28 diciembre 2015

¿Cómo afectan las nuevas tecnologías a nuestro cerebro?

Por FACUNDO MANES

Como una ráfaga, el mundo ha cambiado en las últimas décadas de manera impactante. Las nuevas tecnologías nos permiten la comunicación instantánea, un acceso inusitado a la información, la simplificación de muchas tareas que antes nos llevaban muchísimo esfuerzo, la posibilidad de vivir más y mejor. Sobre esta realidad y estos favores no existen reparos sino más bien elogios y aprovechamientos. Lo que debemos decir también es que esta posibilidad de vida nos puede generar, a su vez, cierto impacto disfuncional, impulsado por la exigencia a realizar diversas acciones al mismo tiempo. Es habitual, hoy, estar trabajando en la computadora mientras miramos televisión o escuchamos música, y estamos pendientes de las redes sociales, los mensajes de texto, correos electrónicos o alertas de noticia en el celular. ¿Hasta qué punto nuestro cerebro está capacitado para sostener las tareas múltiples que las nuevas tecnologías promueven?

El cerebro es, como cualquier sistema de procesamiento de información, un dispositivo con capacidades limitadas, sobre todo en la de procesar una cantidad de información por unidad de tiempo en el presente. Así, nuestro cerebro tiene dos cuellos de botella: uno es la atención (cuando tenemos dos fuentes de información suficientemente complejas, la eficiencia de una decae como consecuencia de la otra); y la otra, la llamada “memoria de trabajo” (el espacio mental en que retenemos la información hasta hacer algo con ella). Esta memoria tiene una capacidad finita en los seres humanos y es extremadamente susceptible a las interferencias. Cuando se intenta llevar a cabo dos tareas demandantes al mismo tiempo, la información se cruza y se producen muchos errores.

Muchas veces se plantea que la multitarea (multitasking) podría ser beneficiosa para entrenar nuestra capacidad para el paso rápido y eficiente entre actividades. Sin embargo, existe evidencia científica de que las personas que funcionan con esa modalidad se dispersan más cuando pasan de una a otra. Contrariamente a lo que uno podría imaginar, son más propensos a quedarse pegados a estímulos irrelevantes y, por lo tanto, a distraerse fácilmente. Por otra parte, suelen sobrevalorar su capacidad para hacer multitasking, lo que impacta en una menor concentración sobre cada elemento y en el pasaje. Participantes de una investigación que refirieron hacer muchas cosas a la vez fueron los que, paradójicamente, peor rindieron en pruebas de multitarea.

En un estudio realizado en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), se les mostraron a estudiantes unas tarjetas con símbolos y se les pidió que hicieran predicciones basándose en patrones que habían reconocido previamente. La mitad tenían que realizar esto en un ambiente de multitarea, mientras escuchaban altos y bajos tonos y tenían que contar las señales acústicas elevadas. Sorprendentemente, ambos grupos fueron igual de competentes. Pero cuando empezaron a hacer preguntas más abstractas sobre esos patrones, el costo cognitivo de las multitareas fue evidente. Cuando estamos en una reunión, en una conferencia o viendo una película en casa y, al mismo tiempo, mandamos emails y mensajes de texto desde nuestro teléfono, creemos que podemos seguir en profundidad lo que se dice y sucede en el entorno, pero esto, la mayoría de las veces, es solo una ilusión. Por el contrario, nos estamos perdiendo mucho. Desde el punto de vista del funcionamiento cerebral, estamos capacitados para realizar muchas tareas, por supuesto, pero debemos focalizarnos en hacer una de estas por vez. Tener muchas cosas para hacer y hacerlas una por vez (que es lo recomendable) no es lo mismo que intentar hacer varias cosas al mismo tiempo. La multitarea tiene un costo cognitivo.

La mala administración de la atención no solo genera improductividad, ansiedad y estrés, sino que puede traer también riesgos letales. En un estudio de la Universidad de Utah, los psicólogos David Strayer y Jason Watson señalaron que la posibilidad de un accidente automovilístico puede ser tan alto para aquellos que, mientras conducen, hablan por teléfono o mandan mensajes de texto como para conductores que habían tomado más alcohol del permitido por la ley.

