aficionados de rugby, son el espejo de los
jugadores: menos histéricos que los hinchas de fútbol, más generosos a la hora
de reconocer los méritos de los equipos rivales. Llamó la atención el apoyo
caluroso de la afición inglesa a los Pumas de Argentina en el estadio
londinense de Twickenham —¿Falklands? ¿Qué Falklands?— durante la semifinal
contra Australia.
Lo razonable,
en resumen, sería decantarse por el rugby, aunque para mí sea demasiado tarde.
El fútbol seguirá siendo mi deporte número uno. Objetivamente, además, tiene
sus ventajas sobre el rugby. Por nombrar solo un par de ellas, es más
democrático: los bajitos y los delgados tienen iguales o mayores posibilidades
de triunfar que los grandotes; y el arte de Leo Messi no lo supera la gran
estrella del rugby neozelandés, el medio apertura Dan Carter, ni de cerca. Sin
embargo, este Mundial de rugby recién concluido me ha impactado más de lo
esperado. Lamento reconocer que de ahora en adelante no dejaré de vez en cuando
de preguntarme si es una pena que no me criara en Nueva Zelanda con un padre
que no hubiera sido un loco del Celtic de Glasgow.
El País, 2 de noviembre de 2015
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