18 junio 2015

Las Musarañas_ficción

JUAN BONILLA

Sonó el teléfono a las tres de la madrugada. Una voz grave me preguntó si me despertaba. Quién es, le pregunté. Hace tres noches de esto y no he podido volver a dormir desde entonces. Estoy esperando que vuelva a sonar el teléfono de madrugada y sea aquel hombre. Llamaba porque no podía dormir, me dijo. Hacía seis meses que no podía dormir. Tampoco lo procuraba: dormir no es indispensable, pero sí lo es no aburrirse, y uno acaba aburriéndose por las noches sin hablar con nadie. Eso me dijo. Así que se le había ocurrido llamar a cualquiera, llevaba unas semanas haciéndolo, se pasaba las noches hablando con desconocidos, despertándolos. Muchos reaccionaban mal, le colgaban después de insultarle. Otros le atendían generosamente como si fueran presentadores de un programa nocturno de radio. Para elegir a quién llamaba abría la guía por una página y el número que señalaba su dedo, ése marcaba. Luego, cuando había hablado con el desconocido, lo tachaba si éste había sido amable para impedir que la suerte le obligase a volver a molestarlo. Había ido al médico al principio, para saber por qué no conseguía dormir, hasta que se dio cuenta de que el médico trataba de derivar el asunto y convertir la terapia en psicoanálisis. Lo dejó. Además, ya no se preocupaba. Disponía de mucho tiempo. Más del que podía ocupar. Leía, oía música, veía televisión, y aún le sobraban horas que necesitaba ocupar con llamadas nocturnas. Me hizo la cuenta de cuántas horas perdemos durmiendo en nuestra vida. Ocho cada día por trescientos sesenta y cinco días al año por unos cincuenta años de vida, por ejemplo. Supuse que ésa era su edad. También me refirió no sé qué idea de formar una banda de insomnes que se encargara de mantener despierta constantemente la ciudad con llamadas telefónicas. Dormir es reaccionario, me dijo. El mundo sigue girando y es de los que no duermen. Hay que combatirlos con sus mismas armas. El nombre de la banda sería Las Musarañas. Pregunté por qué, y me dijo que porque las musarañas son los únicos animales que no dormían nunca. Dormir no estaba  entre sus capacidades. Luego suplió la palabra capacidades por defectos. Además, la única manera de descansar que tenían los insomnes como él era precisamente la de mirar las musarañas: perderse, trasponerse en un punto indeterminado en que la percepción personal del tiempo queda anulada, en la que el tiempo muere, y sólo cobramos conciencia de que lo hemos matado cuando resucita, cuando volvemos a ser esclavos de su transcurrir. Se había aficionado tanto a hablar con desconocidos por teléfono, que quizá se atreviera a experimentar con los países en los que es de noche cuando aquí es de día, porque no sólo se trataba de hablar por teléfono: era el hecho de despertar a alguien lo que ansiaba, de librar de la cadena del sueño a un desconocido. Me dijo que una moto a escape libre que cruzara la ciudad sin detenerse despertaría a ciento cincuenta mil personas. Era otro de los proyectos para la banda de insomnes Las Musarañas. Le dije que me parecía una buena idea. No sé cuánto tiempo estuvimos hablando. Al final le pedí que no tachara mi nombre de la guía: concedámosle a la suerte la decisión de ser elegido de nuevo por su dedo, convine. Él aceptó con agradecimiento. Cuando colgó ya no pude dormirme. Cogí la guía, la abrí y señalé un número. Lo marqué y comunicaba. Pensé que tal vez era el del hombre que me había llamado. Luego repetí el ejercicio. Esta vez sí desperté a alguien: una mujer. No me atrevía a decirle nada y colgué cuando insistió preguntando quién era. No sé qué me pasa que no puedo dormir desde entonces. Tampoco me preocupo porque aún no acuso cansancio. Sólo se cierne sobre mí la sombra del aburrimiento. Leo, oigo música y veo televisión, pero aún restan varias horas hasta que el sol limpie de sombras por completo el cielo. Sé que en cualquier momento volverá a sonar el teléfono y será ese hombre al que yo le diré: sí, quiero formar parte de Las Musarañas, comenzaré a despertar a desconocidos para decirles: el mundo sigue girando, despiértate, no vuelvas a dormirte.

Del libro El que apaga la luz ©Editorial Pretextos 1994

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