Los conductores que usan celular tienen reacciones más lentas, respetan menos su carril, mantienen menor distancia entre los autos y pasan más semáforos en rojo. Estas personas, en comparación con los que no usan el teléfono cuando manejan, detectan menos de la mitad de los detalles y situaciones que se les presentan, lo que produce ceguera atencional. La distracción se da también cuando se habla con “manos libres” o en alta voz. En otros estudios en los que usaron un mecanismo para realizar el seguimiento ocular, revelaron la existencia de una ceguera parcial a estímulos importantes en los conductores que hablaban por teléfono: estos solo detectaban la mitad de los estímulos que estaban justo delante de ellos y tenían un tiempo de reacción más lento a las luces de freno del auto de adelante.
Chequear correos electrónicos o notificaciones de redes sociales puede provocar entusiasmo, pero también cierta dependencia. Existe un consenso entre especialistas en el que la eficacia del manejo del tiempo obedece a cierta organización y rutina. La clave está en poner un filtro entre tareas importantes y ociosas. Para descansar, es mejor salir a caminar, respirar profundo, cambiar de actividad o hacer una tarea menos demandante. Además de volvernos eficientes en lo inmediato, estas actividades alternativas pueden, al retomar la tarea inicial, traer ideas o aproximaciones novedosas que mejoren el largo plazo.

El estudio del impacto de las nuevas tecnologías especialmente en niños y adolescentes es un desafío que las neurociencias están abordando. Como sabemos, el cerebro sigue desarrollándose hasta la segunda década de vida. El lóbulo frontal, que contiene circuitos claves para habilidades cognitivas de alto orden como el juicio, el control ejecutivo y la regulación emocional, es de las últimas áreas en desarrollarse de forma completa. Durante este período, el cerebro es sumamente adaptativo e influenciable por el ambiente. Decimos entonces que la tecnología suele ser buena para los procesos cognitivos de los niños si se usa con buen juicio, pero que el problema es que el buen juicio y el autocontrol se encuentran entre las habilidades en desarrollo, por lo cual son los adultos quienes deben ejercerlo cuando estos usos se transforman en excesivos. Como padres, es necesario detenerse a pensar qué sucede con el estímulo de habilidades sociales como la empatía, la compasión y la inteligencia emocional en nuestros hijos (y en nosotros también) cuando la mayor parte de las interacciones se dan de manera virtual, en detrimento de la comunicación cara a cara.


A diferencia de otras revoluciones tecnológicas, la de la “tecnología social” implica nunca estar solos y nunca estar aburridos. La socióloga Sherry Turkle del MIT describe esto como “la intolerancia a la soledad”. Esto implica estar desatentos a las personas que tenemos alrededor para conectarnos con el mundo virtual. Turkle considera que esto quita la oportunidad de aprender a mantener conversaciones, a poder tener un momento de introspección sin un artefacto electrónico y sin que eso genere ansiedad. Según la socióloga, esta tecnología, que nos ofrece la posibilidad de no aburrirnos nunca, puede hacernos menos tolerantes a establecer relaciones duraderas.

Una última reflexión sobre todo esto, pero fundamentalmente sobre cierta valoración positiva de la tarea focalizada y la capacidad de introspección: son famosas las anécdotas de escritores como Franz Kafka que produjeron algunas de sus obras más célebres de corrido y en un puñado intenso de tiempo. De ese deseo de momentos imperturbables le hablaba en una de sus cartas a su amada Felice: “Escribir significa abrirse por completo… Por eso nunca puede uno estar lo suficientemente solo cuando escribe; por eso nunca puede uno estar rodeado del suficiente silencio cuando escribe, y hasta la noche resulta poco nocturna.” ¿A alguien se le ocurre mayor plenitud personal y favor a los demás que la sola tarea de estar escribiendo esas maravillas? El País, 28 de diciembre de 2015.


Facundo Manes es neurólogo y neurocientífico (PhD in Sciences, Cambridge University). Es presidente de la World Federation of Neurology Research Group on Aphasia, Dementia and Cognitive Disorders y Profesor de Neurología y Neurociencias Cognitivas en la Universidad Favaloro (Argentina), University of California, San Francisco, University of South Carolina (USA), Macquarie University (Australia).

