28 marzo 2016

Una educación

Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Cuatro mutaciones de las que he sido testigo a lo largo de mi vida han determinado mi conciencia política. La primera, el cambio de una dictadura aislada internacionalmente a una democracia integrada en la Unión Europea; la segunda, el salto generacional de la clase trabajadora campesina a una clase media profesional e ilustrada; la tercera, el paso de las mujeres de la subordinación a la plena visibilidad; y la cuarta, el contraste de las seguridades del Estado de bienestar europeo con el espectáculo del crudo capitalismo americano. Una quinta mutación acentúa los aprendizajes de las anteriores: igual que viví, con plena conciencia, el paso de la tiranía a la libertad, la irrupción de las mujeres en todas las esferas de la vida pública, la mejora de mis condiciones y mis expectativas personales, también he asistido en los últimos años a la amenaza del derrumbe de todo aquello que daba por supuesto, no ya el Estado de bienestar, sino todo el sistema económico sobre el que se sostiene. La incredulidad hacia las predicciones de los expertos de cualquier signo espero no perderla ya nunca. Es saludable no olvidar que, a juzgar por el porcentaje de éxito de sus vaticinios, los economistas, politólogos y sociólogos tienen una capacidad predictiva semejante a la de los sacerdotes romanos que escrutaban vuelos de pájaros o entrañas de animales recién sacrificados.

Crecer en una zafia dictadura, que fue sanguinaria hasta sus últimos días, me curó de cualquier tentación de desdeñar la democracia o de aceptar la supresión de cualquiera de sus valores esenciales —la libertad de expresión, la igualdad ante la ley, el respeto a las minorías— en nombre de una supuesta causa superior, por muy sonora o muy noble que se la presente. La dictadura, donde todo tenía que callarse, me enseñó el derecho y la responsabilidad cívica de no callarse nunca. Y no callarse significa unas veces llevar la contraria al poder establecido y otras enfrentarse con naturalidad y gallardía a las grandes unanimidades colectivas, a lo que parece respetable, a la opinión de aquellos con los que sería de esperar que uno estuviera de acuerdo. La ortodoxia antifranquista fue muchas veces tan irrespirable como la ortodoxia franquista, y dejó una herencia duradera de dogmatismos y reflejos defensivos y un déficit de disposición para el debate y la disidencia que han marcado profundamente nuestro clima político. A la hora de la verdad, el cierre de filas parece más meritorio que la búsqueda de un acuerdo, aun al precio del sentido común y del bien común.

Habiendo deseado la democracia cuando no existía y vivido luego muchos años en ella, he aprendido su valor, pero también su fragilidad, y sus límites, que son en parte los de la misma condición humana. La democracia pierde una gran parte de su brillo, como casi todo, cuando se vuelve un hábito, de modo que en su mismo éxito está contenido su peligro, porque la estabilidad, tan deseada cuando se carece de ella, conduce pronto al tedio. El romanticismo de la democracia relumbra sobre todo cuando se carece de ella, cuando se anhela su llegada o se sufre su pérdida. En la democracia —al menos mientras no tiene calificativos ni aditivos—, la soberanía popular se ejerce a través de un sistema de contrapesos y controles, de separación de poderes y vigilancias administrativas e informativas que rara vez dejan sitio a los grandes ímpetus salvadores, a las confortadoras simplicidades de la épica. En las democracias, decía Raymond Aron, rara vez se elige entre el Bien y el Mal, y casi siempre entre lo preferible y lo detestable. A diferencia de cualquier otro régimen, la democracia solo ofrece promesas limitadas: no el paraíso terrenal, ni la gloria del Pueblo por fin liberado de sus enemigos, sino cambios graduales que pueden mejorar las vidas del mayor número de personas posible, pero que son difíciles de mantener y muy fáciles de descuidar. Modestamente, paso a paso, sin grandes énfasis, la democracia, en Europa, a partir del abismo de sangre, horror y desorden de 1945, ha logrado algo que en aquel "Año Cero" parecía imposible: un acuerdo duradero entre aquellos mismos que llevaban medio siglo matándose entre sí; una ciudadanía común por encima de las fronteras; un equilibrio entre la iniciativa privada y las libertades personales sostenidas en políticas de educación pública y sanidad universal.

Que ese modelo esté ahora averiado y en peligro no rebaja el valor de todo lo que se ha logrado: más bien es un motivo para defenderlo y mejorarlo. Al menos tres generaciones llevan beneficiándose de él: la nuestra, desde el principio de la juventud; la de nuestros padres, en la edad madura y la vejez; la de nuestros hijos, que por primera vez se ven en un doble peligro: el de perder ese modelo de libertad política y progreso social, y el de desdeñarlo.