18 diciembre 2015

El país de Galdós


Antonio Muñoz Molina
El País, 10 de septiembre de 2011

Sin darme mucha cuenta me he visto de nuevo sumergido en Galdós. Abrí la segunda serie de los Episodios llevado por el recuerdo de un tono moral, esa música que dejan los libros mucho tiempo después de haberlos leído, cuando uno ha olvidado la trama, que es lo primero en borrarse, y la mayor parte de los personajes. Me acordaba del nombre de un protagonista, Salvador Monsalud, y de ese tono no disipado por el tiempo, una pesadumbre moral y política que yo asociaba a las tenebrosidades de Goya, a la negrura de tinta de Los desastres de la guerra y de las pinturas negras, donde está la crónica macabra de la España de Fernando VII. En esos años finales y prodigiosos de su vida de pintor Goya era un anciano aislado del mundo por la sordera y por el peligro de la persecución política. Dibujó y pintó casi siempre en secreto lo que veía, y también las deformaciones monstruosas que el fanatismo, el miedo y la ignorancia suscitaban en los seres humanos. Había visto con sus propios ojos el heroísmo popular y la barbaridad universal de la guerra. Porque había compartido los sueños razonables de la Ilustración lo espantó más todavía la escala de los crímenes que en nombre de ella cometían en España los ejércitos napoleónicos. Y quizás antes de que los franceses fueran derrotados y expulsados intuyó tristemente que la victoria española traería consigo el regreso siniestro del absolutismo.

Cuando empezó a escribir la segunda serie de los Episodios -el primero de ellos está fechado entre junio y julio de 1875- Galdós era un novelista joven dedicado a la tarea de imaginar apasionadamente un tiempo muy anterior a su propia vida. Lo que para Goya había sido experiencia inmediata, para Galdós exigía un esfuerzo no solo de documentación, sino de una empatía que saltara por encima de las fronteras del tiempo. No quería reconstruir un pasado lejano a la manera de la novela histórica, en la tradición todavía cercana de Walter Scott o de Victor Hugo. El pasado que le importaba era aquel que se extendía hasta los orígenes inmediatos del presente: el que aún estaba dentro de los límites de la memoria viva, aunque ya en el filo de su disolución. Y le importaba por razones muy prácticas, de una extrema urgencia vital y política. Quería comprender su tiempo. Quería intervenir en él como ciudadano. Quería indagar el modo en que las circunstancias históricas se entrecruzan con los destinos personales, cómo son los hilos entre lo privado y lo público: comprender no solo las cosas que sucedieron, sino las que estuvieron a punto de suceder; resistirse al fatalismo de lo inevitable. En el espejo de la ficción la historia se volvía presente, igual que en los cuadros y en los grabados de Goya los horrores de 1808 no son la crónica de hechos lejanos sino el drama de seres que están muriendo o matando delante entre nosotros: ahora mismo, como en los tiempos de la juventud de Galdós, una descarga cerrada está a punto de abatir a los patriotas de Los fusilamientos, a la luz cruel de unos fanales encendidos, sobre la tierra ya cubierta de cadáveres. El gran Stephen Gillman lo resumió mejor que nadie en su libro sobre Galdós y la novela europea: "Se necesitaba tan solo la magia de la novela para convertir lo conocido en una experiencia formativa".

En 1875, la guerra de la Independencia y el reinado despótico de Fernando VII estaban más cerca de lo que está para nosotros la Guerra Civil. Galdós había entrado en la primera juventud al mismo tiempo que estallaba la revolución jubilosa de 1868, La Gloriosa, que había traído la primera esperanza sólida de libertad y progreso a España. El pasado formaba parte del presente porque la reina expulsada, Isabel II, era la hija de quien en 1814 había abolido la Constitución de 1812 y restaurado con crueldad inaudita el absolutismo, convirtiendo al país en una especie de lóbrega Corea del Norte vigilada por la Santa Inquisición. En Galdós el fervor político y vital de los veintitantos años se confunde con el aprendizaje del oficio de escritor. Su curiosidad por los hechos presentes y sus intuiciones entre ilusionadas y angustiadas sobre el incierto porvenir lo llevaban instintivamente a buscar en el pasado claves o lecciones para entender el curso caótico de la vida pública española, la dificultad cada vez mayor de ponerse de acuerdo en un sistema viable de convivencia política. Cuando escribió la primera serie de los Episodios aún tenía esperanzas. La segunda serie la empezó cuando ya era inevitable el regreso de los Borbones, después del asesinato de Prim, de la abdicación de Amadeo I, del desastre de la I República, del renacer sangriento de la guerra carlista. Para nosotros las guerras carlistas suenan casi tan lejanas como las guerras púnicas, pero Galdós escribía bajo el impacto de su crueldad sanguinaria agravada por el fanatismo religioso y político. En ese tiempo, y en sus novelas, el término guerra civil designa a las guerras carlistas, y Galdós busca el origen de esa interminable barbarie en la que se da cuenta de que fue la primera de todas las guerras civiles españolas, la que estuvo enmascarada bajo la guerra de la Independencia, la guerra sin cuartel entre liberales y absolutistas, entre patriotas y serviles.

En la segunda serie de los Episodios, como en Los desastres de Goya, hay muchas víctimas y muchos bárbaros, pero muy pocos héroes. Los valerosos guerrilleros de la leyenda patriótica pueden ser también bandidos sin compasión y ejecutores a sangre fría del enemigo vencido. Quienes se sublevan contra el invasor no lo hacen en nombre de la libertad sino de la tiranía y el oscurantismo religioso, y a quien más odian no es a los franceses, sino a los españoles que han colaborado con ellos o que simplemente tienen ideas liberales. Y el pueblo noble y abstracto de las proclamas políticas y de los cuadros oficiales de historia puede ser una chusma zafia y beata que arranca las placas de las calles dedicadas a la Constitución y jalea a los esbirros de la policía secreta cuando van a detener a un liberal fugitivo. La disidencia política es inapelablemente calificada de herejía: "Hereje, francés, judío, liberal", grita una madre al repudiar a su hijo. "La templanza es un crimen", dice otro personaje.

Con su memoria de novelista, transgresora del tiempo, Galdós se acuerda de 1814 pero está escribiendo en 1875. Yo leí por primera vez los Episodios a mitad de los años ochenta, y cuando vuelvo a ellos ahora los leo sin remedio a la luz del presente. Uno abre de nuevo los libros que le importaron mucho con miedo a que ahora lo defrauden. Pero Galdós siempre sorprende porque es mejor todavía de lo que uno recordaba. Y quizás ahora estoy más en condiciones de comprender su pesadumbre por la áspera intransigencia española, por la terrible facilidad para eliminar los matices entre el blanco y el negro, para dividirlo todo entre ortodoxia y herejía y llamar traición a la templanza.

10 diciembre 2015

Indolencia andaluza

Por JOSÉ ANTONIO CARRIZOSA

HACE unos días un ex ministro de paso por Sevilla se extrañaba de la escasa repercusión social y política que la crisis de Abengoa tiene en Andalucía. Argumentaba que si en Galicia estuviera en peligro un astillero privado importante para el empleo y la actividad económica de la región o en Asturias se pensara dar cerrojazo a una mina en dificultades, las calles se habrían llenado de manifestaciones exigiendo la viabilidad de las empresas y esas marchas habrían estado encabezadas por las autoridades autonómicas y locales. No le faltaba razón. La posibilidad de que la región pierda la que ha sido su principal empresa, y una enseña de España en el mundo, está pasando como un asunto interno entre sus gestores y los bancos a los que debe dinero. El tema no está en la agenda política; de hecho, en la campaña electoral las alusiones están siendo mínimas como si a los candidatos ni les importase demasiado ni supieran qué decir. Tampoco está en el debate social más allá de la atención que se le está prestando desde los medios de comunicación. Todo ello refleja la indolencia con la que muchas veces nos enfrentamos a los asuntos más trascedentes. Quizás convencidos de que poco podemos influir en su resolución. 

Es cierto que desde el Gobierno andaluz se están haciendo algunas gestiones discretas para ayudar a desbloquear la situación a la que ha llegado la empresa. Gestiones que, como es lógico, no pueden ir mucho más allá de poner de relieve lo que se juega Andalucía en este tema. Pero una administración regional en un problema de esta envergadura tiene una capacidad de presión muy relativa y tendría que ser el Gobierno se la nación el que se moviera para sacar las cosas adelante, lo que parece, por lo visto hasta ahora, muy poco probable. 