El desdén puede ser comprensible, ante tanta corrupción, insuficiencia, injusticia. Pero apreciar lo bueno que a pesar de todo se sigue teniendo no implica conformidad, sino plena conciencia del valor de las cosas y exigencia de sostenerlas y mejorarlas. La democracia, la socialdemocracia, carecen del romanticismo de lo claro y tajante y, a diferencia de los sistemas autoritarios o mesiánicos, no hacen grandes inversiones en propaganda. La democracia y la socialdemocracia suelen tener muchos beneficiarios, pero muy pocos defensores, y algunos de sus más eficaces enemigos son los que más provecho han sabido sacar de ellas, al amparo de sus libertades y sus garantías. Sus banderas solo despiertan entusiasmo cuando son banderas derrotadas. Sus héroes siempre son retrospectivos. Si la República de Weimar o la II República española hubieran contado con la gratitud y el apoyo de tan solo una parte de quienes más motivos tenían para defenderlas, el triunfo de Hitler y luego el de Franco habrían sido mucho más difíciles. En un raro momento de sinceridad política, Jean-Paul Sartre, que tan poca simpatía manifestó siempre por el sistema democrático que garantizaba y amparaba su libertad intelectual, escribió que solo cuando se encontraron bajo la ocupación nazi descubrieron él y sus amigos los muchos méritos de la III República.

La democracia es más fuerte de lo que parece contra sus enemigos exteriores —el terrorismo, la agresión militar—. Las democracias no pierden guerras, a diferencia de las dictaduras, y no hay organización terrorista que las ponga de verdad en peligro. Si se destruye es desde dentro: cuando en nombre de la seguridad recortan las libertades y se infaman con la tortura; cuando la desigualdad extremada hace imposible el ejercicio de la ciudadanía y la riqueza despótica compra las elecciones y corrompe la Administración y la política; y cuando el origen y el dinero determinan de manera absoluta la calidad de la educación y la salud cerrando a la mayoría la perspectiva del progreso y, por tanto, cualquier esperanza efectiva de igualdad. Que no haya formas imparciales de reconocimiento del mérito es una desgracia, pero mayor desgracia aún es que el mérito ni siquiera tenga la oportunidad de revelarse.

Decía Karl Marx, cosa que sorprenderá a los expertos en teoría educativa, que la ignorancia nunca ha liberado a nadie. Si he aprendido algo a lo largo de todos estos años es que la mezcla de la injusticia y de la ignorancia favorece la infelicidad de las personas y la ruina de la democracia.
Babelia, sábado 19 de marzo de 2016

24 marzo 2016

¡Porompompón!

Por JULIO LLAMAZARES

Me lo dijo el poeta Antonio Gamoneda volviendo en avión de Israel, a donde habíamos acudido para participar en unas lecturas de poesía en Jerusalén. Hablábamos de León, la ciudad que nos une y nos separa a la vez (él vive en ella y yo fuera, pero los dos la amamos y la sufrimos) y le preguntaba yo la razón de que nuestros paisanos sean tan conservadores y si, en su opinión, eso cambiará algún día. “Pero Julio… —me contestó Gamoneda con condescendencia, casi con compasión por mi ingenuidad—, ¿tú qué puedes esperar de una ciudad en la que la mitad de la población se pasa el año esperando a que llegue la Semana Santa para tocar el tambor y marcar el paso?”.

El descorazonador diagnóstico de Gamoneda era para León, pero vale también para España entera ¿Qué se puede, en efecto, esperar de un país que, pese a su despresurización religiosa de estos años últimos, se lanza a las calles en masa cuando llegan las fiestas de Semana Santa para portar crucificados y vírgenes a cuestas, tocar tambores hasta sangrar y procesionar día y noche durante días como si el fin del mundo fuera a llegar en cualquier momento? Porque una cosa es que lo hagan las personas religiosas, esas que creen que Cristo resucita en estos días cada año, y otra distinta las que, sin creer en Dios, ni en la Virgen, ni en la resurrección de nadie que no sea su equipo de fútbol o la economía, como el Gobierno, desfilan por su ciudad llevando a hombros pasos de seis toneladas con un fervor sorprendente en personas a las que si su mujer les demanda luego que bajen del desván una mesita montan en cólera. Uno respeta las aficiones de los demás, pero también valora la coherencia en el comportamiento de sus semejantes.

Y es que, por lo que parece, desde hace tiempo el número de procesiones y de españoles procesionantes está aumentando en la misma proporción en la que la Iglesia católica pierde adeptos, como demuestran todas las estadísticas. Incluso el ¡porompompón! que acompaña a las procesiones suena más ensordecedor cuantos menos católicos practicantes hay entre los nazarenos. Como uno no cree en la casualidad e intuye que alguna explicación hay para que eso ocurra, con perdón de la Iglesia católica y de Íker Jiménez, he comenzado a pensar que Gamoneda tenía razón y que lo que de verdad les gusta a los españoles de la Semana Santa es echarse a la calle a marcar el paso, más allá de devociones, tradiciones, pasión por lo popular o lo pintoresco, sobrecogimientos artísticos y musicales y demás explicaciones simbolistas.

¡Qué miedo!

El País, 24 de marzo de 2016