Pero conviene insistir en que la actitud de indiferencia que se está viendo en el caso de Abengoa es casi una constante en el comportamiento de la sociedad andaluza en las últimas décadas y explica por qué nos ha ido como nos ha ido. Ese dar la espalda a los problemas y esperar que otros o el tiempo los resuelvan nos ha hecho perder demasiadas oportunidades. Tenemos una inercia que nos lleva a pensar que hay una especie de determinismo histórico que nos condena a vivir alejados de los niveles de riqueza y bienestar habituales en la Europa desarrollada a la que teóricamente pertenecemos. Si finalmente Abengoa no logra superar su actual crisis será sobre todo por sus errores, pero también habrá ayudado la falta de reflejos de una sociedad que se recrea en su adormecimiento.
Diario de Sevilla, jueves 10 de diciembre de 2015

09 diciembre 2015

La despedida


Carlos Martín Gaebler

El joven guardia civil llevaba ya preso semanas en la cárcel del pueblo de un pueblo asturiano, hasta que un día aciago su celda quedó vacía. “Aquí ya no está,” fue todo lo que le dijeron a su mujer cuando vino a traerle la ración diaria de comida. Al reo lo habían trasladado a un lugar secreto en el corazón del bosque asturiano.

Era un hombre de bien que, al estallar la sublevación militar, se había pasado al bando rebelde. Hasta tres veces le ofrecieron sus superiores mantenerse leal al Estado al que servía. Y tres veces se negó a claudicar de sus ideas. Aceptó sacrificarse antes de ignorar la voz de su conciencia. Debió de ser la decisión más trágica en la corta vida del joven sargento, pues su sacrificio provocaría la desolación eterna de su familia. La sinrazón se extendía por la piel de toro cual mancha de aceite imparable.

Una noche, a finales de agosto de 1936, los milicianos vinieron a recoger a su esposa y a dos de sus hijos, un niño y una niña de corta edad, para conducirlos a despedirse de él en la casa de labor donde lo tenían recluido. Al reencontrarse con sus seres queridos, el hombre abrazó con fuerza a sus hijos y a su esposa, los tres a su alrededor. “Pero, Manuel, ¿qué te han hecho?”, atisbó a exclamar su mujer al verle el rostro desfigurado, mientras le acariciaba las mejillas inflamadas. “¿Y para qué te pones la camisa así?” El preso no paraba de tirarse de los puños de la camisa para esconder las señales de unas muñecas en carne viva torturadas por las sogas que esa noche le habían retirado para el último abrazo. “Pero, mi Manuel, ¿por qué te han hecho esto?,” volvía a clamar su esposa, aterrorizada por el dolor de lo que intuía era una despedida. A su lado, los dos pequeños asistían sobrecogidos a este momento, aunque en su inocencia no podían comprender en toda su magnitud la trascendencia de esos minutos. Hubo caricias mutuas, desgarradas, lágrimas infinitas… Al poco, los milicianos se llevaron al preso adentro y condujeron a la familia al carromato que los había trasladado desde el pueblo. El rostro compadecido de uno de ellos parecía querer decirles no volverán a verlo.

A la mañana siguiente, el prisionero fue fusilado. Un crimen sobre otro crimen. La barbarie española. El único alivio que sintieron los suyos fue saber que había sido ejecutado junto a dos sacerdotes de su mismo credo, otro mártir inútil. Todos siguen aún desaparecidos, enterrados como perros en alguna cuneta, en algún descampado, como otros cien mil españoles que aguardan un entierro digno. Una vergüenza nacional.

Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?

Nota del autor: La niña se llamaba Isabelita, era mi tía, y fue quien me relató la escena 75 años después; el niño, Manolo, era mi padre que, traumatizado de por vida, nunca me contó este episodio estremecedor de nuestra memoria histórica, las horas previas al asesinato de su padre, mi abuelo, Manuel Martín Rubio. Publico este microrrelato en un esfuerzo por recuperar la memoria familiar de ese particular holocausto español, sin partidismo ni maniqueismo, sino con el ánimo de saber lo que pasó y para que este conocimiento contribuya a reparar el horror de la guerra y a garantizar la convivencia y reconciliación de sus descendientes. cmg2012